Begoña García Navarro, Universidad de Huelva
Si hay un proceso que rige al ser humano desde su nacimiento es sin duda la muerte. Junto con la llegada a este mundo, nuestra partida es el único hecho inevitable al que todos y cada uno de nosotros estamos predestinados. A pesar de esto, la negación de la muerte como proceso vital y certero es recurrente. Y eso la ha convertido en el tema por excelencia a eludir. El gran tabú.
Pese a todo, algunos autores subrayan que la muerte, tanto la de terceras personas como la propia, puede llegar a ser una de las experiencias más significativas y con más sentido en la vida del ser humano.
Nos creemos inmortales, pero no lo somos
Desde los inicios de la medicina, la muerte ha sido considerada como el peor enemigo, llegándose a interpretar el fallecimiento del paciente como el mayor fracaso. Sin embargo, también era el enemigo mas común, y es que la muerte estaba a la orden del día. Epidemias y enfermedades infecciosas eran las causantes del mayor número de fallecimientos.
Entonces llegaron los avances sanitarios que, de un plumazo, mitigaron las letales consecuencias de multitud de enfermedades. Sumados a la evolución económica y tecnológica, estos avances propiciaron una mayor esperanza de vida y, con ello, crearon también en la sociedad una falsa sensación de inmortalidad. La juventud y la belleza son los grandes valores, mientas que se aparcan la enfermedad, la vejez, la discapacidad y sobre todo, la muerte.
Esta situación ha abocado a la sociedad a perder valores éticos primarios, priorizando valores de eficiencia y productividad, es decir, valores totalmente contrarios a la muerte.
Eso explica que se precipite un cambio en las actitudes de la sociedad ante la muerte y que se desplace el lugar donde se fallece. Ya no se muere en casa: se muere en el hospital y en soledad.
En la sociedad hedonista actual, cuyo sentido es la búsqueda continua de placer, la muerte no tiene sentido ni espacio. Por eso se desplaza hacía la periferia en forma de cementerio o tanatorio, sustituyendo los antiguos velatorios que se realizaban en casa del difunto por un acompañamiento institucional e incluso la toma de ansiolíticos para “no tener que sufrir”.
La muerte nos da miedo, no se acompaña y aún menos se habla. La hemos apartado, ya no es aceptada como parte del proceso natural de la existencia, sino como una frustración de la misma. Sin tener en cuenta las sabias palabras de Unamuno, “el olvido de la muerte es la deserción de la vida misma”.
En este esfuerzo social por resistir a la muerte, hay que tener en cuenta a sus protagonistas, el paciente y la familia, y el conflicto generado entre ellos para no hacerse sufrir el uno al otro, la temida conspiración de silencio.
Menos información, más sufrimiento
Nuestro grupo de investigación ha desarrollado diversos estudios sobre el afrontamiento al final de la vida de los pacientes paliativos y sus familias, teniendo en cuenta diversas dimensiones como pueden ser la cultura, el género, el tejido social, etc. Sin embargo, la más verbalizada por los discursos de los pacientes sujetos a estudio es la ausencia de comunicación con la familia durante su proceso e incluso a veces con los propios profesionales sanitarios.
Porque la tendencia a no decirle a un paciente que se muere, existe. Y todo pese a las múltiples evidencias de que la comunicación, y en consecuencia el nivel de información que posea el paciente, influirá de manera proporcional en su nivel de sufrimiento. Más elevado en aquellos pacientes que hayan recibido información escasa de su diagnóstico y pronóstico, o directamente no la hayan recibido.
Este sufrimiento puede estar asociado a diversos fenómenos, como por ejemplo las pérdidas físicas, el temor a la muerte, el no reconocimiento de sus necesidades, sentirse una carga para sus familiares, asuntos sin resolver o sensación de dolor. Pero un fenómeno destaca por encima de todos: la incertidumbre.
Una comunicación adecuada por parte de profesionales y familiares puede llegar a reducir de manera considerable los niveles de incertidumbre del paciente y, por lo tanto, a reducir la ansiedad.
La pandemia ha hecho visible este sufrimiento, esta situación excepcional nos ha hecho tomar conciencia de la finitud de nuestro ser, de la necesidad de comunicarnos, de expresar nuestros miedos, de decirnos adiós.
Aunque solo es una toma de conciencia. Ahora queda lo más difícil: la acción.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.