En cada red social nos representamos de un modo diferente, y en muchos casos, con un cambio radical de discurso dependiendo del grado de aceptación, la elección de los contactos y la dinámica de cada plataforma. Así, construimos un perfil que transmita seriedad en LinkedIn, un discurso crítico o agresivo tras el anonimato de un avatar en Twitter, y uno más sexualizado o positivo en las imágenes de Instagram.
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De la misma manera que una crisis en China puede hacernos perder el trabajo en Nueva York, las relaciones sociales ya no dependen exclusivamente del contacto y el espacio físico, y nos vemos afectados por imágenes, reacciones y comentarios enviados directamente a nuestro feed desde cualquier parte del planeta.
Sin embargo, frente a esta multitud de relaciones interpersonales, el individuo se muestra en la figura del «protagonista solitario», o bien se refugia en pequeños colectivos donde comparte intereses comunes, pero siempre desde la distancia. Son comunidades de individuos interconectados pero aislados. Este estar pendiente de nuestras conexiones digitales junto a la sensación de seguridad, hace que descuidemos los modos físicos de relacionarnos, así como la utilización de la pantalla como medio de protección en la confrontación edulcorada hoy a través de mensajes de texto, gifs y emojis. Decía Debord que tanto el automóvil como la televisión eran «armas para el reforzamiento constante de las condiciones de asilamiento de las “muchedumbres solitarias”» [1]. Hoy tendríamos que añadir que estas muchedumbres solitarias están aisladas en su interconectividad. Es decir, que nos reúnen en cuanto separados. Somos nosotros los individuos activos y aislados en nuestros dispositivos frente al dinamismo de los no-vivos que en su pasiva «motilidad» usamos como máscaras autómatas y emancipadas.
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Hay un desinterés por la vida real donde existe un mayor riesgo y grado de responsabilidad. Si algo o alguien no nos gusta, nos vale con bloquear o suprimir a esa persona de nuestros contactos. Este reducido nivel de compromiso es considerado por el individuo como una garantía para ejercer sus libertades frente a las responsabilidades exigidas por las comunidades reales que, según Bauman, ofrecerían relaciones más seguras a cambio de mayores compromisos[2]. Es esta «sociedad líquida»[3] acuñada por Bauman por su inestabilidad cambiante a la que le sigue el cansancio al que se refería Byung al hablar de la falta del «ser donde surge el nerviosismo y la intranquilidad»[4].
En cada red social nos representamos de un modo diferente y en muchos casos, con un cambio radical de discurso dependiendo del grado de aceptación, la elección de los contactos y la dinámica de cada plataforma. Así, construimos un perfil que transmita seriedad en LinkedIn, un discursos crítico o agresivo tras el anonimato de un avatar en Twitter, y uno más sexualizado o positivo en las imágenes de Instagram. No es aquí nuestro sujeto contemporáneo un actor que interprete un personaje, sino que «se representa a sí mismo frente al mecanismo»[5] despojándose de su aura, exiliado de su propia persona cual actor de cine benjaminiano. El hombre es aquí, mediante su representación y popularización, un «ser mutilado en su popularización». [6]
Notas
[1] DEBORD, G., La Sociedad del espectáculo, 7.
[2] «En términos de seguridad, las comunidades tradicionales baten a las redes por goleada. En términos de libertad, se da el resultado contrario (después de todo, sólo necesitamos darle a la tecla «suprimir» o decidir dejar de contestar a los mensajes para librarnos de las interferencias)». ZYGMUNT BAUMAN & DAVID LYON, Vigilancia líquida, (Barcelona, Ed. Paidós, 2013), 41.
[3] BAUMAN, Z. & LYON D., Vigilancia líquida.
[4] BYUNG-CHUL HAN, La sociedad del cansancio, (Barcelona, Herder Editorial, 2ª Edición, 2017), 44.
[5] BENJAMIN, W., Discursos interrumpidos, 35.
[6] «Un hombre no cabe en un busto de piedra, ni en una biografía, ni en una foto. Popularizarse es mutilarse». FRANCISCO UMBRAL, Retrato de un joven malvado, (Barcelona, Editorial Destino, 1975), 301.