165 años de «El origen de las especies» – Darwin en defensa del mundo

enero 16, 2024
Impresión al carbono de una fotografía de Charles Darwin. Referencia de la Colección Alfred Steiglitz 1949.881, Art Institute of Chicago, circa 1868, impresión de 1875.
Impresión al carbono de una fotografía de Charles Darwin. Referencia de la Colección Alfred Steiglitz 1949.881, Art Institute of Chicago, circa 1868, impresión de 1875.

Nobleza, dignidad, constancia y un cierto risueño coraje. Todo lo que constituye la grandeza sigue siendo esencialmente lo mismo a lo largo de los siglos.

Hannah Arendt

En 2009 se celebró el año Darwin, con motivo de los cien años del nacimiento del naturalista más famoso del mundo junto con Aristóteles y tal vez Alexander von Humboldt y Joseph Banks. En mi opinión, biólogos y resto de concienzudos científicos lo que celebraron fue una testarudez ya dos veces centenaria. Concretamente, la de confundir ciencia pura, como lo llaman, con militancia política. Es decir: siempre están mezcladas, y gradualmente el peso de la segunda irá cargando más visiblemente la disolución con el paso del tiempo, pero es que este caso es clamoroso. Teorías de la evolución ha habido desde el siglo V a.C., con Anaximandro de Mileto, que sepamos, de manera que es su interpretación como mecanismo de la “selección natural” por parte del joven Darwin lo que hay que declarar científica y políticamente desfasado. Hablando ahora más de esto último, resulta evidente que la selección natural subsiste únicamente hoy en el ámbito académico por llevar la contraria al estamento eclesiástico. El darwinismo sería así la opción progresista de la biología, frente al elemento reaccionario representado por el creacionismo, como en aquella película de Spencer Tracy de 1960, La herencia del viento. Y parece que ya está, que no queda más que pensar, que o eres un científico ateo o un cura atrasado o te callas, tertium non datur. Sin embargo, examinemos el argumento de partida de tan festejada teoría: sólo sobreviven los más aptos, que son los que transmiten sus caracteres adaptativos a su descendencia, ¿¿y quiénes son, pues, los más aptos??, pues los que de hecho sobreviven, en un típico círculo vicioso o petitio principii

Es decir, que en realidad no tenemos definición de la “aptitud” ni de la “adaptabilidad”, cuando por definición hay que entender una ley general que descifre el pasado y prediga el futuro, no una comprobación meramente empírica. Así, se dice que todas las especies que existen hoy es porque se adaptaron, hasta aquí llega la perogrullada de la selección natural, pero luego es incapaz de explicar nada más, no ya el qué ni el cuándo, sino el cómo. Y es que no puede explicar nada más, esa es la cosa, ya que “adaptarse” o mostrar “aptitud” en un entorno es un factor dependiente del entorno mismo, en otras palabras: de algo forzosamente singular e irrepetible. No hay un entorno denominador común de todos los entornos, y si lo hubiera -pongamos la gravedad, que no-, precisamente por ser general, no daría cuenta de las divergencias entre las especies, dado que no lasproduciría. De manera que, si todo depende del entorno en estricta ortodoxia mecanicista, habrá tantas explicaciones como entornos, y éstos se caracterizan justamente por ser diversos y cambiantes. Explicaciones diversas y cambiantes, por tanto, una para cada caso… ¿constituye esto acaso una teoría? Hay que decir claramente que de ninguna manera. Pero, eso sí, sirve por lo menos como arma para atacar al clero, puesto que lo único que subyace y sobrevive en el darwinismo es la negación típicamente moderna de lo que hoy se denomina “diseño inteligente” y antes se llamaba los “fines inmanentes”, y fuera de eso no hay teoría alternativa alguna. Charles Darwin escribió, en El origen de las especies (por medio de la selección natural), colección universal, Madrid 1932:

Nada más fácil que admitir de palabra la verdad de la lucha universal por la vida, ni más difícil -por lo menos, así lo he experimentado yo- que tener siempre presente esta conclusión; y, sin embargo, si no se fija por completo en la mente la economía entera de la naturaleza, con todos los hechos de distribución, rareza, abundancia, extinción y variación, serán vistos confusamente o serán por completo mal entendidos. Contemplamos la faz de la naturaleza resplandeciente de alegría, vemos a menudo superabundancia de alimentos; pero no vemos, u olvidamos, que los pájaros que cantan ociosos a nuestro alrededor viven en su mayor parte de insectos o semillas y están así constantemente destruyendo vida; olvidamos con qué abundancia son destruidos estos cantores, sus huevos y su polluelos por las aves y mamíferos rapaces; no siempre tenemos presente que, aun cuando el alimento puede ser en ese momento muy sobrado, no ocurre esto así en todas las estaciones de cada uno de los años sucesivos.

Como se ve, con el recurso a la expresión la “lucha por la vida”, sólo hay, de hecho, manera aparente de zafarse de estas dificultades, y es sustituyendo “los más aptos” por “los más fuertes”, expresión que tampoco significa nada científicamente hablando, pero que ofrece una analogía con el mundo humano que seduce a nuestras cabezas con un fantasma de comprensión. Según eso, el entero reino vivo se comporta como las sociedades avanzadas actuales, y no al revés (Herbert Spencer, que lo promulgó justamente al revés para disimular el truco, fue llevado no por casualidad prácticamente en hombros de una parte a otra de los EE.UU.) La naturaleza es, pues, calvinista, y de ahí esos edificantes programas de televisión de naturaleza adecuadamente colocados en horario sobremesa que nos vienen de los países anglosajones en los que todos se devoran unos a otros con una crueldad y salvajismo propios de Wall Street. En fin, incluso el propio Darwin, que era un hombre meticuloso, trabajador y victoriano, merecedor de sobra de la caracterización que Arendt hizo en epígrafe del gran hombre, y cuyo único defecto, en mi opinión, fue haberse tomado demasiado en serio a Thomas Malthus -por consiguiente, a un economista liberal-, prefirió mantenerse prudentemente alejado de estos fregados anticlericales. No obstante, en El origen de las especies, de 1895, hay pasajes casi líricos, y lo que es más, casi lamarkianos, como el siguiente:

¿Cómo se han perfeccionado todas esas exquisitas adaptaciones de una parte de la organización a otra o a las condiciones de vida, o de un ser orgánico a otro ser orgánico? Vemos estas hermosas adaptaciones mutuas del modo más evidente en el pájaro carpintero y en el muérdago, y sólo un poco menos claramente en el más humilde parásito que se adhiere a los pelos de un cuadrúpedo o a las plumas de un ave; en la estructura del coleóptero que busca en el agua, en la simiente plumosa, a la que transporta la más suave brisa; en una palabra, vemos hermosas adaptaciones dondequiera, y en cada una de las partes del mundo orgánico.

O, en la Autobiografía de 1876, referida por su hijo en Ensayo Verticales, págs. 164-165:

Pero prescindiendo de las innumerables y bellas adaptaciones que encontramos por todas partes, deberíamos preguntarnos cuál es el beneficio general de esta disposición del mundo. Hay autores que, de hecho, se sienten tan impresionados ante la cantidad de sufrimiento que hay en el mundo que dudan, teniendo en cuenta que todos los seres vivos, si hay más miseria que felicidad; si el mundo, como un todo, es un mundo bueno o malo. En mi opinión, se impone decididamente la felicidad, aunque sería muy complicado demostrarlo. De ser cierta esta conclusión, armonizaría bien con los efectos que cabría esperar de la selección natural. Si todos los individuos de cualquier especie sufrieran habitualmente en grado extremo, acabarían desatendiendo la propagación de su especie. No obstante, no tenemos motivos para creer que esto haya sucedido nunca, o que haya sucedido con frecuencia. Además, otras consideraciones llevan a la creencia de que todos los seres vivos han sido creados para, como norma general, disfrutar y ser felices.

Pasajes que bien podrían entroncar, avant la lettre, con el espíritu de la fascinante hipótesis de la Resonancia Mórfica de Rupert Sheldrake, o la más fascinante aún, por contar con mayor bagaje empírico, de la teoría de la Autopoiesis Natural del biólogo chileno Humberto Maturana, por no hablar de la Endosimbiosis de Lynn Margulis (la mejor explicación al origen de las células eucariontes) la que le da un fundamento microbiológico a la teoría de Gaia, de James Lovelock.Pero como la ortodoxia darwinista, hoy, está representada mundialmente no por la Síntesis Evolucionista Moderna, que sólo la conocen los especialistas y aficionados, sino por el fanatismo superventas del schopenhauariano Richard Dawkins (Dawkins es hijo de Schopenhauer incluso cuando se nos pone positivo: su Destejiendo el arco iris es casi una perífrasis del “humo coloreado ante una divinidad insatisfecha” del Zaratustra de Nietzsche criticando a Schopenhauer), apenas nos enteramos de estas cosas, de estas fisuras del saber, y tomamos a Charles Darwin por quien no fue.

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