I- Decía una vez Woody Allen, cuando hacía gracia -y zanjando con ello, además, la cuestión predilecta de un sinfín de debates televisivos- es cierto que el sexo sin amor es una experiencia vacía, pero de todas las experiencias vacías, es la mejor… Parafraseándole, podría yo repetir ahora como lema del asunto que, a propósito de Jorge Luis Borges, traigo aquí a estropear esta vez: “la lectura sin aprendizaje es una experiencia seguramente vacía, pero de toda la plétora de experiencias vacías que propone al individuo la actual civilización digital, sin duda es la mejor”.
Lo que la consideración del bibliófilo argentino da que pensar versa acerca del estatuto mismo de las letras en nuestro tiempo y más específicamente acerca del vacío creado progresivamente en torno a ellas justamente desde el nacimiento de Borges allá por el penúltimo año del siglo diecinueve. Porque, dejando al margen la influencia de las otras muchas cosas que han cambiado el mundo y la cultura a partir de entonces, no me parecen desatinados ni deliberadamente agoreros los diagnósticos que, desde diferentes posiciones teóricas, certifican hoy en día la crisis interna de la literatura contemporánea desde la gran aportación del cuartero sagrado Proust/Kafka/Joyce/Faulkner. Precisamente la obra de Borges es la representante ejemplar de una reflexión única -y probablemente inconsciente para él- acerca de la tensión entre «peligro» y «oportunidad» que dicta al respecto el ideograma chino. Y no sólo una reflexión, también una singular resolución del dilema: lo verdaderamente sorprendente es que para nosotros los aficionados del siglo XXI -crítica actual y simples lectores en una misma pieza-, la fórmula de Borges para “ser absolutamente moderno”, conforme al imperativo estético-moral de Arthur Rimbaud, nos cautiva por su renuncia a excluir lo antiguo y aún una fértil síntesis entre lo antiguo y lo moderno.
Para él (o “con” él) los géneros y las actitudes se mezclan y entrecruzan, y, así, la faena del crítico coincide con la del poeta y ésta con la del narrador de cuentos, el reseñista y el filósofo. Contemplado desde este punto de vista, se comprende el puesto de taumaturgo de las letras que poco a poco le ha sido concedido a Borges unánimemente por la posteridad, más allá incluso de los hechos puramente superficiales del gusto por su faceta de escritor “fantástico”, por su personalidad supuestamente “homérica” o por su “irónico” mordiente crítico. En realidad, en ninguna de esas facetas por separado destaca demasiado, o no mucho más que tantos otros. Borges no es exactamente un experimentador literario bajo ninguno de sus muchos aspectos, y en cuanto a la popularidad de su literatura fantástica, tampoco guarda, a mi juicio, las proporciones justas con respecto a otros autores muchos menos difundidos (o difundidos por él mismo) que nuestro anglófilo bonaerense. Por otra parte, no es esta una opinión mía que no coincida con el explícito y reiterado criterio de propio interesado, el cual siempre se tuvo por mejor lector que creador…
Todo ello sugiere que el fenómeno Borges (que, como indicó una vez Vargas Llosa, en su aspecto editorial es un producto de hechura francesa) es un fenómeno cultural relativo a la escritura, es decir, algo que afecta a nuestra noción de lectura y consecuentemente de lo que significa escribir y cuál sea la función de la literatura. Alguien no especialmente dotado, como Borges, que no obstante se convierte en síntoma de la cultura al ser capaz de sostener reiteradamente el carácter artificioso, ficticio de toda literatura -incluso la que se dice de origen popular, como la argentina-, y, que, sin embargo, en el trato asiduo y apasionado con los misterios de la palabra, redescubre o libera importantes intuiciones acerca del carácter simbólico-mítico (o mitopoyético) de la misma, es desde luego un personaje cuya obra merece toda nuestra atención. Las preguntas son, entonces… ¿qué ha sucedido con la escritura ante nuestras mismísimas narices en los últimos tiempos, que, habiéndose vaciado del sentido social o ritual de antaño, se nos ha tornado un tanto inexplicable…? ¿y qué ha aportado, en segundo lugar, en este proceso la irrupción del gesto característico borgiano?
II- Borges, personalmente, es un escéptico racional: Pero no debemos renegar de la razón, porque ella, y no Venus, es quizá la más hermosa. Ello afecta, en primer lugar, a la religión, desde luego, con la cual se muestra casi sarcástico: Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o castigarlo; o demasiado teórico: Antes la teología me interesó, pero de esa fantástica disciplina (y de la fe cristiana) me desvió para siempre Schopenhauer, con razones directas; Shakespeare y Brahms, con la infinita variedad de su mundo. Borges no da, pues, otro valor a la razón que esa capacidad para conmocionar, es decir: la razón no descubre ninguna verdad, no da lugar a práctica alguna, pero desenmascara las ficciones como tales ficciones, lo cual permite sumergirse en ellas, al fin, estéticamente.
Porque en realidad lo que admira verdaderamente Borges de la vida real es la desnudez de la guerra y de la práctica castrense, como uno de sus escritores predilectos, si no el que más, en una primera etapa, Rudyard Kipling.
Fuera de esto, toda política es un sueño más, una superstición ridícula que ignora que lo es. Si uno es conservador no es fanático, porque uno no puede entusiasmarse por el conservadurismo, escribe, justificándose. La guerra, entonces, como culmen de la acción, que puede ser épica u oscura: La hoja del peleador orillero, sin ser larga -era lujo de valientes usarla corta- era de mejor temple que el machete adquirido por el Estado, vale decir con predilección del costo más alto y el material más ruin. Si oscura, no por ello menos inmediata, vívida: Ser pobre implica una más inmediata posesión de la realidad, un atropellar el primer gusto áspero de las cosas: conocimiento que parece faltar a los ricos, como si todo les llegara filtrado. La literatura, pues, como mero artificio elaborado que sustituye y consuela de la pérdida de aquella vida de acción añorada: Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. La existencia, sin embargo, era otra cosa, más grande, más rica, más trágica, en tiempo de los abuelos; ahora, en cambio, tiempos de hierro frente a aquellos de bronce…
Dos hombres caminaron por la luna.
Otros después. ¿Qué puede la palabra,
Qué puede lo que el arte suena y labra,
Ante su real y casi irreal fortuna? (…)
No puede nada, pero se trata hoy de un caso entre un millón. En conclusión, personal y colectiva.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada
En la guerra. Soy eco, olvido[1], nada.
Desde ahí que el valor de la literatura se torna bastante relativo: Puedo enseñarles el amor, no de un autor, pero sí de un libro. No, quizá sea demasiado: de algunos versos y algunas sentencias (…) sólo lean lo que les agrade (…) Porque las letras mismas no tienen importancia. Es, desde luego, una curiosa actitud, puesto que todo esto lo ha aprendido precisamente de sus lecturas -y un poco también de su leyenda familiar particular-, de manera que se mueve en una especie de círculo. El texto más claro a este respecto, de una claridad meridiana, es un poema, El resentimiento…
He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.
Y III- El bibliotecario[2] deambula entre anaqueles, examina este volumen, acaricia aquel códice, lee títulos, acaso ojea y hojea índices… El número de los libros parece infinito, y el placer solitario que pueden proporcionarle, interminable. Algunos remiten a otros, todos encierran secretos, el tiempo de una vida es breve, y eso que se trata de una biblioteca pequeña, una entre miles. Por tanto, es necesario ahogar la avaricia de sabiduría libresca mediante una filosofía concreta, sea la de Arthur Schopenhauer o la del obispo Berkeley, también durmientes en sus correspondientes tomos, y que acierten a reducir ese vértigo a mera y desinteresada representación, ilusión, superficie, decorado, ennui, infelicitá, taedium vitae, etc…
El hombre de acción anhelado se resigna a su mera condición contemplativa: todos los libros son el libro, y libro es ficción, no refiere realidades, o la realidad misma sería inabarcable, abismática, exponencial, y él se la estaría perdiendo. Él y toda su época, millones de espectadores silenciosos cuya única pasión residual, con suerte, sería no más que la curiosidad -en otro caso, Borges no quiere ni pensarlo… ¿en qué malgastarán su tiempo los que no leen, no escriben, no saben? La vida debiera ser escalofriante, intensa, pura; sin embargo, es decepcionante, aburrida, pobre. El libro custodia aquella emoción heroica bajo la forma de su invención poética. El bibliotecario revisa, clasifica, desclasifica, lee, y en ocasiones escribe. Escribe sobre lo revisado, clasificado, desclasificado, leído. Escribe, si hace falta, sobre la propia escritura, pero jamás, por nada del mundo, trasciende los límites de la biblioteca.
A su vez, los lectores de Borges están cautivos de la misma biblioteca, que no por nada él imaginó laberinto. El que entra no sale… Y ese es, creo yo, el secreto de Borges: la literatura como muro que separa y delimita un interior infinito de un exterior finito…
A su vez, los lectores de Borges están cautivos de la misma biblioteca, que no por nada él imaginó laberinto. El que entra no sale… Y ese es, creo yo, el secreto de Borges: la literatura como muro que separa y delimita un interior infinito de un exterior finito. Una bonita y agustiniana paradoja en la que se halla desde entonces la conciencia culta, o sea, en la que, como escribió Pablo de Tarso, vivimos, nos movemos y somos.
En el último prólogo que leí de Alan Moore en su enésima edición de Wachtmen decía temer que tal vez aquello que engendró no fuera sino un «puré semiótico». Pues, aunque genial, hay que decir que lo era ciertamente. En Wachtmen todo es palimpsesto, cada signo remite a otro dentro de la obra, se complica con él, y todos ellos a textos anteriores, quedando poco para el comentario del mundo real -de hecho, el propio Moore se arrepintió de la deriva oscura que aquella obra y su From Hell originaron para el cómic posterior, pero siguió cocinando puré, más luminoso y festivo, pero si cabe aún más denso. Lo mismo sucede con la vieja serie Lost, cuyas alusiones carecen de referencia final, por no hablar de lo que queda de la música culta actual o de la pintura enfocada como abstracción. Parece que nuestra tarea, la de los intelectuales de hoy, sea la de perdernos una y otra vez en esa marca arcana del pasado.
En filosofía, a ese trabajo sobre la huella de la huella se le denomina deconstrucción. En paladar literario, yo lo llamaría, tranquilamente, con toda admiración y respeto, borgianismo. No pasa nada: la literatura se cierra sobre sí misma y nos ofrece eso: mundos imaginarios por saborear. No pasa nada: lo conocido ha de dar lugar a perspectivas desconocidas, pero difícilmente al revés, porque poco es nuevo ya bajo el sol de la ficción.
Mi impresión, pues, es que habitamos la claustrofilia cultural, si se puede expresar así. Algunos prefieren hablar de posmodernidad, otros de la liberación del significante. Pero yo creo que no se trata de “o el mundo o la escritura”, sino de volver a resignificar el mundo en la escritura y reconstruir -no deconstruir- la escritura para el mundo. Quizá no quede mucho por decir del mundo, a estas alturas, pues, como escribía André Gide, todo ha sido dicho ya, pero como nadie estaba escuchando, habrá que volver a decirlo. Y esto, qué duda cabe, sería verdadera acción, no soñar con repartir mandobles al prójimo en un marco wagneriano no se sabe muy bien por qué. En caso contrario, nos recluimos en ese borgianismo tan agustinista para el cual la cultura termina por ser para nosotros lo que el propio Borges, ya muy mayor, estableció sobre Sherlock Holmes:
No es un error pensar que nace en el momento
en que lo ve aquel otro que narrará su historia
y que muere en cada eclipse de la memoria
de quienes lo soñamos. Es más hueco que el viento.
Notas
[1] El tema del olvido, tan recurrente en Borges, no es caprichoso (aquello, por ejemplo, tan extraordinario de Un poeta menor: la meta es el olvido / yo he llegado antes). La tradición metafísica occidental ha entendido que lo contingente es por ello mismo deleznable: puesto que lo contingente que está entre el ser y el no-ser, no se congratula uno de que algo sea justamente, así como es, sino que se juzga que en realidad apenas ha sido. Todo es igual de azaroso y fútil, de manera que poeticemos la pérdida de lo que sin embargo de facto tenemos, mala y triste filosofía en mi opinión que a veces da lugar a buenos versos o apólogos, pero innecesariamente llorones y falsos.
[2]. Alberto Manguel ha declarado hace poco que Borges no fue buen bibliotecario en tanto profesión remunerada.