«Hemos pasado de tener una economía de mercado a ser una sociedad de mercado»
Michael Sandel
Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre una realidad que nos atraviesa a todos, pero no por igual: en el mundo contemporáneo, los mercados ocupan un lugar central en nuestras vidas, ya que no solo determinan lo que compramos o vendemos, sino que también influyen en áreas fundamentales como la educación, la salud, la justicia e incluso las relaciones humanas. Esta «omnipresencia» nos obliga a preguntarnos: ¿deberíamos permitir que los mercados guíen todos los aspectos de nuestra vida cívica?
Este razonamiento es explicado con magistral claridad y profundidad por Michael Sandel en su disertación titulada «¿Por qué no deberíamos confiar nuestra vida cívica al mercado?», en la cual argumenta que esta tendencia erosiona los valores cívicos y democráticos, sustituyéndolos por una lógica mercantil que socava la justicia, la dignidad y la igualdad.
«Cuando los valores de mercado se infiltran en áreas de la vida que no deberían ser gobernadas por ellos, corremos el riesgo de perder algo importante: nuestra capacidad para debatir sobre el bien común».
Comencemos el análisis brindando un pequeño bosquejo del contexto epistémico de Sandel, quien plantea que, en las últimas décadas, hemos pasado de tener economías de mercado a convertirnos en sociedades de mercado, donde casi todo se encuentra disponible para venderse. Según nuestro autor, esto no solo genera desigualdad económica, sino que también corrompe los valores esenciales de cada comunidad.
«La educación no es simplemente un vehículo para el crecimiento económico individual, sino un bien público que debe fomentar la igualdad de oportunidades y la ciudadanía activa».
Para comprender en profundidad este planteo, es necesario ahondar en los ejemplos que el mismo Sandel desarrolla. En primer lugar, plantea cómo la educación se ha convertido en un bien de consumo. En muchos países, la educación privada de calidad tiene costos prohibitivos, lo que refuerza las desigualdades sociales. Universidades prestigiosas como Harvard o Stanford, en Estados Unidos, tienen tasas de matrícula extremadamente altas, accesibles solo para una élite económica, dejando a estudiantes de menores recursos con opciones limitadas.
Paralelamente, la mercantilización de la educación también se observa en la proliferación de préstamos estudiantiles, que endeudan a millones de jóvenes al tratar la formación como una inversión financiera en lugar de un derecho.
«En la Universidad de California en Berkeley, que es una universidad pública, los estudiantes de fuera del estado pagan una matrícula más alta que los estudiantes del estado. Y en algunas universidades públicas, los estudiantes de fuera del estado pueden pagar una prima para inscribirse en clases populares que de otro modo estarían llenas».
En segundo lugar, y esto lo podemos observar en casi todos los países occidentales, la conversión de la salud en un lujo para pocos. Los sistemas de salud privatizados, como el de Estados Unidos, muestran cómo el acceso a tratamientos de calidad depende directamente del poder adquisitivo de las personas. Según el informe del año 2022 de la Fundación Commonwealth, más del 40 % de los norteamericanos no puede pagar atención médica básica sin incurrir en deudas.
En contraste, podemos ver países con sistemas de salud pública sólidos, como los escandinavos, que promueven la salud como un derecho para todos sus ciudadanos, sin importar sus ingresos, evidenciando la tensión entre los valores cívicos y la lógica mercantil.
«Cuando permitimos que los mercados decidan quién tiene acceso a recursos esenciales, dejamos que la desigualdad económica determine la dignidad humana».
Un último ejemplo lo encontramos en la relación entre el concepto de democracia y el ejercicio del poder político. Bien sabemos que, en la política postmoderna, el dinero juega un papel fundamental: las campañas electorales dependen de donaciones privadas, lo que otorga a los grandes capitales una influencia desproporcionada sobre las políticas públicas.
En este aspecto particular, Sandel critica cómo el financiamiento privado crea una democracia esencialmente desigual, en la que las voces de quienes no tienen recursos para el cabildeo quedan marginadas frente a los intereses de corporaciones y élites económicas. Bajo esta lógica, ningún trabajador común podría llegar a ocupar lugares de poder si no se «moja» con los financistas de la política.
«La idea de que el mercado puede distribuir de manera justa los recursos y las oportunidades es una falacia. Cuando el dinero puede comprar acceso y poder político, la democracia se ve comprometida».
Como pueden apreciar, amigos míos, el problema no es solo la desigualdad que los mercados generan, sino el daño moral que causan al mercantilizar aspectos de la vida cotidiana que deberían estar regidos por valores cívicos; es decir, una moral y una ética compartidas por todos los habitantes de una nación, ricos y pobres, en pos de la equidad, la solidaridad y el bien común. Sin embargo, estos valores, aunque fundamentales, no resultan tan rentables como la exclusión y la eliminación sistemática de posibilidades para una gran mayoría.
«Uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo es decidir dónde pertenecen los mercados y dónde no. No todo debe estar en venta».
En términos filosóficos, el planteo que Sandel nos trae resuena bastante con el concepto de alienación de Karl Marx, quien advirtió que el capitalismo transforma todas las relaciones humanas en relaciones de intercambio. En este sentido, no debemos olvidar que Marx alertó sobre cómo el mercado deshumaniza a las personas, convirtiéndolas en meras mercancías. Por ello, podemos darnos cuenta de que este proceso no solo afecta la economía, sino también la capacidad de los individuos para relacionarse de manera auténtica y solidaria.
Por su parte, Hannah Arendt también nos recuerda cuán importante es la esfera pública como espacio de deliberación y acción colectiva (y no como una oportunidad espuria para fundar negocios para amigos del partido de turno). Para Arendt, la privatización de lo público a través de la lógica mercantil amenaza la esencia misma de la política y del compromiso cívico, reduciendo a los ciudadanos a meros consumidores cuyo poder de participación en el destino de cada comunidad depende de sus ingresos.
«Cuando el dinero puede comprar el acceso a los políticos, deja de ser un medio de intercambio y se convierte en un medio de influencia».
En contraste con lo previamente descrito, tenemos a John Stuart Mill, quien defendía la libertad individual, pero reconocía que esta debía equilibrarse con el bienestar colectivo. Pues bien, Sandel retoma esta idea al señalar que permitir que los mercados dominen todos los aspectos cívicos socava ese equilibrio, favoreciendo a unos pocos a expensas de la mayoría. ¿Les suena conocida esa canción?
Volviendo a nuestra situación actual, es preciso afirmar que la influencia de los mercados en la vida cotidiana es innegable. La privatización de los servicios esenciales, como la educación y la salud, no ha hecho otra cosa que reforzar las desigualdades sociales preexistentes. Ya lo dijimos previamente, pero tal vez sea necesario repetirlo: el acceso a una educación de calidad o a tratamientos médicos complejos depende cada vez más de la capacidad económica, relegando a un segundo plano el derecho universal a estas necesidades básicas.
Complementariamente, no podemos dejar de lado el impacto de las redes sociales, cuyo modelo de negocio basado en datos personales mercantiliza nuestras relaciones y comportamientos, fomentando la polarización y el aislamiento de las personas. Este fenómeno no hace otra cosa que reforzar lo que Sandel llama «la erosión de lo cívico», ya que las plataformas priorizan el lucro sobre el verdadero diálogo y la cohesión social.
Como habrán podido apreciar, queridos lectores, queda claro que la mercantilización de la vida cívica no solo genera desigualdad económica, sino que también pone en peligro los valores que sostienen una sociedad justa, equitativa, honesta y solidaria. Tal como señala Sandel, sería fantástico que nos replanteáramos qué aspectos de nuestras vidas queremos que estén regidos por la lógica del mercado y cuáles deben protegerse como bienes comunes para todos por igual.
«Reaprender a debatir sobre el bien común es el primer paso para recuperar la integridad de nuestras instituciones públicas».
En definitiva, el desafío está en la recuperación del valor de lo público y lo cívico como eje fundamental de una política menos corrupta, que apunte a construir un futuro más equitativo y humano. Esto implicaría reforzar instituciones que prioricen el bien común y fomentar una cultura que valore la justicia, la solidaridad y la participación política por encima del beneficio económico. Lo sé, parece una utopía, o tal vez lo sea, pero, aunque el desafío es grande, la posibilidad de cambio real radica en nuestra capacidad colectiva para reimaginar una sociedad donde los mercados sean herramientas para el bienestar y no los dueños de la totalidad de nuestra vida cívica.