Roberto R. Aramayo, Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)
El politólogo Fernando Vallespín acaba de publicar un sugestivo ensayo cuyo título es La sociedad de la intolerancia, preocupado por una progresiva erosión de la cultura política liberal y las crisis de los modelos democráticos que han dado pie a las hegemonías de populismos antagónicos. El deterioro de la tolerancia le sirve para tomar el pulso a una situación donde impera la polarización maniqueista entre bloques irreconciliables y se difumina el pluralismo en aras de los tribalismos identitarios.
En estos días también se ha estrenado una nueva obra de Juan Mayorga, en la que se aborda el mismo tema rindiendo homenaje con su título a Voltaire, cuyo nombre se asocia siempre a su Tratado sobre la tolerancia. Con los inteligentes diálogos que mantienen sus personajes, Mayorga reivindica el saber escuchar para mejorar las propias argumentaciones.
Tan sólo podemos aprender a respetarnos mutuamente si logramos adoptar el punto de vista del adversario para encarar lo mismo desde otras perspectivas que podrían enriquecer la nuestra. Esto es algo que todos experimentamos a lo largo de nuestra propia biografía. Pasado un tiempo no vemos las cosas de la misma manera y solemos mudar de opinión, al ir acumulando experiencias o tener acceso a datos que desconocíamos.
Las realidades paralelas
A decir verdad, la verdad ya no es lo que fue. Las cosas han cambiado mucho en una época en la que hablamos nada menos que de “posverdades” y “hechos alternativos”, meros eufemismos para los bulos y las trolas de toda la vida.
Se van incrementando las realidades paralelas. La realidad virtual va colonizando paulatinamente nuestras vidas, como demuestra el tiempo que dedicamos a nuestros dispositivos electrónicos. El problema son los relatos ficticios con propósito deliberado de desinformar para poder alterar nuestra percepción de los acontecimientos o condicionar su itinerario gracias a nuestra propia participación.
La ironía como vacuna contra el absurdo
Ante semejante panorama, conviene reivindicar el talante volteriano y recurrir a la ironía como antídoto contra el veneno de las informaciones contaminadas. Cabe denunciar temas escabrosos recurriendo al sentido del humor. La sátira tiene un alto poder corrosivo.
Gracias a la pluma de Voltaire tenemos memoria histórica de unos desmanes que quizá hubieran quedado en el olvido, como el caso Calas o las atrocidades cometidas contra el caballero de La Barre. Con su causticidad, Voltaire contribuyó a cambiar el modo de pensar tanto como la Enciclopedia de Diderot, los ensayos de Rousseau o las Críticas kantianas. La eficacia de una ironía volteriana que chisporrotea ingenio y sabe conquistar al auditorio para una buena causa es portentosa. El combate volteriano contra la superstición y el fanatismo sigue siendo necesario.
La reducción al absurdo que acomete una perspicaz ironía de raigambre volteriana resulta muy eficaz. Aunque a veces se corra el riesgo de verse malinterpretado, como le ocurrió al Jonathan Swift de Una humilde propuesta indecente, merece la pena recurrir a este armamento de alto calibre para neutralizar las campañas lideradas por la lógica de la inquietante absurdidad.
Una de las grandes virtudes del planteamiento irónico es que despierta nuestra curiosidad y aguza nuestro ingenio sin imponernos unas conclusiones, dado que nos invita a formar nuestro propio criterio al cotejar su perspectiva con lo satirizado.
El auge del narcicismo
El mito de Narciso nos hace visualizar ese fenómeno relativo a la extrema querencia hacia uno mismo. El personaje mitológico era incapaz de apreciar las cualidades ajenas y la ninfa Eco, al no ver correspondido su amor, padece una soledad que la consume y finalmente sólo queda su voz. Como castigo a su engreimiento, Némesis hace que Narciso quede prendado de su propia imagen y acabe ahogándose al querer asir su propio reflejo en las aguas donde se miraba para complacerse. Pocos mitos resultan más actuales.
Vivimos unos tiempos en los que los demás van desdibujándose y sólo son mensajes recibidos en una u otra pantalla. O más bien aquello que alimenta con reenvíos y aclamaciones en forma de corazón lo que publicamos en una determinada red social. En buena medida ya vemos las cosas a través de unas gafas que nos colocan más acá de universo externo y tienden a identificarnos por completo con ese avatar narcisista que representamos en las redes, exponiéndonos a convertir nuestra vida en el simulacro de un videojuego sin retorno.
Son muchas las circunstancias que abonan este culto exacerbado al yo. El abuso de las nuevas tecnologías lo favorece y alimenta una mentalidad para la que sólo cuenta el éxito económico alcanzado sin el menor esfuerzo.
Este narcisismo no sólo es individual, sino también colectivo. Los políticos tienden a monopolizar la escena y devenir protagonistas del ámbito político, al igual que los medios de comunicación se convierten a su vez en objeto informativo, trazando un bucle que se retuerce sobre sí mismo.
Colibertad e interdependencia
Esta forma de ver las cosas hace proliferar a los oportunistas aprovechateguis
que sólo saben jugar con ventaja y parapetarse tras los privilegios. ¿Qué hay al otro lado de nuestro reflejo narcisista? Pues el enriquecedor mundo de la pluralidad y la interdependencia.
Algunos reclaman una libertad que sólo pueden ejercer unos privilegiados, pero aquellas acciones que pueden perjudicar a otros no admiten verse legitimadas por una noción cabal de la libertad.
Como bien explican Rousseau y Kant en sus planteamiento ético-políticos, el pacto social significa renunciar a una libertad salvaje y sin ley para disfrutar de otra que respeta nuestros derechos y los ajenos, a la que cabe denominar colibertad. Esta por otra parte no puede verificarse sin igualdad, como subraya Balibar con su concepto de Egaliberté.
Colibertad e igualdad se ven erosionadas por el narcisismo imperante. En lugar de admirar la pluralidad, se desconfía de cuanto es diverso y esto genera innumerables patologías político-sociales, fundamentadas en aquello de lo que se carece, la edad que se tiene, determinadas elecciones vitales o ciertas diferencias étnicas. De ahí que Adela Cortina acuñara el término aporofobia y nos previniera sobre la gerontofobia.
Las paradojas de la tolerancia
En un precioso poema titulado “Quiero ser enjambre”, Juan Mayorga confiesa que le gustaría “ser la raíz cuadrada de menos uno”, siempre que nadie se haya pedido ese número imaginario. “Quiere ser su yo y lo contrario”. Esta doble perspectiva resulta imprescindible para no sucumbir a las tentaciones que nos hacen despreciar todo cuanto es diferente.
Esa sería la clave para convivir con las inevitables contradicciones propias y ajenas, entre las que se cuentan esas paradojas de la tolerancia bien analizadas por Fernando Vallespín en su ya citado ensayo sobre La sociedad de la intolerancia:
“El concepto de tolerancia presupone que cada cual tiene sus convicciones y que, llegado el caso, tiene que negociar la aceptación de las que no comparte para favorecer una mejor convivencia y, por qué no, por respeto al disidente”.
La piedra de toque será no imponer nuestra disidencia sin dejar de ampliar nuestros derechos, como enfatizaba mi maestro Javier Muguerza.
Nadie tiene la obligación de recurrir al aborto, al divorcio o a la eutanasia, por mencionar tres trances penosos, pero no es de recibo prohibírselo a otros que no compartan un rechazo inapelable, fruto del absorbente narcisismo profesado a las propias convicciones, que limita con su intolerancia las libertades de los demás.
Roberto R. Aramayo, Profesor de Investigación IFS-CSIC (GI TcP Etica, Epistemología y Sociedad). Historiador de las ideas morales y políticas. Proyectos: INconRES (PID2020-117219GB-I00), RESPONTRUST (CSIC-COV19-207), ON-TRUST CM (HUM5699) y PRECARITYLAB (PID2019-10), Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.