Assange posee un cierto aire angelical en nuestro imaginario occidental, mientras que Rushdie parece más un villano de película de James Bond, aunque también podría haber encarnado a Satanás en «Little Nicky» de Adam Sandler, en lugar de Harvey Keitel. No obstante, estas no son las verdaderas diferencias entre ellos, ambos perseguidos y proscritos por sus propias culturas de origen. La distinción radica en que, aunque Rushdie ha vivido relativamente bien en el exilio, sufriendo un ataque grave hacia el final, Assange ha enfrentado un calvario entre reclusiones voluntarias, cárceles de máxima seguridad y el eterno rencor del país más poderoso de la historia.
Hoy, el drama parece concluir felizmente, siempre y cuando Assange no retome sus acciones en Australia y cause otro escándalo a EE.UU., como solo él y Edward Snowden han sabido hacer. Este episodio recuerda a la película de Robert Redford, Los fisgones, cuyo lema era “no more secrets”, estrenada tres años después de la fatwa de Jomeini contra Rushdie.
Parece que Washington ha decidido que no le conviene convertir al ángel Assange en un mártir de la libertad de expresión, un término que en griego significa «testigo». Mientras que en Irán los mártires y la libertad de expresión son de poco interés si no se alinean con sus propios valores, en Estados Unidos aún tienen una reputación que mantener, y Julian Assange no es Bin Laden: Assange es un ángel…
Mi amigo Fran J. Fernández, ¡liróforo celeste!, acierta al decir que la libertad de expresión no se relaciona solo con la fuente emisora (como entendieron John Milton, Baruch Spinoza o Immanuel Kant), sino también con el receptor. Quien habla tiene derecho a ser escuchado, lo que implica que el emisor no debe enfrentar obstáculos -salvo los impuestos por la Paradoja de Popper- en su elocución, y que el receptor debe tener acceso libre al mensaje.
El histórico discurso de Martin Luther King, I have a dream, no habría tenido efecto si la CIA hubiese decidido que todo asistente o grabador del evento sería sospechoso de sedición. Por tanto, hay verdadera libertad de expresión cuando la opinión o la información circulan completamente, pues el mensaje no solo sale de su fuente, sino que también llega a su destino. Tanto WikiLeaks como Los versos satánicos cumplen con esta condición. En un esfuerzo por democratizar la información, Assange simplemente aseguró que el material clasificado llegara al público interesado, es decir, a toda la ciudadanía. ¿O acaso hemos vuelto al “todo para el pueblo pero sin contar con el pueblo” del despotismo ilustrado? No es necesario regresar, porque tal vez nunca nos fuimos…
Donald Trump, por su parte, puede tomar los documentos de alto secreto de la Casa Blanca que desee y descartarlos en cualquier baño de su mansión de Mar-a-Lago. Pero Trump no se parece ni a un ángel ni a un diablo: es un orangután naranja para quien cualquier bondad humana y esfuerzo son un secreto mucho mayor que los documentos que se apropia.
Como dijo Noam Chomsky: “Los gobiernos siempre han buscado controlar la información. Lo que ha cambiado es la tecnología y la intensidad con la que se aplica este control”.