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El problema de la muerte

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 Hablando desde lo cotidiano

Quizá sea sabio, al hablar sobre la muerte, comenzar por un inventario teórico de lo que hasta ahora sabemos sobre ella. Eso es, al menos, lo que dicta el sentido común, que sigue en todo momento la idea ya legítima de que es la Ciencia la que marca con su regular tic-tac los destinos de la vida moderna.

Pero es en el propio sentido común donde se hace patente la ausencia de claridad en todo lo referente a nuestro tema. Y precisamente por ello, no faltará quien señale la superficialidad de una reflexión detallada sobre el final de la existencia.

A pesar de las dudas y la desesperanza, algo se puede llegar a captar si en vez de interrogar a la muerte en sí misma, cosa prácticamente imposible, nos dirigimos a la propia pregunta por la muerte. En otras palabras, no ver en esta una cosa más entre las cosas, como puede ser el teclado sobre el que escribo, o el libro que usted lee en estos momentos. Por ello en vez de preguntar qué es la muerte, debemos preguntamos en y desde lo cotidiano: ¿qué sabemos sobre ella?

Lo primero que se nos ofrece está posibilitado por la inmediatez del lenguaje coloquial, en el decir «Pedro muere» o «Marx ha muerto». Nadie habla por experiencia propia ya que, directamente, la única experiencia que se tiene del morir es ajena, quien siempre muere es la otra persona, amigo o enemigo, pero en última instancia, siempre asistimos a la muerte del «otro».

Aquí se da un hecho claro y evidente a cualquier individuo, quien posee la experiencia de algo debe estar vivo, porque ella es siempre vital. No hay experiencia fuera de la existencia humana. Incluso suponiendo que haya, es bien discutible por los problemas que plantea.

Pudiéramos pensar, por ejemplo, en la vida más allá de la muerte coherente con varias religiones y en seguida surge la interrogante sobre el no-retorno y la ausencia de pruebas sobre si el morir es algo, o incluso, sobre si hay vida después de nuestro fin.

No obstante, hay muchas maneras de asistir a la muerte. Puede ser que seamos testigos de cómo se ha asesinado, de cómo ocurrió un suicidio, o sencillamente asistimos de oídas. Por eso, el «asistir» al hecho de la muerte lejos de quedar definido por elementos circunstanciales (espacio y tiempo), cosa que además es difícil, puede ser caracterizado como un estar o ser presente ante la desaparición del otro.

Uno mismo no puede ser testigo de su propia anulación como ser humano, ser finito o cualquier otro tipo de ser. Y ahí radica una de las primeras antinomias del problema de la muerte. Aunque la muerte es, ella parece estar mediada por una experiencia distante. Por la experiencia que yo aprehendo del otro muriendo.

De todo esto podemos sacar en claro una primera idea sobre nuestro objeto de especulación y reflexión filosófica: la muerte es la paradójica presencia de una ausencia. Y gracias a ello solo sabemos que morimos porque el otro muere.

Comenzando por las teogonías del mundo antiguo, pasando por los mitos y hasta hoy, siempre muere el otro. Todavía sin que la muerte sea un problema existencial, en los grandes relatos sobre dioses del antiguo Egipto, Babilonia o Mesopotamia podemos observar que muere el héroe —una suerte de otro que condensa las potencialidades de la humanidad— para sostener el misterio de la vida, la religión del Estado, y la civilización en su conjunto.

Desde que nacemos hasta que morimos no somos más que seres poseedores de cosas del mundo y de otras vidas. Y no hay nada más escandaloso, doloroso y eventualmente inaceptable que perder nuestras cosas, el mundo que nos rodea, o las personas que amamos

La Muerte del Otro

Osiris fue asesinado por su hermano Set, quien lo puso en un ataúd y lo lanzó al Nilo, para más tarde desmembrarlo en 14 pedazos. Fue su hermana-esposa Isis, junto a su hijo Horus, quienes recogieron los pedazos que Set había esparcido por todo Egipto hasta lograr recomponerlo nuevamente.

Osiris —como figura del otro— asegura para esa mentalidad no solo un ritual mortuorio que será importante para toda la civilización egipcia, sino toda una mitología y una religión de la salvación y la vida eterna. Osiris presidía el juicio final del alma y aseguraba la vida eterna.

En el mito griego, pudiéramos decir, el héroe debe sufrir —o morir— para pagar una culpa que ha roto con el orden universal. Por ello la muerte del otro debe ser expuesta en acto trágico y aleccionador, para mostrar al público el sacrificio que el héroe divino ha hecho por ellos.

El desarrollo posterior de estas prácticas desemboca en Cristo como el Gran Otro, que se ha sacrificado por la humanidad. La grandeza del Dios Padre es también vista como un sacrificio realizado por sus hijos, los mortales. Y el acceso a la vida eterna está determinado por la aceptación de la muerte como un mal necesario.

Sería objeto de la biopolítica el examen de esta última idea llevada a la vida política en la contemporaneidad, donde el hombre ha ido sustituyendo la moral religiosa por la secular, dando pie a una suerte de divinización del político, donde la demagogia lo lleva en algunos casos a exponerse como el (Dios) salvador; el pueblo como masa pecadora que debe expiar sus pecados, y entre uno y otro, incontables actos de sacrificio que el sujeto debe realizar para alcanzar su absolución.

Así, lo único que podemos decir por el momento es que, primero, el acceso a la muerte a través del otro ha estado garantizado desde tiempos inmemoriales. Y segundo, desde la inmediatez del mito y las religiones arcaicas, la muerte es una metáfora de la vida, una suerte de prolongación de la vida individual:

… la muerte, en los vocabularios más arcaicos, aún no existe como concepto: se habla de ella como de un sueño, de un viaje, de un nacimiento, de una enfermedad, de un accidente, de un maleficio, de una entrada en la residencia de los antepasados y con frecuencia de todo ello a la vez.[i]

¿Mirar la muerte de frente?

Pero a pesar de la distancia en el tiempo, la sustancia mítica no ha desaparecido, de hecho, podemos decir que esa forma de enfrentar el terrible suceso todavía es funcional en las sociedades contemporáneas, solo que de una manera un tanto sutil. El recurso más común hoy en día es convertirla en noticia, una forma de traspasar la muerte a un otro impersonal y estadístico que solo afecta de manera relativa al sujeto individual.

En el complejo discursivo que acompaña esta muerte contemporánea hallamos frases como: «se muere de hambre», «millones murieron durante el holocausto», «hubo más de 2000 muertos en los primeros ataques», etc…

Jean-Paul SartreRealmente, aunque se muera, la cuestión discursiva pasa por un proceso de banalización que desustancializa el hecho en sí mismo, pierde importancia y relevancia antes nuestros ojos. Apagamos la TV, cerramos el periódico, cerramos los ojos y continuamos con nuestra búsqueda en google de sucesos más espectaculares. La cuestión no está tanto en la ocurrencia o no de la muerte, si no en la posibilidad de eludirla. Con ello se asegura que no toque al individuo, sino a ese «se» que somos todos y a la vez nadie.

No se piense tampoco que por reflexionar sobre ella hemos creado el método perfecto para «mirarla» de frente. Precisamente, otra de sus características está en el hecho de ser aquello a lo que no se le puede mirar de frente. Es más, si fuéramos de alguna manera a vincular la muerte a algún sentido, este no sería el de la visión. No hay contemplación perfecta u objetiva de ella. No hay experiencia concreto-sensible. No hay psicoanálisis alguno que la explique. No hay ley que la defina. Sobre esta base recordamos una cita: «La Rochefoucauld decía que ni el sol ni la muerte pueden mirarse cara a cara».[ii]

Uno de los grandes engaños en la historia de la filosofía está ligado al razonamiento desarrollado en los últimos párrafos. Se piensa que la filosofía ha pensado la muerte cabalmente, pero ella encabeza la lista de los saberes que han ignorado u ocultado sutilmente la muerte bajo nuestras narices.

Cuando se escribe o se lee racionalmente, casi siempre se sigue un método en el que la identidad lógica desecha la diferencia o aquello que, de acuerdo a nuestro razonamiento, no-es. El no ser, y con él, la muerte, han quedado fuera de la reflexión filosófica, y aquí podríamos identificar otra antinomia. Aquel que reflexiona sobre la muerte es el mismo que eventualmente no podrá reflexionar sobre ella porque también está sujeto a la corrupción y al fin. La reflexión humana en sí misma es finita, y por ende, limitada de lado a lado por la muerte.

La metafísica occidental desde Parménides solo ha pensado al ser que es. Pero casi nunca al no ser, a la ausencia, a la diferencia, al vacío o a la nada.  Y la muerte dentro de ese conjunto es quizás la noción más general que engloba todo lo mencionado anteriormente.

Pero muy a nuestro pesar, con la muerte del otro algo inesperado nos embarga. Nadie la espera, o al menos no con certeza. Se trata de un hecho necesario que, paradójicamente, no podemos prever como sujetos de la cotidianidad. Gracias a la ciencia y a la tecnología se puede aletargar o demorar el proceso, pero nunca en la dirección de predecirla y mucho menos evitarla.

Ella es, ni más ni menos que impredecible. De hecho, el morir, aunque acaece en el tiempo de vida del sujeto queda expulsado de él y habitualmente se le localiza en un más allá de la experiencia de vida. No se trata de un más allá en el sentido temporal, sino en la actitud de evitar pensar en ello expulsándola de nuestra experiencia.

Su experiencia está signada también por un sentimiento de pérdida irremediable. La desintegración atraviesa esta experiencia. Es una pérdida-desintegración motivada por un deseo de posesión constante de las cosas y seres que nos rodean en el mundo.

Desde que nacemos hasta que morimos no somos más que seres poseedores de cosas del mundo y de otras vidas. Y no hay nada más escandaloso, doloroso y eventualmente inaceptable que perder nuestras cosas, el mundo que nos rodea, o las personas que amamos. Resumiendo, las ideas mencionadas anteriormente, parece ser que desde lo cotidiano:

  1. La muerte se da a través del morir del otro.
  2. La muerte es un cierto más-allá.
  3. La muerte es pérdida o instauración absoluta de la nada.

¿Decir que la muerte es siempre la del otro, que es pérdida, desaparición, cubre nuestra experiencia cotidiana del morir? Obviamente no. En algún sentido la persona que se enfrenta a ella dice que no tiene palabras para definirla, que es un dolor inmenso, indescriptible. Ese dolor va acompañado de tristeza por el ser querido, o más bien por su ausencia, pero detrás de esa experiencia dolorosa aparece algo más confuso que es la angustia. Sobre ella, volveremos más tarde.

Referencias

[i] Morin, Edgar. El hombre y la muerte. Editorial Kairós. Buenos Aires. 1970. p. 24.

[ii] Ibídem. p. 17.

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