Padecemos una concepción del tiempo que no nos merecemos. Se trata de toda una metafísica del transcurrir temporal que procede del cristianismo y que, al margen de que nos declaremos creyentes o ateos, viene con nosotros como una marca de nacimiento en el cuerpo de un bebé.
Quien mejor la ha versificado en castellano ha sido ese cristiano-estoico genial (o estoico-cristiano, como se quiera) que fue Francisco de Quevedo, en los dos últimos tercetos de uno de sus sonetos, así llamados, precisamente, “metafísicos”:
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.
En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
O, también, en el siguiente, más enfático y dinámico, que transcribo completo:
Fue sueño ayer, mañana será tierra:
poco antes nada, y poco después humo;
y destino ambiciones y presumo,
apenas punto al cerco que me cierra.
Breve combate de importuna guerra,
en mi defensa soy peligro sumo:
y mientras con mis armas me consumo,
menos me hospeda el cuerpo, que me entierra.
Ya no es ayer, mañana no ha llegado,
hoy pasa y es, y fue, con movimiento
que a la muerte me lleva despeñado.
Azadas son la hora y el momento,
que a jornal de mi pena y mi cuidado,
cavan en mi vivir mi monumento.
El cristianismo es más que una religión, nos guste o no. Es también una cultura, una política, una moral y, desde luego, una filosofía. Podemos rechazar la religión y seguir asumiendo inconscientemente la cultura, la política, la moral y la filosofía.
Esa filosofía es una filosofía parasitaria de la griega, naturalmente, puesto que en la Biblia no hay filosofía alguna, pero parasitada con tal arte que toda ella queda enteramente deformada al servicio de la religión, o de la teología.
En lo que se refiere al tiempo, Quevedo nos da la clave: tiempo entendido como tiempo de esta vida, de este mundo, frente al tiempo de la eternidad; la eternidad celeste consiste en un presente inmóvil, quieto, mientras que el tiempo de la Creación se escapa, se nos escurre, huye. Tempus fugit. Quevedo, además, lo poetiza como sufrimiento y pérdida. Nacemos, y ya estamos muriendo, vivimos y ya han quedado aniquiladas las vivencias anteriores, hoy pasa, y es, y fue, con movimiento, que a la muerte nos lleva despeñados. El futuro es un no-ser, también el pasado, y el presente relampaguea durante un instante que está siendo ya destruido en el momento de ser mencionado. Por eso el Fausto de Goethe, por su parte, decía aquello de “¡Detente, instante! Eres tan bello…”
Sin embargo, no hay por qué verlo así, y, sobre todo, no hay por qué vivirlo así. Antes del cristianismo, la cultura grecolatina tenía otra percepción del tiempo, y eso afectaba a todas las esferas de la conducta del hombre.
Quien mejor problematizo el tiempo de una manera pre-cristiana fue Aristóteles, en el libro IV de la Física, que trataré de exponer a mi manera. Allí, en efecto, el Filósofo reconocía que resulta muy difícil pensar el tiempo “en sí”, como componente de la realidad fuera de nosotros. Sin duda, hay tiempo, pero no se deja capturar fácilmente por nuestro discurso. Porque ocurre lo que indicaba Quevedo: futuro y pasado parecen no-ser, y el presente se muestra en sí inasible. Cuando lo digo, ya se ha ido. Y tampoco queda claro que el presente consista en un instante puntual de una serie de instantes anteriores y posteriores, puesto que habría que aceptar, entonces, que esa serie existe ya entera, siendo como es infinita, lo cual implica dos aporías. Primera, que tal serie constituiría un infinito “en acto”, que es tal y como la pensó Isaac Newton muchos siglos después, y no tiene sentido para Aristóteles decir que podemos estar ante un infinito completo, porque si es completo, no es infinito, todavía se le puede añadir algo más que aún no está ahí. Y, segundo, porque aunque tuviésemos esa serie infinita del tiempo “en acto”, el tiempo no sería todavía eso, sino que sería, más bien, el paso de un instante a otro, por tanto, el movimiento, el flujo del tiempo. Pero el flujo del tiempo no puede ser explicado recurriendo al propio tiempo, es decir, no es de recibo la afirmación que sentase que “el tiempo es el que mueve al tiempo”, o “la sucesión de los “ahoras” es el tiempo”, ya que el concepto de “sucesión” sigue sin ser propiamente explicado y no es más que un sinónimo encubierto del propio tiempo.
De manera que Aristóteles concluye que el tiempo no puede ser definido por el tiempo, lo cual es una petición de principio, pero tampoco puede hablarse de una multiplicidad de tiempos locales, a la manera de la teoría de la relatividad de Einstein, para la cual la simultaneidad no es objetiva, sino que depende de la posición y velocidad del observador.
El universo einsteiniano, en efecto, contempla bloques de espacio-tiempo, pero no un tiempo general para todos los sucesos del cosmos, y por esa razón se ha podido hablar en la Física actual de un tiempo reversible, e incluso de «viajes en el tiempo», dado que en cierta forma el tiempo es geométrico, y un observador todopoderoso, al estilo del Doctor Manhattan de Watchmen, sería capaz de hacer simultáneos un acontecimiento futuro y uno pasado como dos caras de un mismo poliedro. En cambio, Aristóteles quería pensar un tiempo que “está en todas partes igual”, que transcurre para todos los sucesos igual, y entendía que un suceso es siempre un cierto cambio, de la clase que sea. Pues bien, señala Aristóteles que el tiempo no puede depender de este o aquel cambio particular, a la manera de Einstein, pero que tampoco hay tiempo sin cambios, sin movimientos, a diferencia de cómo lo piensa Newton y la mecánica clásica. Algo ocurre, algo cambia en una cosa o en un estado de la naturaleza, y entonces podemos hablar de un “antes y un después”: antes fulano estaba de pie y ahora está sentado, antes ese tomate era verde y ahora es rojo, antes el perro estaba a un metro y ahora está a dos metros, etc. El tiempo es, pues, dice Aristóteles, “algo” del cambio, una dimensión del cambio, diríamos nosotros. No el cambio mismo, sino un aspecto suyo, concretamente aquel que se refiere a su medida respecto al antes y el después. ¿Y quién o qué es el que mide, entonces?
Aristóteles responde, en un primer momento, que la mente, la psyché, pero admite que ésta, en sus propias palabras, es una “cuestión embarazosa”. Resulta embarazoso afirmar que la mente es la que introduce el tiempo, porque parece querer decirse que sin mente no hay tiempo, un poco al estilo de la relatividad de Einstein. Y no es exactamente así, entiende Aristóteles, puesto que los cambios que acaecen en la naturaleza son reales, y nacen de la propia naturaleza, sin intervención de mente alguna. Que fulano tome asiento, que el tomate madure o el perro se desplace no tiene nada que ver con la intervención de una mente observadora. Los tomates suelen madurar cuanto nadie los mira o los piensa, afortunadamente. Cuando la mente percibe un cambio lo hace de un cambio real, pero sólo entonces percibimos también tiempo: los tomates maduran este año más rápido debido al calor, por ejemplo. Y eso que percibimos es el “número” del cambio conforme a un antes y un después, dice Aristóteles, de ahí que sepamos que este año la maduración ha sido más rápida, ya que su “número” ha sido menor que otros años. Contar el tiempo es un acto de la mente, pero a su vez depende de la dimensión “numerable” de los cambios, o sea, del hecho de que los cambios se prestan a dejarse comparar y contar, un dato que ni es enteramente objetivo ni tampoco enteramente subjetivo, puesto que acaece en la interacción mente-mundo.
Si un faraón resucitase 5000 años después y encontrase su cámara real en el interior de la pirámide completamente intacta, sin desgaste o alteración o saqueo alguno, como pretendían sus constructores, no tendría percepción ninguna del paso del tiempo, y creería que había sido enterrado en su sarcófago un instante antes, exactamente igual que los pasajeros de una nave que, por el motivo que fuese, saliesen del interior de un agujero negro en el que hubiesen pasado lo que serían un millón de años de la Tierra.
Es embarazoso, ciertamente. Por eso Aristóteles, que no es Inmanuel Kant, jamás llega a afirmar que el tiempo es una “plantilla” a priori de la conciencia a fin de percibir ordenadamente el mundo. Al contrario: el tiempo para Aristóteles es enteramente a posteriori, como hemos visto, y de ahí que, en un segundo momento, Aristóteles busque otra fuente del origen entitativo del tiempo. Esta es, dice, el movimiento por desplazamiento rotatorio de la última de las esferas supralunares, la bóveda celeste. La bóveda celeste, que desde un punto de vista geocéntrico (lo que significa para Aristóteles, por cierto, que la Tierra está en el centro del Universo, no que el centro del Universo sea la Tierra), al realizar un giro completo en un día, marca un tiempo válido para toda la redondez del cosmos. De nuevo, es un cambio real el que introduce la simultaneidad en los restantes cambios acontecidos en el interior del Universo. El tomate maduró cuando cierta constelación estaba en cierto ángulo respecto a Atenas, y al mismo tiempo Sócrates tomó asiento y el perro Argos corrió un metro. La mente de un observador pudo registrar todos esos cambios y fijar para ellos un “ahora” común, sin que ello signifique en absoluto que ese “ahora” es un punto de una recta subsistente de instantes infinitos, lo cual supondría extrapolar ilegítimamente las matemáticas a la realidad.
Como se ve, no hay nada aquí de sensación de sufrimiento o de pérdida, de tiempo que huye o de instantes que se precipitan en el no-ser, de vivencias pasadas abismadas en la nada y cosas parecidas. Sencillamente, todo en el Universo cambia constantemente a causa del movimiento de la bóveda celeste, que agita las demás esferas y éstas a su vez los elementos del mundo sublunar, y por eso nacemos, crecemos, envejecemos y morimos. Sería absurdo, desde este planteamiento que proviene de la antigüedad, sentir que el tiempo nos traiciona, o algo así. Ese tipo de discurso que primero nos dice que somos, que estamos hechos de tiempo, para luego añadir que, como el tiempo se va, como se pierde, en realidad no somos nada, es totalmente anti-antiguo y muy cristiano, aunque eso no quite para que también el antiguo entone el carpe diem o el collige, virgo, rosas, echando de menos su lozana juventud o, que si le dan a elegir, no prefiera vivir trescientos años a un media de setenta. Pero la gran diferencia moral está en que no acusa por ello al destino como culpable ni al mundo como un valle de lágrimas ni al universo como un universo de muerte.
La propia eternidad, de hecho, es móvil, contrariamente, también, a como la piensa la filosofía cristiana. Severino Boecio, que vivió en el s. VI d.C. como cristiano pero murió como pagano, definió la eternidad como la posesión perfecta y simultánea de una vida interminable, «interminabilis vitae tota simul et perfecta possesio». Esta vida, claro está, es la vida de Dios, y corresponde a la idea del tiempo congelado del mundo de la Ideas de Platón y antes del Ser de Parménides. Dios, Ser o Ideas existen en un eterno presente en el cual pasado y futuro están ya contenidos y como abrazados en un instante extático. Semejante visión, depende de quién la mire, es la de la mejor beatitud o es la de la peor pesadilla. ¿Consiste en eso, después de todo, el Cielo, un lugar donde las almas no se aburren sencillamente porque la eternidad no dura y dura, sino que se sustrae a toda duración, saltando por encima de ella como en una especie de orgasmo extático?
Yo prefiero la vida mundana, el cambio; los antiguos también. Por eso hasta los dioses habitan la naturaleza y cambian. Ese sedicente “orgasmo” supratemporal se parece demasiado a la muerte, si se piensa bien, y por eso la religión oriental lo anhela tan fervientemente. Lo llaman «Nirvana”, pero en tanto suprime todo deseo, tiempo y yo, es la imagen misma de la muerte absoluta. Aristóteles conjeturó que pudiera no haber sino tiempo de la psyché, pero se le olvidó de añadir que pudiera no haber sino psyché del tiempo. En este sentido es en el que se puede decir correctamente, humanamente, creo, que sin tiempo no somos nada, que somos nuestro tiempo de vida. La variedad, el antes y el después, es, sin duda, nuestra vida, aunque suponga también dolor y muerte, y otra vida sin tal variedad no parece muy prometedora, ciertamente. Por eso los antiguos conciben la eternidad como un ciclo, de manera que los cambios son eternos no porque se abran a un futuro incierto desde un instante huidizo que conduce a un pasado muerto (el tiempo lineal como una cremallera que se va cerrando siempre hacia delante, interminablemente…), sino que los cambios son eternos porque vuelven.
Después del dominio de la metafísica del tiempo cristiana, sólo Spinoza y Nietzsche, hasta donde yo sé, han comprendido el sentir cíclico del mundo antiguo. Nietzsche lo denominó “el Eterno Retorno de Lo Mismo”; no es tan esotérico, realmente: coge la cremallera del tiempo lineal cristiano, que recorre de la Creación al Juicio Final (o del Bing-Bang al pleno Progreso de la Humanidad) y gírala hasta cerrarse sobre sí misma. La pestañita del cierre recorre su caminito teniendo delante lo que ha dejado atrás, nada se destruye, nada se crea, todo queda abierto. Cuando realizamos una acción cualquiera no consumamos o determinamos absolutamente por ello un tiempo irreparable del que debamos sentirnos arrepentidos si no acertamos en la opción correcta, porque las oportunidades vuelven siempre. Sigue existiendo la posibilidad de la tragedia, pero nunca es una tragedia cósmica, sino individual, sea individual humana o individual divina.
Aristóteles, que era muy aficionado al teatro, a diferencia de su maestro Platón, elaboró una filosofía completamente exenta de drama. Los seres envejecen, a veces se equivocan, otras veces aciertan, al final mueren, pero no pasa nada, otros vienen a reemplazarles, y la perfección vuelve a estar a su alcance. Los quejidos de Quevedo son muy teatrales, verdaderamente, más que filosóficos. Sólo en el teatro, y no en la filosofía, se escenifica lo irrevocable, precisamente para la edificación de la ciudad, es decir, para conseguir que a la larga el número de los virtuosos sea mayor que el de los viciosos. El acto y la potencia en Aristóteles son categorías físicas y metafísicas que hay que entender verticalmente, más que horizontalmente. Algo, un cambio, emerge, sale a la luz, y lo que antes había se hunde, se oculta, cíclicamente. Lo que emerge estaba en potencia, lo que se hunde deja de estar en acto, eternamente, en un modo de eternidad que fluye, que deviene. En cambio, el cristianismo metaforiza el tiempo como un camino, siempre en horizontal. Lo que dejamos atrás nunca volverá, ha quedado sepultado en la nada irremisiblemente, los seres vivos son, como aduce Quevedo, “presentes sucesiones de difunto”. Esto sí que es terriblemente embarazoso, por dramático. Para el drama, precisamente, sugería Aristóteles “unidad de tiempo”, con el objetivo de que se viese más clara la acción. Pero en la vida real la acción no es tan clara, porque la acción hay que deliberarla y decidirla entre muchos, no hay un dramaturgo que escriba a la vista del final de la obra. Yo no creo -pero es una opinión mía o una intuición que ignoro si tiene demasiado fundamento- que para Aristóteles sea una pena que el orbe de la ética y de la política carezcan de enunciados verdaderos aplicables porque ese sea un déficit ontológico del mundo humano al que hay que resignarse, como si Aristóteles hubiese preferido ser un astro de éter que girase eternamente enclavado en una esfera celeste. Se ha insinuado mucho en este sentido, platonizando a Aristóteles, pero pienso que es al revés: la contingencia del mundo no es en absoluto una imperfección para él, como lo era para Platón, que la calificaba de “ilusión”, sino un acicate, un resorte para la acción.
Si todo fuese tan fácil de fijar científicamente como en la astronomía, en la que los fenómenos tienen lugar necesariamente, ¿qué quedaría para después, dónde se podría aprender, cuáles serían los motivos para vivir?
Como no es así, les guste a los platónicos “que en el mundo han sido” (y siguen siendo…) o no, como hay un inmenso ámbito de la contingencia sublunar por conocer y por decidir, es por lo que será eternamente atractivo vivir para el ser humano. Y la ética y la política, que siempre pueden fallar o torcerse, constituyen asimismo todo un universo apasionante de praxis impredecible por ejecutar que justificaría por sí solo el arduo placer de la existencia. Justamente en los libros políticos Aristóteles lo escribe claramente (Política III, 1278 b 19): hay una “cierta dulzura” y una “cierta bondad” insustituibles en el mero hecho de vivir… en este mundo de la duda y el cambio, habría que añadir, con todas sus muchas dificultades y sus asperezas.
Traduciendo la doctrina del Eterno Retorno al lenguaje de Martín Heidegger, lo que pasan son los hechos concretos, irrepetibles, como se lamentaba, no sin alguna razón, Quevedo, pero lo que retornan son las posibilidades puras, que no se agotan con el uso histórico o vital que hagamos de ellas. Recordar eso, por pura gratitud hacia la vida en general, y olvidarse un poco de lo que en ella se nos pueda arrebatar personalmente de cuando en cuando -lo cual los cristianos convierten en motivo de cólera negadora de la inmanencia-, es digno, creo, del recuerdo del «maestro de los que saben», Aristóteles.
Excelente. El tiempo es eterno, es antes que nosotros por lo tanto no depende de nosotros es totalmente independiente, nosotros sólo tratamos de interpretarlo porque _»razonamos «_ aunque el tiempo es independiente de la razón.