Espíritu colectivo.– Un buen escritor no tiene solamente su propio espíritu, sino también el de sus amigos.
Humano, demasiado humano, 180, Friedrich Nietzsche
O yo lo he entendido mal, o en el artículo Setenta expertas sufragistas andan sueltas por la ciudad, publicado en alguna de las muchas revistas neoyorkinas de los años diez del pasado siglo, una jovencísima Djuna Barnes vio el feminismo como un movimiento que le merecía más desdén y glosa chocarrera que respeto y apoyo.
El texto lo tenéis publicado en castellano en la compilación Mi Nueva York, 1913-1919, editado por Elba, que es todo entero una delicia de reporterismo flâneuse, mordaz y vulnerable, observador y como distraído, pero donde Barnes -sobre todo a partir de la mitad, que es cuando reúne valor y parece volar libre- saca a pasear su increíble capacidad para hilar imágenes sorprendentes e inéditas como un mago palomas de su chistera, sólo que esta clase específica de palomas no las había visto nunca nadie antes que ella.
Voy a soltar una herejía tremenda y anticanónica, por la que quizá merezca ser expulsado de la sinagoga (Djuna menciona de pasada alguna vez a Spinoza, de modo ni mucho ni poco reverente) de los hombres de letras sin lectores: ella es, muy a menudo, mucho más creativa e impredecible que su amigo y maestro, Joyce. Ya está dicho.
El caso es que no conozco el motivo del escaso interés de Djuna Barnes por el sufragismo, supongo que era algo demasiado político para una esteta, o tal vez demasiado conyugal para una lesbiana. Pero lo que sí que es cierto es que cuando ella tuvo que decir algo acerca de la situación de las mujeres, diez años después y en petit comitté, lo que salió de su pluma fue una jodida maravilla, con perdón.
Se titula El almanaque de las mujeres, y esta vez las valientes que lo han traducido y publicado en castellano pertenecen a la editorial Otras Voces.
Aguas muertas de la crónica proustiana, espigas de las costas de Mitelene, fulgores de sus novicias, de sus “santas” y “sacerdotisas” en levitación, y esa aptitud y esa ligereza para el juego y el trueque con lo “otro” del misterio, la anomalía que lleva el nombre oculto. Que, enfrentado, devora su nombre. Estaría bien honrar lentamente a la criatura, para mejor comprenderla (Barnes, p. 11).
El almanaque… no es novela, ni apólogo, ni reportaje ni ensayo. De ser algo, sería prosa poética, pero tampoco, porque no está dirigido a un gran público, sino que es un juego textual culto entre un grupo de amigas a las que gustaba enrollarse entre ellas, en todos los sentidos posibles del verbo.
Eso es algo que ya ha había sucedido en muchas ocasiones en la historia, algunas ilustres (los círculos de mujeres que en el Barroco rechazaron el amor romántico, a su manera las “preciosas” de las que se burló después Molière, las confidencias y los cuidados de los que nunca sabremos nada entre las mujeres de los harenes, la amistad clandestina entre las esposas de la corte china medieval…), y la inmensa mayoría de ellas desconocidas, pero nunca con un acento tan marcada y alegremente sáfico como en ella misma, la pionera de Lesbos, y en este extraño librito de Barnes.
No hay, en El almanaque de las mujeres de 1928, vergüenza alguna que tapar ante las eventuales lectoras, como tampoco hay apenas lamento o denigración del varón o de lo que hoy denominamos, sin buscar belleza alguna en los términos, heteropatriarcado cisnormativo. Si acaso, en el mes de mayo de este almanaque de presentación retro -pues se pretende tardomedival, rabelesiano, y lo consigue- comienza una cierta guerra más bien lírica que cesa y remite allá por noviembre. Pero es descripción dolorida y triste, intensamente hermosa, no una acusación ni una recriminación a nadie en particular ni a miembros de colectivo alguno. A Djuna Barnes le ocurría eso más bien paradójico durante los llamados felices veinte, que por un lado gustaba del feminismo -en un poema de este libro le vaticina un largo futuro-, pero por otro no le llamaba la atención en absoluto su dimensión sociológica.
El almanaque es un texto difícil, como todos los de Barnes, pero lo es porque ella planteaba siempre la escritura como el recitar enigmático de las sibilas, o esa es mi impresión, y cuando te expresas desde la perspectiva de los dioses, siempre confusa y embrujadora para los hombres, resulta muy difícil ponerte a repartir leña contra personas o entidades concretas. Ahora, en el s. XXI, lo hacemos justamente al revés, y las reivindicaciones de la sensibilidad silenciada de las mujeres se nos dan en un lenguaje que se quiere científico, pero Djuna Barnes parece que pensara como Zaratustra cuando decía aquello tan eufórico de para qué perder el tiempo en explicar, si lo podrías mejor cantar…
Intenté todos los medios, matemáticos, poéticos, estadísticos y razonables, para llegar al corazón de este desorden llamado chicas, ¡chicas! Y en ninguna parte pude descubrir de donde saco la mujer esta prerrogativa que la convierte en la hábil obrera que prodiga la única beatitud. ¿Quién le dio las instrucciones, la sagacidad y la vileza necesarias? ¿Dónde, y en qué cámara oscura, fue el árbol cortado de tal modo de la vida que la rama se volvió a la rama e hizo de los tallos un jardín de éxtasis? (Barnes, p. 20)
Así, El almanaque de las mujeres es sin duda una reflexión filosófica profunda, excepcionalmente profunda, y no solo un libro cómico o paródico como se nos hace creer por ahí, pero se trata de una reflexión cantada, no explicada. Es como si Djuna hubiera arrojado una amplia pieza de seda sobre sus amigas cómplices para ocultar los detalles de sus relaciones e identidad, pero la tela, al caer sobre ellas, dibujara una orografía tanto más interesante y poética como que está compuesta de picos y valles que solicitan ser adivinados más que investigados.
No obstante, sabemos que el personaje principal del cuento está basado en Natalie Clifford Barney, quien dirigía uno de los tres salones literarios más prominentes de París antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Conocida como “la Amazona”, Barney decía admirar la poesía de Safo y practicaba el proselitismo lésbico. En su Salón, sus pupilas se leían unas a otras lo que habían escrito, y por lo que cuenta Barnes las cosas nunca acababan ahí. Además, Barney creó una apócrifa Acádemie des Femmes, en protesta por la Acádemie Francaise, institución exclusivamente masculina que se negó reiteradamente a exhibir un cuadro pintado por una mujer hasta el año 1974 –que es el año, para que os hagáis una idea de lo rancio del asunto, del Watergate.
Solo porque la mujer de hoy se rinde ante la mujer, ¿significa eso tal vez que no hacemos caso de la moral? ¿Qué ha hecho Inglaterra para legalizar estas pasiones? ¡nada! ¿no debería acaso dedicarse a la tarea? ¿no se ha visto nunca entre sus brumas a dos queridas palomas aparearse luciendo lazos nupciales, y encaminarse con majestuoso esplendor por la nave hacia el altar, para unirse allí en virtud a su semejanza, jurándose mutuamente amor, respeto y obediencia, mientras una y otra buscan, temerarias y hermosas, los idénticos anillos de oro que harán de una la esposa y de otra la casada? ¡Por desgracia, que yo sepa, jamás se ha visto a ninguna de estas parejas en un lecho conyugal, entrelazadas con sus mejores cintas, senos con senos, trenzas con trenzas, regazo con regazo, bajo un dosel de batista! Pero desde el comienzo de esta alianza, comparten el mismo lecho, alejadas del casamiento, y se levantan cada mañana sin que la iglesia o algún certificado les asegure una protección. ¡Han fornicado con tan idéntica culpa que a las trompetas del juicio final responderán en trémulo tándem! (Barnes, p. 27)
Una palabra que se repite con alguna frecuencia en El almanaque es “misterio”. Si el amor entre mujeres, o lo que las mujeres pueden dar y los varones no saben apreciar es un misterio, Barnes lo cerca de palabras, lo ronda y lo cita como el torero al toro, pero lo deja subsistir como tal misterio. Esa es seguramente lo que diferencia la aproximación de Barnes al homoerotismo de otras escritoras posteriores –a Virginia Woolf, por cierto, le daban bastante vergüenza sus escarceos lésbicos, y por eso llegó hasta a destruir toda su correspondencia con Violet Dickinson-: ella no hace teoría, ni relata detalles escabrosos, ella te pone delante esta barbaridad oracular y deja que te arregles con ella como mejor sepas o puedas:
Las mujeres están casi de este lado, de la contemplación, su amor posee la intensidad de una tensión perdida. Los hombres son demasiado prematuros, las mujeres demasiado tardías, y la religión demasiado tarde para la religión. El amor en el hombre es miedo del miedo. El amor en la mujer es esperanza sin esperanza. El hombre teme todo lo que puede ser arrebatado; el amor de la mujer también abriga este temor, pero se acuesta a su lado. El amor del hombre armoniza con la naturaleza. El de la mujer es un beso en el espejo. Es un Adiós al creador, pero sin perturbarle, es la ternura suprema hacia el olvido, la batalla después de la retirada, el desafío una vez rota la espada. Si, golpea con fuerza en el corazón. Por eso ella entrega su cuerpo a esta música que es el salmo, y de la que no quedan rastros (p. 33).
Yo no sé si esto es, o fue, modernismo literario, del que luego apadrinó el pope Eliot en El bosque de la noche (una novela, o lo que sea, tan perturbadora que si la has concebido tú luego te pasas cuarenta años encerrada como una ermitaña en un apartamento del Greenwich Village; tú, que de chica habías sido la Coney Island baby…), pero me da exactamente igual. Piénsese en una canción, esas canciones tan simbolistas que empezó a escribir Bob Dylan y que luego se han imitado tanto, cuyas letras no comprendemos del todo, pero sabemos que en gran parte tienen razón, que utilizan las palabras correctas aún en una nebulosa de sentido. Djuna Barnes hacía eso mucho mejor a como se hizo después, en mi opinión, e incluso cuando escribía una declaración de amor real o ficticia entre mujeres como no se había hecho desde el s. VI antes de Cristo, ¡¡26 siglos antes!!, esto es lo que escribía para sus amigas:
Tal vez me burlé en el pasado, tal vez me burlaré en el futuro, u hoy mismo; puede que este malgastando las horas al escribirte esto ahora, pero debes saber que, aunque vaya a recoger afuera las deliciosas margaritas, aunque me hunda, la cabeza primero, en los muchos campos de perejil, o entre en secretos con las grandes damas de alto rango o con las pequeñas de cuna humilde, aunque apriete contra mi pecho a la flor misma de las mujeres, o me incline impaciente sobre un alma afligida, sin que quede espacio para el aliento entre su boca y la mía, o me hamaque con mis piernas unidas a las suyas para devolverle el alma, no digas nunca que no te adoro, que no eres para mí la única, mi preferida (Barnes, p. 57).
Tales amigas eran también rivales, y a veces muy odiadas, pero compartían el secreto de su cenáculo celeste, esa “Grecia francesa” que se reservaba el derecho de admisión y que Djuna Barnes pintó con paleta renacentista. Como tal Renacimiento se debía sentir, más que como un anuncio del porvenir (la locución “adelantada a su tiempo” que se aplica a Barnes es absurda y narcisista, puesto que quien la emplea entiende que la otra no es más que una precursora de quien la cuelga esa medalla, la cual, ella sí, está por fin en la posición más alta y definitiva desde la que se abarca toda la cuestión). No hacemos más que lo que ya habrá sido hecho una infinidad de veces, y, como cada una de esas veces, ni ocultándolo ni anunciándolo a los cuatro vientos[1].
Lean El almanaque de las mujeres, editorial Otras Voces, puesto que…
De algunas dicen que no pueden hacer, tener, ser, pensar, actuar, obtener, dar, ir o venir sin equivocarse. De otras, que no pueden hacer, tener, ser, pensar, actuar, obtener, dar, ir o venir sino equivocándose. Las demás se ubican entre dos banquetes y dice que pueden, pero en realidad no pueden, que tienen y sin embargo no tienen, que piensan pero en verdad no piensan, que dan pero en realidad toman, que tienen razón y que están equivocadas, que, en rigor, oscilan entre dos situaciones igual que el badajo de una campana que, debemos aceptarlo, no está en ninguna parte, ni en el centro ni en los costados, por eso lo que se mueve continuamente porque no soporta demasiado tiempo la misma posición no conoce la maldición o la transfiguración. Esta es la razón, tal vez, que ha hecho a las mujeres demasiado sutiles para el infierno y demasiado impetuosas para el cielo (Barnes, p. 62).
[1] El profeta cava con manos de hierro
En las inestables arenas del desierto.
El insecto vuelve a su larva;
Retorna a la semilla la rosa trepadora
Como humo hasta la vacía garganta de Moisés,
Irrumpen todas las palabras que dijo.
El cuchillo de Caín retira la estocada;
Abel se levanta del polvo.
Pilatos no puede encontrar su lengua;
Desnudo está el árbol del que Judas colgó.
Lucifer clama desde la tierra;
Cristo cae a su muerte.
A Adán vuelve la fastidiosa costilla;
Una criatura solloza en su flanco.
La extensión del Edén es espesa y verde;
El bosque se agita, no se ve una bestia.
Desencadenado, el sol, con rabiosa sed,
Alimenta al último día con el primero.