Acerca de la Deriva «Misionera» de la Filosofía

septiembre 1, 2024
Marc Chagall (1887, Imperio Ruso - 1985, Francia). Boceto para La Revolución.
Marc Chagall (1887, Imperio Ruso - 1985, Francia). Boceto para La Revolución.

«Si ya hemos superado el principio medieval que hacía de la filosofía la sirvienta de la teología —ancilla theologiae—, no caigamos ahora en la tesis vitalista que pretende hacer de la filosofía la ancilla vitae

Eugenio D´Ors


Existe una cierta convergencia entre relatos de orígenes muy diversos que, sin embargo, terminan por resultar sorprendentemente similares. Al ver la película de Roberto Rossellini e Ingrid Bergman Europa ´51, pensé que esa historia de iluminación y santidad es, en esencia, la misma que la legendaria historia de Gautama Buda (al menos tal como nos la narró Hermann Hesse en Siddhartha), la cual a su vez se anticipa por milenios a la película de Anthony Quinn basada en la novela de Morris West Las sandalias del pescador, que es setenta años posterior a la novela más extensa y ardua —tanto para el escritor como para los lectores— de Liev Tolstói, Resurrección. Aunque no parece haber ninguna conexión directa entre estas producciones culturales, es evidente que comparten una matriz común, similar a los arquetipos de C. G. Jung, aunque yo la situaría más en el plano del deseo prosaico y mundano que en el de estructuras psicológicas ancestrales. Porque, ¿quién, salvo un desventurado, podría soñar con la idea de que alguien de la clase dominante tuviera alguna vez el coraje y la bondad de compadecerse de sus inferiores sociales, hasta el punto de sacrificarse por ellos? De hecho, el príncipe Siddhartha es casi el más egoísta de todos los héroes mencionados, ya que la solución que finalmente encuentra al sufrimiento humano es bastante individualista, por mucho que luego se diga que el Nirvana está al alcance de todos, siempre que se abstengan de comer, trabajar y reproducirse.

En Occidente, la Filosofía (que, al comenzar a desarrollarse, abandonó sus raíces orientales) parece estar pidiendo una misión redentora según la cual no basta con conocer; también se debe salvar. No en vano, la Filosofía es esa disciplina que no solo te indica qué hacer, como lo hacen las religiones o la política, sino que también prescribe, con una supuesta universalidad y necesidad, lo que debes pensar, so pena de ser considerado malvado o necio. Pero eso no siempre fue así. En Atenas, Heródoto documentaba para sus compatriotas la increíble variedad del género humano, hasta que Platón, en boca de Sócrates, decretó que esa fascinación por lo plural era ilegítima, y que la esencia humana era única, conforme a un patrón divino, no precisamente democrático. Desde entonces —dejando de lado a Aristóteles y los escépticos, entre otros—, la Filosofía ha sido dogmática en el doble y desagradable sentido de afirmar verdades incuestionables e imponerlas por la fuerza. Es cierto que el cristianismo, en su tarea de homogeneización, fue mucho más represivo que la Filosofía, pero no debemos olvidar el gesto de desprecio con el que el sabio estoico trataba a aquellos a los que consideraba gente vulgar, prisionera de sus pasiones. En este sentido, lo que hizo el culto palestino fue sacar la actividad teórica del mundo; ya no es Zenón de Citio quien nos convence de su verdad, sino un dios ultramundano quien la impone, y con un ser eterno, omnisciente y del que depende tu destino tras la muerte, queda claro que no hay lugar para la discusión…

Así, la deriva misionera de la Filosofía es tan esencial y congénita como la cristiana, en parte porque la cristiana se apoya en la Filosofía elevando la apuesta. Quien se arroga la verdad definitiva difícilmente tendrá compasión por los equivocados. Tres ejemplos tomados al azar: el obispo George Berkeley, el único filósofo que creyó haber derrotado a la materia en favor del espíritu, quiso fundar un colegio en las Islas Bermudas; Plotino, en sus últimos años, acogió en su casa a numerosos huérfanos, a quienes, supongo, no solo alimentaba, sino también adoctrinaba; y, retrocediendo aún más en el tiempo, la mismísima Academia de Platón, según cuenta Mario Vegetti, produjo principalmente políticos y tiranos que legislaron en otras ciudades, como ya había hecho antes el pitagorismo. Hoy en día, la situación parece diferente en el «cómo», pero no en el «qué». Una multitud de autodenominados “filósofos” se postulan en los medios para cambiar la vida de las personas, como siempre se ha pretendido. Sin embargo, ahora lo hacen con suavidad, ya que la «verdad absoluta» ha sufrido una gran devaluación. Son como esos vendedores puerta a puerta o como los Testigos de Jehová, con igual y nula formación cultural. Vienen a salvarte de ti mismo, enseñándote una meliflua manera de sanar tus sentimientos heridos. ¿Es eso Filosofía, alguna vez lo ha sido? Pues hay que reconocer que sí, en el período helenístico. No obstante, cualquiera de los grandes nombres del helenismo era un titán en comparación con estos personajes que te venden la vida lenta y reflexiva, el alejamiento de las redes sociales, la vuelta a la naturaleza, la meditación trascendental y el amor al prójimo (¿pero cómo, si me aparto de las redes sociales?). No es que sean más o menos tontos, eso es irrelevante —es un error garrafal pensar que la Filosofía es una cuestión de inteligencia; cualquier ingeniero es más inteligente—, lo que son es cualquier cosa menos filósofos.

La prueba de ello es que todos, sin excepción, repudian lo abstracto, lo cual es una manera de decir claramente que no han estudiado en su vida y que son unos impostores. Lo que te van a susurrar al oído es que no es necesario saber nada, lo que importa es sentir… Y eso sí que no tiene precedentes en la Historia de la Filosofía Occidental, ni siquiera entre los románticos que despreciaban la “puta razón” (sic, Johann Georg Hamman). Hoy mismo, 17 de agosto del siglo XXI, en El País, se publica un titular que dice: «Mindfulness para niños: claves para enseñar a tu hijo a ser feliz». Si un niño no es ya feliz sintiéndose querido y cuidado, el problema eres tú, no una terapia ridícula que, al poner el énfasis en el presente, logrará que suspenda todos los exámenes del futuro. Al contrario, si llevas al niño a un curso peculiar por el que además tienes que pagar, lo que sentirá es que algo anda mal en su vida, ya que sus padres lo ven así. Efecto llamada: si voy a un curso para raritos, tendré que ser como ellos. Otro ejemplo de hoy mismo, Telva, revista muy leída, para que no se diga que nadie la lee: «Arthur Brooks, experto en felicidad de Harvard: ‘Las personas felices dicen lo que quieren, no lo que sienten'». Resulta que en Harvard, nada menos, forman a “expertos en felicidad” que dan consejos dignos de Belén Esteban, a quien respetamos mucho, pero que nunca estuvo en Harvard. Este Brooks ha ideado una anti-ayuda nueva, a la que llama “metacognición”, pero es que también resulta que los artículos de Telva dedicados a la fórmula de la felicidad se cuentan por miles, y siempre lanzan una propuesta distinta, ninguna de ellas digna del enorme legado de Kant, Hegel o Heidegger, ni siquiera del estoicismo.

Hegel es muy abstracto, claro, pero escribió la Fenomenología del Espíritu cuando era un pelagatos sin oficio ni beneficio, y su éxito fue tal que se convirtió en el primer filósofo de Alemania. Los lectores comprendieron la grandeza de ese libro porque nadie les dijo “no seamos abstractos, te lo voy a hacer suavecito por ser tu primera vez”; no hay dulzura que valga, lo comprendieron porque lo estudiaron, como antes habían estudiado a Kant, Fichte y Schelling. ¿De dónde ha surgido la idea —tan extendida— de que para entender la resistencia de materiales hay que pasar cinco años de una ingeniería ardua, y para ser filósofo basta con no tener serrín en el cráneo? No lo sé ni me importa; solo sé que su promotor merece las calderas de Pedro Botero. Desde luego, la Filosofía está al alcance de todos; ya digo que no es necesariamente una cuestión de Cociente Intelectual, pero hay que estudiarla, como la Ingeniería de Caminos o una FP de Electromecánica. Y, por supuesto, una persona que no sepa ni una palabra de Filosofía puede ser moralmente superior a un filósofo; de hecho, rara vez los grandes filósofos han sido buenas personas. No hay motivo para que te sientas inferior por no haber hecho el esfuerzo de leer mil libros; yo tampoco hago el esfuerzo de correr por las mañanas y no me quejo. En realidad, esa “nada de nada” que nos venden los impostores actuales de la espiritualidad pija es mucho más abstracta que Hegel, precisamente porque es nada, porque es inaplicable y porque no es más que una vía rápida para que algunos tipos de aspecto frailuno se hagan ricos e influyentes. Como todos los que no son todavía filósofos —simplemente porque no les vale la pena el esfuerzo— intuyen que hay que despotricar de la aceleración de los tiempos, del amor líquido, de la deshumanización del hombre, del culto a lo material, de la prisa que no nos deja abrazar el instante, de la huida de los valores fundamentales y esas monsergas de toda la vida —esa «medicina para el alma» que decía Nietzsche—, comprarán a todo aquel que les diga eso mismo, o al “médico de alma” que lo haya profesionalizado, como el germanocoreano de moda en la actualidad —pero es que ya lo decía antes Erich Fromm, y antes Tolstói, y antes Savonarola, y un prolijo etcétera. Los demás, me temo, no tienen más que copiarle, pero con tecnicismos nuevos, como «metacognición»… Total, un auténtico festival de lo que el epistemólogo húngaro Imre Lakatos —que era un verdadero pensador, y por eso nadie se acuerda de él— decía: «por cuán sofisticada puede ser la trivialidad».

A diferencia de esa deriva misionera en Filosofía, a menudo servida por personas de buena voluntad, pero muchas veces por oportunistas, el viejo Immanuel Kant afirma, de un modo que considero definitivo, en El conflicto de las facultades:

«Tiene que existir entre la comunidad de doctos de la universidad una facultad que, en lo que respecta a la enseñanza, sea independiente de las órdenes del gobierno, que tenga la libertad de juzgarlo todo, aunque no de dar órdenes, que tenga algo que decir del interés científico, es decir, de la verdad, donde la razón tenga el derecho de explicarse en público.»

O, en un texto justamente célebre, pero célebre si estudias, no si paseas por la Sierra:

«Por uso público de la propia razón entiendo aquél que cualquiera puede hacer, como alguien docto, ante todo ese público que configura el universo de los lectores.»

El filósofo, en tanto filósofo, actúa con la pluma, no con la espada ni con performances pedagógicas o políticas. Naturalmente, como persona o ciudadano, puede —y a menudo debe— defender con su fuerza lo que previamente ha elaborado según la razón, pero esa no es su función social. Aún más, en el primer capítulo de la Doctrina Trascendental del Método de la Crítica de la Razón Pura, Kant dice:

«De esta libertad forma parte también la de exponer al juicio público, sin ser por eso acusado de ser un ciudadano revoltoso y peligroso, los propios pensamientos, [y] las propias dudas que uno no puede resolver por sí mismo. Esto reside ya en el derecho originario de la razón humana, la cual no reconoce otro juez que la misma razón humana universal, en la cual cada uno tiene su voz; y como de ésta debe venir toda mejora de la que nuestro estado sea capaz, ese derecho es sagrado, y no puede ser restringido.»

Nadie duda de que la Filosofía es, como cualquier otro saber, un intento de servir a la vida, pero eso no significa que la vida, en forma de televidentes o de masa amorfa, tenga derecho alguno a reducir a la Filosofía a su Lecho de Procusto, así como no sería escandaloso hacerlo con la Biología Molecular o la Ingeniería Industrial. No se trata de elitismo alguno, ya que toda área de conocimiento puede ser criticada, está en parte expuesta como el emperador del cuento de Hans Christian Andersen, pero no, por supuesto, desde un exterior absoluto.


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