La estética y lo absoluto: sobre el universal inefable en la experiencia estética

La Estética, sin embargo, posee la inutilidad de tener a lo bello frente a sus narices. Lo hermoso, el auténtico sol de lo absoluto, encandila al espectador y le impide ver la verdad
diciembre 3, 2021

La estética, como todo saber con pretensión científica, busca definir su objeto. En este caso, podríamos considerar a la estética como la rama de la filosofía que busca conceptualizar el objeto estético (Beardsley & Hospers, 1981, p. 97). Pero, ¿qué es el objeto estético?, el objeto estético es aquel del cual brota una experiencia estética. Como se puede ver, por lo tanto, la clave del nudo gordiano radica en la experiencia estética, pues de definirse correctamente, todo lo demás comenzaría a tener rigor científico. Entonces, y solo entonces, podrá aspirar este saber a convertirse en ciencia.

La pregunta, en consecuencia, será cómo definir la experiencia estética, lo que resulta justamente el verdadero atolladero de la disciplina, y el verdadero campo de batalla en donde diversas “estéticas” compiten por ocupar el trono de lo real. Por lo general, en esta lucha, tienden a desarrollarse dos tendencias: la subjetivista y la objetivista. La primera pone el acento de la experiencia en la elaboración mental que realiza el sujeto ante el objeto del juicio, y tiende a fundirse muy bien con una filosofía del arte o con la fenomenología. La segunda, acentúa el aspecto objetivo de aquello que estudia. Desde el punto de vista de una estética marxista, ellos no existen como puros objetos estéticos, sino como una amalgama de intereses económicos, políticos y morales cristalizados en la cosa a estudiar. En cualquiera de las dos, cabe recalcar, la Estética jamás será ciencia sino define sus categorías centrales (Xirau & Sobrevilla, 2003, p. 68), teniendo el peligro de que, por su propia naturaleza , pueda existir un objeto impreciso impidiendo su desarrollo como ciencia.

Pues no importa qué enfoque se utilice, la experiencia estética siempre tendrá algo de inefable. Sin importar las determinaciones no estéticas que se añadan a la cosa, siempre tendrá, de por sí, un absoluto, un inefable estético que la hace ser bella sin explicación alguna. Dicha reflexión, que tiene uno de sus centros en Kant con su teoría de lo sublime, ha constituido un fantasma que recorre la historia de las reflexiones artísticas, y que presento a ustedes en apretada síntesis.

La primera reflexión autoconsciente del arte que recoge el pensamiento occidental, se encuentra en Platón. Aquí el arte entra en el campo de las techne o destrezas (Beardsley & Hospers, 1981, p. 20). Ocupando en ellas un lugar muy bajo en relación al mundo de ideas absolutas. Platón, como cualquier griego, adoraba el cuerpo humano y El Banquete es prueba de ello. Pero en su sistema filosófico la belleza física era el eslabón más bajo de la idea, del cual había que ascender hasta la belleza intelectual, de ahí a las leyes y las ciencias, hasta terminar en las Ideas Absolutas.

Aristóteles, por su parte, le otorga dignidades al arte que su maestro le negó. La obra de arte es, principalmente, una producción educativa, pues hace tolerable lo que normalmente no es, penetra en la psicología del espectador y, sobre todo, sirve de catarsis (Beardsley & Hospers, 1981, p. 30). En la obra de arte, según el Estagirita, existe una purga de emociones de naturaleza psicológica y místico-religiosa.  Tanto creador como espectador, en la más pura usanza trasferencial freudiana, descargan sus emociones en la obra, viven los dramas del otro como simulacro. Por todo ello es que la obra de arte comienza a formar una relación con el sujeto en forma de medio de descarga, de pozo sin fondo para proyectar inseguridades e insatisfacciones.

No es, sino hasta Plotino, que esta cualidad de descarga comienza a tener sentido. A partir de aquí, la belleza comienza a ser más que la noción pitagórica de medida y proporción: el cuerpo humano es bello, pero si no tiene vida pierde belleza al momento (Beardsley & Hospers, 1981, p. 36). Comienza a tenerse en cuenta en la belleza un algo más, un “no sé qué” mistérico que achaca, en su caso, a la emanación del Uno. A partir de aquí y por todos los siglos del medioevo y hasta nuestra época, el objeto estético comienza a tener como determinación de belleza una cualidad ultramundana que se resiste al análisis, pero orbita como un espectro en todo lo que se considera hermoso.

En San Agustín y en el medioevo patrístico y escolástico que le sucede, se podría decir que la belleza estaba raptada por Dios, lo cual justifica el inefable absoluto. Pero en el Renacimiento y la Modernidad, esta tesis deja de tener sostén. Con Descartes y su necesidad de claridad conceptual, el fantasma persiste. A la belleza de la medida y la proporción, se añade la belleza abstracta de la geometría analítica: la aísthesis se tambalea en su etimología, pues no hay nada de sensorial en una fórmula matemática y, aun así, no deja de ser bella.

Es por esto que el fantasma de lo inefable no se borra en la modernidad ni siquiera a manos de los empiristas. En Locke existe la tendencia perniciosa del ser humano a mezclar ideas y crear quimeras fantasiosas (muchas de ellas, por cierto, no privadas de belleza) (Beardsley & Hospers, 1981, p. 51). En Hume, parteaguas definitivo del empirismo inglés, lo bello es causado por constitución, costumbre o capricho (Beardsley & Hospers, 1981, p. 54); y si bien las dos últimas son sometidas al tábano de su crítica, no puede dejar de reconocer (él, escéptico extraordinario) la existencia de una inefabilidad en lo bello.

Con   Kant  se analiza por primera vez la cuestión en la Critica del Juicio. “La rosa es bella”, juicio singularísimo, tiene, sin embargo, el fantasma de su posibilidad universal. Todo objeto estético pareciera ordenado a causar sensación de belleza, y es por ello que, si bien existe un desprendimiento en el juicio estético (se observa lo bello por el mero hecho de su disfrute), existe una clara intencionalidad sin intención en el objeto estético.

Si embargo, al final ni el propio Kant pudo salir del atolladero estético que significa la subjetividad de lo bello. De ahí su salomónica intersubjetividad que subsume el gusto de lo bello en estructuras trascendentales presentes en todo sujeto. Ni con Kant, el gran esteta, pudo librarse la estética del fantasma de lo inefable. De ello es evidencia la noción de lo sublime, el reconocimiento de la impenetrabilidad profunda de lo bello.

El romanticismo tampoco ayuda en nada en esta cuestión, porque al subsumir en lo bello los sentimientos del creador, no hace más que enrarecer la claridad que toda ciencia busca. No es sino cuando se busca una estética aplicada, que comienzan dibujarse los contornos de lo bello. Veamos lo que dice Schiller al respecto:

“El artista es sin duda hijo de su tiempo, pero ¡ay de él que sea también su discípulo o su favorito!” … “Si bien toma su materia del presente, recibe la forma de un tiempo más noble, e incluso de más allá del tiempo, de la absoluta e inmutable unidad de su ser. De este puro éter de su naturaleza demónica, nace la fuente de la belleza, libre de la corrupción de las generaciones y del tiempo, que, muy por debajo de ella, se agitan en turbios remolinos” (Schiller, 1984, p. 52).

Su proyecto, utópicamente ilustrado, de educar a los hombres por medio del arte, busca aterrizar la estética a la cotidianeidad. Aun así no pudo ni por asomo dejar de decir que el daimon de lo bello es, en esencia, un total misterio, un espectro inefable. Como tampoco lo pudieron hacer utilitaristas ni organicistas en el arte, pues no importa cuánto se constriña lo bello a la tierra, el éter de lo mistérico constituye su esencia.

De todas estas “estéticas aplicadas” el materialismo marxista es una de las más consecuentes. A partir de aquí, la observación estética desinteresada es un abstracto idealista, pues todo acto estético está permeado por motivos económicos, políticos o morales. Aun así, no exorciza el fantasma, pues en la creencia utópica de un Comunismo no enajenado, en donde los hombres produzcan según las leyes de la belleza (Marx, 1980, p. 112), orbita también la sombra de lo inefable, ya que su posibilidad es tan sublime como el éxtasis estético de Stendhal al visitar Florencia.

La Estética, sin embargo, posee la inutilidad de tener a lo bello frente a sus narices. Lo hermoso, el auténtico sol de lo absoluto, encandila al espectador y le impide ver la verdad. Es por eso que nunca podrá existir una estética y debemos contentarnos con estéticas.

Tampoco puede, por su parte, una estética fenomenológica escapar este sino. ¿Qué es, en definitiva, un cuerpo que observa? No hay nada más misterioso que el cuerpo. Psicoanalíticamente estamos muy lejos de discernir qué entender por pulsiones de vida o muerte, y que nos impulsa, en consecuencia, a destruir y a crear. Cabe, para ambos, el renovado misterio de lo inefable: ¿Qué permite, acaso, que brote un artista de entre las personas comunes? ¿Qué convierte a un Hombre en dador o avatar de lo bello? No importa cuántas determinaciones trascendentales se brinden, el ejercicio de lo bello permanece un misterio.

Es por todo lo anterior que difícilmente la Estética se convierta en ciencia: está demasiado contaminada por el absoluto. Todas las ciencias lo están, sin dudas, pero el aparato matemático y la predictividad desvían la atención del hecho: son ciencias útiles. La Estética, sin embargo, posee la inutilidad de tener a lo bello frente a sus narices. Lo hermoso, el auténtico sol de lo absoluto, encandila al espectador y le impide ver la verdad. Es por eso que nunca podrá existir una estética y debemos contentarnos con estéticas. El premio está, sin embargo, en que aún fragmentada así, pone en contacto al sujeto con el esplendor del absoluto que está listo, por tanto, para descender radiante hacia las oscuridades de la vida mundana.

Referencias

Beardsley, M. C., & Hospers, J. (1981). Estética: Historia y fundamentos (4ta ed.). Cátedra.

Marx, K. (1980). Manuscritos: Economía y Filosofía. Alianza Editorial.

Schiller, J. C. F. (1984). La educación estética del hombre. Arte y Literatura.

Xirau, R., & Sobrevilla, D. (Eds.). (2003). Estética. Trotta.

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