Fernando Bonete Vizcaíno, Universidad CEU San Pablo
La posverdad es la expresión que mejor funciona como definición y esquema mental para comprender las condiciones relacionales y las corrientes de pensamiento dominantes en la actualidad.
Su significado es capaz de condensar por sí solo, de forma directa y clara, la naturaleza y causa de una mayoría de los problemas que afrontamos como sociedad, esto es: los hechos objetivos influyen menos que las emociones o las creencias personales. También –en una acepción más próxima a los derroteros que ha tomado el debate público–: los hechos no existen, o pueden ser los que cada uno quiera que sean.
Si la posmodernidad tuvo su momento de referencia para la posteridad en mayo de 1968, la posverdad lo tuvo en 2016.
En 2016 Donald Trump ascendió a la presidencia de Estados Unidos, con una campaña en la que entre el 50 % y un 70 % de las afirmaciones resultaron contener falsedades o ser completamente falsas –Hillary Clinton mintió menos, pero también mintió, en un 26 % de las ocasiones–. Y en 2016 fue la votación del Brexit, con el que los británicos abandonaron la Unión Europea, una metralleta de proclamas cargadas de emotividad y eslóganes inciertos que a duras penas aguantarían un mínimo escrutinio racional.
Por supuesto, ambos acontecimientos son consecuencia de una serie de transformaciones sociales previas, es decir, son síntoma, que no causa, de la posverdad. Esta bebe de la herencia amplificada de la posmodernidad y del relativismo.
Dice el periodista y editor Matthew d’Ancona que la posverdad es “un pernicioso relativismo disfrazado de legítimo escepticismo”. Y el filósofo Maurizio Ferraris defiende que “no es sino la popularización del principio fundamental de lo posmoderno, según el cual ‘no existen los hechos, solo las interpretaciones’” –este último entrecomillado en alusión a Nietzsche–.
Pero al mismo tiempo, la relevancia de ambos acontecimientos –cuyas repercusiones para el mundo ya se pueden calificar de históricas–, así como sus características son enormemente representativas del fenómeno: impasibilidad total frente a la mentira.
Lógica relativista: todas las opiniones son verdaderas
En la posverdad, como en el relativismo, el conocimiento pierde su carácter absoluto y se hace depender de cada sujeto que conoce. En la posverdad, como en el relativismo, la validez de un juicio ya no está sujeta a condiciones objetivas y externas, sino que depende de la persona que formula dicho juicio y de las condiciones en las que lo hace. En la posverdad, como en el relativismo, no hay una verdad, solo hay opiniones, tantas como sujetos que observan –aun cuando la existencia de estas últimas no tendría por qué negar la existencia de la primera–.
En definitiva, en la posverdad, como en el relativismo, no puede haber un interés por la verdad, ni siquiera por buscarla: todas las opiniones emitidas son verdaderas.
Pero en la posverdad, no como en el relativismo sino más bien como consecuencia de llevar al extremo la lógica del relativismo, ya no solo se niega la posibilidad de una verdad emitida a través de un juicio sobre la realidad. Se niega la realidad misma. La posverdad niega los hechos para crear y avalar la posibilidad de unos hechos alternativos sobre la base de invenciones.
En la posverdad se crean, de una parte, nuevas verdades sobre la base de ficciones; de otra, una realidad paralela que sustituye a la realidad misma. Es una mentira que se presenta como verdad, y se convierte en verdad al mismo nivel que la verdad misma. Sostiene Ferraris:
“En lo más profundo, el postruista, a diferencia del posmoderno, no es irónico ni relativista, y está convencido de que sus verdades alternativas son verdades absolutas mientras que las de los adversarios son meras mentiras. Se equivoca, por tanto, la revista Time cuando titula, aunque sea de manera interrogativa, ‘¿Ha muerto la verdad?’. Más bien nos enfrentamos a una liberalización de la verdad”.
De lo anterior se sigue que la posverdad impulsa la resignificación definitiva tanto de la realidad como de la verdad. Sí que hay unos hechos objetivos; los que yo crea y diga que han sucedido. Sí que hay una verdad; lo que yo crea que es verdad. Es aquí, en la negación contumaz e impune de cualquier acontecimiento o afirmación cuya naturaleza no se comparta, donde se hace fuerte la cancelación.
Un individuo o colectivo con capacidad para imponerse niega los acontecimientos y afirmaciones que no comparte, claro que lo hace sin mediar discusión o comprobación alguna acerca de su verdad y validez objetiva –pero no es necesaria, dado que la objetividad es ahora la objetividad del que se impone–. Después, el mismo individuo o colectivo obliga a otros a aceptar los acontecimientos y afirmaciones que ha considerado y decidido que son verdad.
El proceso descrito, que es posible ante todo gracias a la liberalización de la verdad y la negación de la realidad propiciada por la posverdad, facilita que la cancelación deje de ser una práctica anecdótica o esporádica para convertirse en otra recurrente, plenamente aceptada porque responde al espíritu hiperrelativista de nuestro tiempo. Su normalización provoca costumbre, y de la costumbre, una cultura.
La existencia de una cultura de la cancelación –o de la cancelación elevada a cultura– es “la práctica de prohibir, condenar e invisibilizar comportamientos, afectos, pensamientos y creencias que no siguen el sistema de valores dominante en una sociedad, práctica que se erige en costumbre, en la forma habitual de actuar de una colectividad o de la sociedad en su conjunto, en un modo de proceder que se propaga y es compartido de unos agentes sociales a otros, e incluso se perpetúa de unas generaciones a otras”.
En el punto en el que la cancelación escala hacia el grado de cultura, se convierte en un artefacto plenamente integrado en los hábitos de una comunidad; adquiere familiaridad, cotidianeidad y la capacidad de limitar con la mayor naturalidad pensamientos, afectos y conductas.
En su máxima expresión, la cultura de la cancelación es capaz de crear un raro clima de desaprobación implícita hacia la verdad y la realidad, con el objetivo último de instalar en la mente del individuo un mecanismo rápido y automático de rechazo, que puede operar incluso con independencia de su voluntad. El mayor triunfo de la cultura de la cancelación es la autocensura.
Y es que el fenómeno es peligroso en extremo y debe su gravedad a la apariencia engañosa con que se nos manifiesta: limita la libertad desde su misma raíz, pero con la inocente apariencia –la piel de cordero– de la costumbre, la normalización y el conformismo.
Verdad y ciencia
Ante la posverdad, y su ataque frontal hacia la verdad y la realidad que alimenta los procesos cancelatorios, la primera barrera ante el problema será recuperar y decir la verdad. Esta restauración de la verdad como horizonte y meta de nuestras relaciones sociales pasa por reincorporar al debate público al menos dos aspectos esenciales: el valor superior de la ciencia frente a la opinión, y la moderación en las formas, que no en los contenidos.
Admitir que el valor de la ciencia, y del conocimiento obtenido mediante ciencia, están por encima de las opiniones es el primer paso para partir de una posición propositiva: una posición que duda de sí misma porque es consciente de que puede haber otras mucho más informadas; una posición que acepta sus propias carencias y espera verse enriquecida de las aportaciones de otros; una posición que avanza con prudencia para proponer un punto de vista que otros todavía puedan tener la ocasión de recoger, complementar y discutir; una posición que no tiene en cuenta en exclusiva quién es el interlocutor, sino lo que sabe el interlocutor.
El criterio informado, objetivo y riguroso debe anteponerse al meramente ideológico. Por tanto, es en la transmisión de los resultados de estudios, cuya única motivación es dar fe de la realidad de las cosas, donde se encuentra el respaldo que hace ganar fuerza a una posición.
Esta labor urgente pone de relevancia la necesidad de contar con profesores e investigadores que sepan trasladar estos resultados a la esfera pública de manera comprensible y asimilable por una mayoría de personas ajenas al ámbito especializado de sus disciplinas.
En un momento en el que tanto se habla de la “transferencia del conocimiento” como una fase imprescindible de la labor científica, son muchos los docentes e investigadores que, sin embargo, se atrincheran en la universidad y, centrados en exclusiva en sus escalas de promoción, se ponen de perfil ante la clamorosa necesidad que la sociedad tiene de ellos.
Hasta qué punto o a qué nivel la traición a la misión de la universidad, es decir, la desconexión de la universidad con respecto a su labor de representación y comunicación de la verdad en la vida pública –reduciéndose su presencia en sociedad a una mera colaboración académico-profesional contractual entre academia y empresa– ha obrado en beneficio de la posverdad, no tanto como un elemento coyuntural, sino causal, está por estudiar.
Libertad de expresión
Sea como fuere, con más o con menos agentes comprometidos con la transmisión de la ciencia –el quién–, la manera en que llevamos a cabo esa difusión –el cómo– es el segundo punto de importancia a poner en práctica para aspirar a restaurar la verdad en el ámbito de nuestras relaciones sociales y el debate público.
En este sentido, la posverdad y la cancelación –junto a otras crisis importantes que no pueden abordarse por una cuestión de espacio, como el cuestionamiento de los fundamentos de la democracia liberal– han propiciado una actitud timorata hacia la libertad de expresión. Una posición que debe su manifestación a dos equiparaciones de todo punto equivocadas.
La primera, equiparar la defensa del principio de libertad de expresión con el contenido de lo expresado en el ejercicio de la misma. Sin embargo, defender la libertad de expresión no tiene que ver con estar o no estar de acuerdo con el emisor o el mensaje. Es más, la verdadera grandeza de espíritu consiste en defender la libertad de expresión tanto más cuanto menos se está de acuerdo con lo que dicen otros.
La segunda, equiparar el contenido de lo expresado con la forma en que se expresa dicho contenido. En realidad, solo hay una moderación posible: la educación y el respeto en las formas de dirigirse a los demás, por lo demás regulado en la legislación. No se puede exigir la moderación en el contenido, en tanto que esta demanda encubre la imposición de que los demás renuncien a defender sus principios.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en la revista Telos de Fundación Telefónica.
Fernando Bonete Vizcaíno, Director del grado en Humanidades, Universidad CEU San Pablo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.