Casi un año atrás subí a una guagua con un curioso cartel cerca de la puerta trasera. En letras rojas, y con la foto de una ciudad de fondo, preguntaba: ¿Qué hacer ante un sismo? La alarmante pregunta me tomó por sorpresa. Las detalladas explicaciones a continuación de la urgente interrogante, además de provocar mi lectura, aumentaron mi curiosidad. ¿Por qué habría que estar preparado para un sismo?, no paraba de preguntarme. Mi duda fue respondida en uno de los bordes inferiores o superiores.
El cartel era emitido por el Gobierno de Santiago de Cuba. En Santiago, donde la tierra tiembla, pero los hombres no -le oí decir a una orgullosa santiaguera-, es necesaria una cultura sísmica. Sus habitantes, además de estar obligados a portar carnet de identidad, poseen educación en materia de temblores y terremotos. Están preparados para ese tipo de desastre. Son, tal vez, los únicos preparados en Cuba. La ocurrencia de tal desgracia, la sufrirían, pero no les sorprendería.
A los habaneros, en reciente fecha de 6 de mayo, nos sorprendió y nos tiene en profundo sufrimiento, la explosión de uno de los hoteles más glamourosos de la ciudad. Las inevitables reacciones colectivas, son de gran variedad. Emotivas unas, racionales otras, forman todas parte de un estallido que no se limitó a los cimientos del edificio. La cotidianidad, la mentalidad y la emotividad también recibieron la onda expansiva. Este texto, dividido en dos partes, busca analizar los efectos del trágico suceso en esos tres aspectos. Si algo puede aportar, que sea en nombre de quienes ya no podrán leerlo.
La cotidianidad tiene en el lenguaje su expresión más directa. Y en las guaguas cubanas, aún más. Espacio de fuertes arranques emotivos, sea por lo violento del hacinamiento en las horas pico, o por la calma de un viaje sin sobrecargas (cada vez menos frecuentes), el autobús es, literalmente, el vehículo de circulación de las emociones sociales inmediatas. Interesantes charlas tienen lugar en su interior, sobre los más diversos asuntos. Ese seis de mayo, sólo existía un tema de conversación, la explosión. Aunque no fuera llamada así desde un inicio.
Casi en emulación con la visión de Carpentier sobre los rumores en La Habana, recibió el autor de este artículo las primeras noticias. Por Belascoaín cerca de Reina, en la ruta A2, el típico joven cubano daba con la seguridad propia de su nacionalidad su seguro testimonio. Pero no testimoniaba presenciar una explosión, narraba un derrumbe. La palabra no revela cualquier fenómeno, detrás, se esconde toda una mentalidad.
Para quienes hemos vivido en La Habana Vieja, la palabra derrumbe está a la orden del día. Los niños son educados en alejarse de edificaciones conocidas por representar ese peligro, y casi todos los adultos de cuarenta y treinta años hacia abajo, tienen entre sus recuerdos de infancia los juegos en edificios ya derrumbados, los llamados placeres. Entre las instrucciones a adolescentes en edad de salir solos, no falta la de alejarse de los balcones, muestren signos de peligro o no; y es por todos conocida la alerta en los días de lluvia a causa del debilitamiento estructural de los inmuebles más viejos por causa del agua. Esta última precaución, se acrecienta tras la salida del sol, apoyada en el mito del cuarteo o rotura de paredes tras secarse. La educación no termina ahí. Visitantes y nuevos vecinos son al instante instruidos en cualquiera de los cuidados anteriores, y la atención a los balcones deteriorados se encuentra entre las primeras indicaciones. La insistencia de los peatones de La Habana Vieja en caminar por el medio de la calle en lugar de las aceras, además de la estrechez o mal estado de estas, tiene también su origen en el temor a la caída parcial o total de los mencionados balcones.
El residente de La Habana Vieja, posee una mentalidad preparada para ese tipo de accidentes. Su ocurrencia, la sufre, pero no lo sorprende. La narración de un derrumbe, incluye precaución y temor, pero no asombro.
La unión de todos los cuidados anteriores ha creado, por fatídico que suene, a un habitante con una educación frente a derrumbes. El residente de La Habana Vieja, posee una mentalidad preparada para ese tipo de accidentes. Su ocurrencia, la sufre, pero no lo sorprende. La narración de un derrumbe, incluye precaución y temor, pero no asombro. El hecho, es enfocado desde la normalidad. Y a través de esta, fueron procesados los primeros instantes de la explosión.
Calmante para el procesamiento de los sucesos, corta fue su duración. La alta velocidad de transmisión de los rumores en La Habana, acrecentada por el uso de Internet, arrebató con rapidez la comodidad a la mentalidad del derrumbe. Palabras poco normales comenzaron a circular. Explosión y bomba corrieron igualadas. Su emparejamiento revela un traumatismo en la subjetividad necesario de explicar.
Explosión, es de poco uso en Cuba. Su infinitivo, es el más frecuente, y posee significados metafóricos. En primer lugar, el asociado a comer hasta el hartazgo, se utiliza como advertencia a los glotones, pero se limita al espacio de grandes almuerzos o cenas, frecuentes más bien en los días festivos o fiestas familiares. La pandemia, con su devastador efecto sobre el mercado de alimentos y en la capacidad de consumo del cubano, ha hecho poco frecuentes ese tipo de encuentros, y ha provocado la caída en desuso de la expresión. Con un poco de suerte, tiempos mejores rescatarán la materna frase: ¡Niño, vas a explotar!
La mayoría de las veces conjugada en tercera persona del pretérito, explotar, en el lenguaje cotidiano, se refiere a la pérdida de algún tipo de poder político, administrativo o de posición social. Larga es la lista de los que han explotado.
El segundo uso sí mantiene vigencia. La mayoría de las veces conjugada en tercera persona del pretérito, explotar, en el lenguaje cotidiano, se refiere a la pérdida de algún tipo de poder político, administrativo o de posición social. Larga es la lista de los que han explotado. Desde ministros, hasta pequeños funcionarios o individuos de meteórico enriquecimiento, su caída en desgracia es referida mediante la conjugación explotó, o el sustantivo explote.
Lo metafórico de ambas acepciones, demuestra la falta de costumbre en explosiones. El pensamiento cotidiano, las asocia a hechos aislados de impacto limitado, como los transformadores en postes de electricidad, las míticas cocinas de keroseno (casi en extinción al menos en la capital), y, más contemporáneo, a las motocicletas eléctricas. A través de la historia, llegan por medio del sabotaje al vapor La Coubre, con sus ciento un muertos y el surgimiento de la consigna “Patria o Muerte”; pero, la derrota de la contrarrevolución por parte del Gobierno en la década del 60, redujo al mínimo ese tipo de actos. Lo figurado de las acepciones en el lenguaje popular, la asociación a hechos de alcance limitado y la distancia con las ocasiones históricas, reducen la atención dada por la mentalidad cotidiana a las explosiones. Por esto, un estallido real, resulta igual de ruidoso en lo físico y en lo mental. Las sospechas de bomba incrementarían los decibeles.
Desde la década de los noventa, en Cuba no tienen lugar actos terroristas de seriedad. En ese decenio, una serie de atentados fueron dirigidos contra los recién construidos hoteles en la capital. Propio del terrorismo contrarrevolucionario cubano, era elegido un lugar por su importancia económica y por su carga simbólica. Los nuevos hoteles, encarnaban la esperanza del momento. La apertura del país al turismo, en la estrategia de entonces, aliviaría una economía casi hundida tras la caída del Campo Socialista. Atacarlos, equivalía a atacar esa esperanza. Junto a esto, las instalaciones turísticas, en la mentalidad del contrarrevolucionario, eran un símbolo del sistema.
Salvo los muertos, el resto de objetivos no se cumplió. Los autores materiales fueron capturados y su detallada reconstrucción de los hechos se dio a conocer en la televisión nacional. Los autores intelectuales, fueron también expuestos. La información brindada provocó el rechazo colectivo a tales acciones, se fuera partidario o no del gobierno. Los hoteles, fueron reconstruidos, y el turismo internacional no fue amedrentado tras ser testigo de la rápida respuesta gubernamental. El terrorismo contrarrevolucionario tardío, contempló su fracaso final en la década del noventa.
Pero, tiempos nuevos, conllevan a nuevas lecturas. De los noventa, Cuba conserva todas sus dificultades y ninguna de sus diminutas esperanzas. Haciendo honor al carácter cíclico de nuestra historia, la desesperación social dio hoy respuestas similares a aquel entonces. El 11 de julio del pasado año, como en el 6 de agosto de 1994, una revuelta popular sacudió la acostumbrada estabilidad política. No es este el texto para analizar la más reciente, sin embargo, puede servir de punto de partida para entender lo verosímil de las sospechas de terrorismo tras la explosión.
La clave está en las expectativas abiertas para la oposición cubana tras ese suceso. Era la respuesta a décadas de anhelo. Por primera vez una revuelta social se extendía a varias ciudades del país y parte de sus participantes utilizaban los símbolos de lucha opositores. La confianza adquirida resulta creíble. La ausencia de figuras sostenedoras del poder por su mero carisma y la continuidad del malestar pese a la sofocación de los disturbios, plantean a la oposición una posibilidad realista de obtención del poder. Conocidos los extremismos -al menos ideológicos, a día de hoy- de los sectores antagónicos al sistema, la inclinación por la vía terrorista no se vuelve desatinada. Una serie de hechos de turbio trasfondo alimentaron la suspicacia.
Muchos han sido los rumores sobre todo tipo de accidentes de extraño origen ocurridos entre el 2021 y el año en curso. La rotura de la principal planta de oxígeno en pleno pico de contagios por COVID estuvo entre los primeros objetos de especulación. Las constantes e inesperadas roturas de distintas centrales termoeléctricas por todo el país, a causa de todo tipo de incidentes, también originaron rumores. Comentarios sobre sabotajes comenzaron a circular. La negativa del gobierno en preferencia al origen accidental, provocaba más duda. Partidarios y detractores, se mostraban igual de recelosos. Los segundos identificaban resultados de lucha ocultados al público, los segundos, se preocupaban por el peligro y la falta de respuesta. El resto de la población, sumida en las consecuencias de los sucesos, dejaba volar su imaginación según el nivel de dificultad enfrentado. Todos reaccionaban a los vaivenes del contexto.
El origen de esta paranoia no se encuentra en los hechos mismos. Al contexto le toca una vez más la responsabilidad. Años atrás, tales suposiciones no se habrían emitido con tanta seguridad. Frente a las respuestas oficiales, los partidarios se habrían mostrado conformes, los detractores sospechosos, y el resto de la ciudadanía se habría movido entre una y otra tendencia, junto a sus propias elucubraciones (a veces más originales y acertadas que las políticas). La rápida desmentida gubernamental contribuyó también al aumento de comentarios.
El Saratoga, insoslayable en cualquier contexto por su ubicación en pleno centro de la ciudad, se insertaría en este entramado contexto mediático.
La credibilidad no es el fuerte de los medios oficiales cubanos. Silencios y enfoques a medias han alimentado décadas de creciente desconfianza pública. La masificación de la Internet, terminó por sacar a luz sus contradicciones. La pérdida del monopolio fue su primer gran efecto. Los individuos, obtuvieron acceso a medios alternativos con noticias y enfoques diferentes y hasta antagónicos al oficialismo. La continuidad del mutismo estatal en estas nuevas circunstancias, reforzó el rechazo. Sólo el traumatismo de la COVID y la imposibilidad tecnológica de supresión de los nuevos medios, forzaron a la prensa oficialista a acercamientos más sinceros, aunque moderados. Pero, para sorpresa colectiva, se empezó a dar respuesta a situaciones que antes no habrían sido abordadas. El Saratoga, insoslayable en cualquier contexto por su ubicación en pleno centro de la ciudad, se insertaría en este entramado contexto mediático.
Entre las primeras declaraciones estatales, estuvo el rechazo al origen terrorista de la explosión. La crítica a la oposición por su papel en la difusión del rumor no faltó. Se buscaba la identificación de un culpable de fácil deslegitimación para el lenguaje político, pero no era enfrentado un problema limitado a la política. Además de restar efectividad al adversario (desconocido en realidad) y reclamar para el Estado el mantenimiento de la hegemonía, se intentaba frenar el trasfondo emocional tras la veloz circulación de la palabra bomba.
El derrumbe de una vieja edificación, poco asombro habría causado. La explosión de un hotel emblemático cambia las tornas. Por encima de cualquier revuelo político, se situaba el puro miedo. Las palabras en circulación lo reflejaban. De poco uso en la cotidianidad, su novedad asustaba más. La identificación en el contexto de una condición de posibilidad, el terrorismo, además de asustar, buscaba dar cuerpo y forma al temor. Su normalización, permitiría un comportamiento más seguro ante la amenaza. Pero no definía lo temido, pues el verdadero miedo no radica en la ocurrencia de explosiones o la existencia de movimientos terroristas.
¿Qué temores reflejó la respuesta social ante la explosión del Hotel Saratoga? Tendremos que analizarlo en la segunda parte de este texto, regido por la fortuna o la desgracia de ser escrito sin nuevas cifras para sumar a la lista de cuarenta y cinco fallecidos. Pobre alivio le tocará reflejar.