Foto por Mike Alonzo
Las constantes recapitulaciones de la teoría de la libertad, han sido garantes de su propia petrificación y estancamiento en el tiempo. El carácter universal de este tópico, lo ha convertido en uno de los asuntos, que como el cubo de Rubik, presenta tantos escenarios interpretativos como su debate lo permita. No importa el contexto en que se visite, persisten las implicaciones políticas del tema; así como aquellas ideas que corresponden a la individualidad/colectividad.
En el proceso de comprensión del tema, una fracción importante de las tradiciones en la filosofía política, han despertado especial interés en el papel de las grandes masas y la consecución de su libertad. El consenso admitido respecto a este enfoque, ha permitido que, bajo la máscara de la colectividad y el bien común, subsista la intención oculta de inhibir al individuo de sus poderes personales. Singular visión repetida como un doble de espejo, no dice otra cosa que el estado de sumisión y limite que ha generado el vitoreado contrato social de Rousseau. Sin embargo, John Stuart Mill, logra el reconocimiento de una perspectiva que, desde condiciones naturales, impulsa la ruptura con esta concepción.
A este respecto, Stuart Mill advierte que la normatividad y el hábito han retenido una fuerza excesiva y legal cuyos efectos promueven la despreocupación del individuo por el conjunto de reglas establecidas y el alcance de estas:
“Los hombres se inclinan a un partido u otro, según el grado de interés que tengan en aquello que se proponen (…) Pero muy rara vez decidirán, con opinión reflexiva y reposada, sobre las cosas adecuadas a ser acometidas por el gobierno”.[1]
Lo mismo ocurre con la reproducción de valores morales que se manifiesta en una ecuación donde sociedad, Estado y educación, funcionan como moderadores de los aparatos conductuales masificados.
El apremio de Stuart Mill, recae en promover una nueva fórmula de la libertad interna frente a la comunidad de actuaciones humanas. Esto es una libertad primera producto de sentimientos y opiniones que alberga la capacidad decisoria “sobre cualquier asunto práctico, especulativo, científico, moral o teológico”[2]; o sea, la nueva actitud que significa la libertad de pensamiento.
Por todos lados se oye la voz de este supuesto: la actuación intrépida de la prensa y otros medios de comunicación, manifestaciones aisladas que reclaman el cometido de un criterio propio y las evocaciones esperanzadoras de un sujeto revolucionario que constantemente se redefine. En consecuencia, cualquier espacio de la sociedad que haya podido franquear la jurisdicción del Estado y proclamarse en su contra, se ha anunciado desde la modernidad como pedestal del libre pensamiento.
La conclusión que de aquí se extrae, comparte la idea de que el individuo con su actividad y facultades, se permita romper la brecha de lo homogéneo sin necesidad de ser un pensador ilustre, y poder así, aplaudir el triunfo final de la verdad y la ilustración.
Claro está que, peculiares y variados son los casos en que un individuo reclamando y haciendo uso de su libertad de pensamiento, termina procediendo en consonancia con la totalidad. En las democracias participativas, se pudiera pensar como ejemplo, se ejerce el libre pensamiento bajo condiciones ilusorias y deterministas por la norma exterior. La Constitución es su fuente de consolidación como sistemas confiables de sociabilidad, y desde ella se asegura a la vez que se difumina la aparente preservación de los derechos del ciudadano.
De acuerdo con esta perspectiva, se ponen en evidencia dos lecturas. Primero, la falacia de una libertad en posibilidad y las posiciones contradictorias que ello genera. Tal precisión pondría en evidencia los fundamentos teóricos de los sistemas sociales actuales (tanto capitalistas como socialistas) que proclaman con dignidad enérgica, la bandera de la libertad. Por consiguiente, entran en el mismo juego: el argumento del contrato social y el Estado contemporáneo con los principios del laissez-faire del siglo XIX y la permisibilidad en la toma de decisiones sobre los programas públicos, que dan paso al controvertido utilitarismo. Es así que el salto gigantesco que supone el libre pensar, se mantiene en un ambiente de reglas, sujetos y circunstancias que lo paralizan.
La distinción que hace Stuart Mill del libre pensamiento, sigue el mismo principio que guió a Descartes en su investigación: la duda como búsqueda de la certeza del conocimiento. La libertad de pensamiento está contenida en el riesgo que supone rebatir a favor de la verdad, cualquier planteamiento. Basta tan solo citar los miles de descréditos y apuros que ha suscitado el conocimiento científico a la religión cristiana desde inicios de la época renacentista. La conclusión que de aquí se extrae, comparte la idea de que el individuo con su actividad y facultades, se permita romper la brecha de lo homogéneo sin necesidad de ser un pensador ilustre, y poder así, aplaudir el triunfo final de la verdad y la ilustración.
La experiencia del mundo contemporáneo hace perceptible las reacciones de una humanidad que se desentiende cada vez más de fortalecer la libertad individual ¿Pero acaso esta no incurre también en contradicciones? Ciertamente, y ello hace el camino hacia la libertad más complejo de lo que parece. A esta complejidad, se suman los ecos del control social, las falsas democracias y el retoñar del neoliberalismo. Ello agrava los efectos nocivos de la censura y la no emancipación.
Notas
[1] Stuart Mill, John: Sobre la Libertad, Traducción de Josefa Sainz Pulido, edición digital, pág.26.
[2] Ídem. pág.28.