Yo no hablo de venganzas ni perdones,
El olvido es la única venganza y el único perdón.
Jorge Luis Borges
Si algo aprendimos de Jean-Paul Sartre es que te descubres a ti mismo siendo un verdadero escritor cuando es otro el que te sirve los cafés.
Ese no fue, en cambio, el caso de Cormac McCarthy, que tuvo unos inicios más bien duros y precarizados en la tierra de los libres y los valientes. No le vino mal, a decir verdad, porque acerca de esa dureza y esas dificultades trata precisamente su narrativa, en un curso sinuoso, como el Mississippi, que va de Mark Twain, Nathaniel Hawthorne y Herman Melville a John Steinbeck, William Faulkner y Ernest Hemingway.
Tal vez el primer Paul Auster, el de La música del azar, Vértigo o Leviatán pudiera ser incluido en esta suerte de existencialismo norteamericano, un territorio imaginario realmente tierravirginista y en el cual se diría que hace siglos que tuvo lugar el cambio climático. Especialmente en Leviatán, Auster realizaba una idealización de la anarquía como la otra cara de la minarquía que está en la médula espinal más irrenunciable de tipos como Donald Trump. Pero Auster, en mi opinión, es la mitad de escritor que Cormac McCarthy, fallecido ayer, además de repetirse más que el ajo.
Creo que se debe a que McCarthy es faulkneriano, mientras que Auster es más de la escuela del absurdo beckettiano, tal como puede entreverse en su compilación de ensayos Pista de despegue (Anagrama bolsillo). Meridiano de sangre es un intento, si yo no me equivoco, de ser más faulkneriano que Faulkner, doblando la apuesta en nombre de la brutalidad y el salvajismo ya desde el título (los títulos de Bill solían ser brevilocuentes y apenas delataban lo que escondían). Al igual que Platón dijera de Diógenes de Sinope que era una suerte de Sócrates enloquecido, en ocasiones, McCarthy era o trató de ser un Faulkner enloquecido. De hecho, el editor en Ramdom de Bill, Albert Erskine, fue editor también de los primeros títulos de McCarthy, y aunque este último siempre ha dicho que fue por casualidad y que era el único nombre de editorial que le sonaba, parece obvio que no se lo creía ni él. Los grandes escritores tienes sus vanidades, muy a menudo desmesuradas.
Es curioso que venga a morírsenos Cormac McCarthy en estos tiempos nuestros de lo que algunos denominan “pielfinismo”. Si hasta a algunos editores británicos avariciosos puede pasárseles por la cabeza retocar los textos de Roald Dahl para darles un tamiz políticamente correcto, imaginad lo poco que encajaba McCarthy en los tiempos presentes. Somos más, ahora, descendientes del novelista norteamericano suave y místico de aquellos años de la Gran Depresión, Thomas Wolfe. Ese espíritu, el de Wolfe, me parece que también lo cultivó McCarthy en la trilogía de Todos los hermosos caballos, pero como no la he leído, y sólo he visto el pastelón de película que le hicieron, no podría asegurarlo. Lo que tampoco sé es si de cara al futuro vamos a necesitar más a visionarios de espíritu jipi o al implacable autor de La carretera o No es país para viejos.
Sea como fuere, él se lo va a perder…