El día a día
Cada vez que oigo hablar de “los 60” como una totalidad me da risa. Para muchos, la época heroica donde todo estaba bien y todo era posible; para otros, la de escaseces múltiples; para algunos, el preludio del naufragio del sueño igualitario que se esfumaría con los 10 millones que no fueron.
Sí. Y la gente, ¿qué? ¿Cómo crecimos, qué usamos, qué comimos, con qué música bailamos?
A eso voy.
Crecimos en un mundo donde todos tenían más o menos lo mismo. En las casas citadinas había quedado lo que se tenía, que por supuesto se fue rompiendo poco a poco y nadie ya sabía reparar la tostadora, o la batidora, o los muebles desfondados. Si el venerable televisor Phillips – o Motorola, o Westinghouse- decidía romperse, los niños de la familia tenían un problema, pero no muy grande: siempre podían ver la programación en casa de algún amiguito. En general, los televisores fueron los equipos más resistentes.
Si algún padre viajaba, lo más que les traía a los hijos era un par de medias blancas para la escuela. O un lapicero. Ya eso hacía una diferencia, ¿comprende?
Las medias fueron posibles porque había muchos carreteles de hilo. Para la escuela, había que llevar zapatos colegiales – nada de tenis, por favor- y medias blancas. Las medias tienen una notable tendencia a romperse. Había medias “de hombre”, pero no eran blancas. De modo que aprendimos a tejer medias, y era común ver en las guaguas a madres y niñas tejiendo medias con 4 agujas en lo que duraba el viaje. Hice un montón de pares de medias para mi hermano y ahora ni sabría por dónde empezar.
En general, era una época en la que había a quién preguntar. Una no sabía hacer el talón de las medias, alguna madre, prima, abuela o mamá de amiga lo sabría. Mamá no sabía cocinar, pero tenía 2 bocas infantiles hambrientas, así que preguntaba cómo se hacía, y los alimentaba. Si está pensando en Google, es increíble la cantidad de idioteces que han salido como respuesta a mi búsqueda “tejer talón de media”.
Abuelas y madres eran herederas de una cultura del hogar hoy casi extinta, y sabían coser, tejer, bordar y sobre todo, inventar. También eran portadoras de una paciencia y dedicación infinita, conscientes de que “ahora sí” y poseían una gentileza hoy olvidada para una época a la que se suele tipificar por los antagonismos del “re” versus “contra”. Las “re” estaban muy conscientes de que había contras “de chiripa” y ayudaban en lo que podían.
Si el esposo de Fulana estaba preso y ella había presentado “la salida” para cuando él saliera, la subsistencia de Fulana y familia se hacía problemática. Hubo un momento terrible en el que a “presentar” le seguía “el inventario”: oficiales quizá del MININT hacían una relación de todo lo que había en la casa, y cuando al fin, con frecuencia años después, llegaba “la salida”, se comprobaba si las pertenencias correspondían a las que aparecían en el documento. Aún recuerdo la desesperación de la madre de mi mejor amiga cuando jugando rompí un bucarito. Era un cualquier cosa del Ten Cent, pero aparecía en el inventario. Y desde luego que mi madre le dio un bucarito mejor, pero bucarito al fin, para sustituir al difunto.
Lo dicho implica que estas personas vivían del aire o casi, porque el salario del esposo preso ya no existía, y cuando no había esposo eran ellas mismas las que se quedaban sin trabajo. Y cubanas al fin, no se pusieron a pedir limosna, sino a trabajar: coser, tejer sweaters, vestidos, medias… y generosamente intercambiaban patrones y consejos con las que se quedaban, que eran las compradoras de su mercancía. Se hacía una diferencia clara entre el participante en una de las tantas fallidas conspiraciones de la época y su familia, y en la difusa transición de valores aún era obvio que la esposa tenía que seguir a su marido. Claro que estaban las “jacquelinas”.
Las “jacquelinas” eran la parentela femenina de algún “contra” bien “contra”, bien dañino, quiero decir. Los trabajos que se ofrecían en la época a “los que no sirven” (contras, homosexuales) eran cazar cocodrilos, sepultar muertos o barrer las calles. De modo que con su mejor sonrisa, las damas de los “contra” más “contra” se engancharon sus pañuelos de seda para proteger el pelo y agarraron carrito de basura y escobillón, y a barrer fueron. Nunca hubo basureras mejor vestidas. La gracia criolla anónima las bautizó definiéndolas: las “jacquelinas”. Por Jacqueline Kennedy.
En general, tuvimos suerte. Crecimos con naturalidad y desenfado en un mundo seguro que luego se complicó extraordinariamente, eso sí.
Los “inventos” de madres y abuelas permitieron la supervivencia diaria en una época de escaseces no de comida, sino de esos artículos tan habituales y necesarios que desaparecen de la pupila del investigador. Tantas boberías que se han impreso sobre la historia de la vida cotidiana en cualquier época, y me encantaría que alguien me dijera qué usaban los cruzados para no largar las tiras del pellejo en Palestina con 85 libras de metal en sus amplias costillas. Es más fácil hablar de las Cruzadas, y a los cruzados, que los zurzan. (Si de verdad le interesa échele un vistazo a las crónicas de Joinville)
A ver, trate de imaginar nuestro maravilloso clima sin desodorantes. Pero los mayores tenían que trabajar y los niños ir a la escuela: ni con escafandra se aguanta un aula al mediodía repleta de infantes olorosos. No había desodorantes. Pero había bicarbonato. De modo que pasta de bicarbonato en una latica no podía faltar en ninguna cartera de mujer cubana, porque, eso sí, el efecto duraba poco y había que aplicarlo una y otra vez.
Amén de la latica con bicarbonato, en los baños de la época no faltaba la pasta “Perla” y el shampoo “Fiesta”, igual que las cuchillas de afeitar “Venceremos”, el jabón “Nácar”, el talco de cuyo nombre no puedo acordarme y que venía en cartuchos – quizá “Brisas”- y el agua de violetas que daban por niño. Los olores perduran. Un día me dejé provocar y compré un agua de violetas que las extáticas vendedoras insistieron que era “como el que daban antes por niño”. ¡Qué va!
Sacar la pasta “Perla” del tubo requería esfuerzo mayor. En general, se petrificaba a los 6 días, y si no me cree, lea al Che que lo dijo en agosto del 61. Uno apretaba y apretaba, y la pétrea pasta rompía el extremo final del tubo de aluminio. Aluminio puro, sin letrero. Sabíamos el nombre de la pasta porque aparecía en la pizarra de la bodega.
Lo dicho indica el optimismo de la nomenclatura comercial revolucionaria. La “Perla” era cemento puro, las cuchillas “Venceremos” una perfecta derrota para quien intentara afeitarse con ellas y conservar la piel, y los pomos de shampoo… ahí sí hay que hacer punto y aparte.
Había dos formatos. El frasco pequeño, que parecía un barrilito alto, con círculos sobresalientes destinados al parecer a evitar el resbalón, fue el primero y más común. Luego vino el tamaño familiar, que venía en los mismos pomos del vinagre “Elite”. Los dos de cristal, ¿se da cuenta? De modo que se está lavando usted la larga cabellera y zas, el pomito de “Fiesta” empieza a rebotar por toda la bañadera y a dar vueltas de un lado a otro. No, no se rompía. El problema era cogerlo antes de que se botara el shampoo.
Los pomos eran tan buenos que la emprendedora cubanidad los cortó con hilo y arena para hacer vasitos para el café. El shampoo no era tan bueno como los pomos. Le tumbaba el pelo a todo el mundo menos a esa gente rara como yo, que se lava la cabeza con cualquier cosa. El jabón “Nácar” no hacía espuma, y el problema del talco era la mota.
El cruce entre la tradición y la escasez se dejaba sentir. El talco, que venía en cartuchos, era para vaciarlo en la caja que usted tenía que tener (o no) y espolvorearlo con la mota –objeto redondo de tela suave que venía con la caja. Las cajas duraron más que las motas, y ahí se armó el desparrame del talco. A nadie se le ocurría no echarse talco después de bañarse, así que por la tarde era fácil diferenciar a los que tenían mota (espalda llena de redondeles de talco conocidos como “motazos”) de quienes carecían del artículo, que salían a la calle regando talco cada vez que se movían.
Qué difícil es conservar las tradiciones en un mundo nuevo. La tradición del talco parece haber reaparecido en los MAI, donde venden talco en una caja de cartón hexagonal –sin mota- cuya ilustración es una mano llena del blanco polvo. Quien esto escribe garantiza que el reguero que se arma al usarlo es inevitable. Ve, la tradición de la caja de talco queda, pero murió la mota. Las madres de entonces inventaron motas, pero a estas alturas vaya a saber cómo lo hicieron.
Como casi siempre ocurre, fueron las mamás quienes cargaron con el peso de la transición. ¿El uniforme queda enorme? Pues a cogerle pinzas, que tiene que durar 1 año. ¿No hay zapaticos para el niño? Pues a cortar de un pedacito de piel regalada las anheladas boticas… para estallar en llanto al darse cuenta de que tenía ante sí dos pies derechos. ¿La adolescente de la familia no tiene qué ponerse para la fiesta del sábado? Allá iba la diligente madre a convertir un vestido viejo “de salir” en traje de quinceañera.
Antes de llegar -o no- a la pesadilla de “los quince”, déjenme decirles que con todo el respeto que el Guille Vilar merece, las fiestas sabatinas de mi grupo de secundaria fueron con Los Beatles. Sin ningún problema. O casi: el problema real era encontrar bastantes varones para bailar. Y no, el tema de los alimentos y bebidas tampoco era complejo. Se salía del paso con “pan con pasta” y crème de vie, que todos pronunciábamos con desenfado “crema de vié”. Daban un montón de latas de leche condensada por persona.
Ésa sí que fue una característica muy típica de la época. De pronto, se sustituía la leche líquida por leche condensada, y en las familias abundaban los dulces y crecía la afición de los hambrientos adolescentes por el “fanguito”. Luego disminuía la cantidad de latas de leche pero aumentaban los huevos, y el tocinillo del cielo y las arepas reinaban. El pescado era un lío, no porque faltara sino porque había, y cada 15 días tenía una que fajarse con 6 o 7 azules merluzas que insistían en resbalar del papel de estraza que las envolvía. Claro que no había bolsas plásticas. Ahora no hay merluzas, pero hay bolsas. La cantidad de azúcar por familia era galáctica, y la mayoría cambiaba el azúcar por arroz. Cuando se donó parte de la cuota de azúcar a algún necesitado latinoamericano, se cambió arroz por azúcar.
Los programas de televisión eran un alarde de imaginación. Los “muñe”, claro que estaban ahí porque quedaron, y por suerte no me tocó la época de los muñequitos soviéticos. Las Aventuras se hacían en vivo, y si Enrique Almirante en su papel de Robin Hood tropezaba con una de las escasas plantas que figuraban el bosque de Sherwood, ahí estaba Bernardo Menéndez para aguantarla con elegancia durante toda la escena. “Cine del Hogar” repetía una y otra vez las películas, qué iban a hacer, y algunas hasta anotamos en una libreta la cantidad de veces que repetían “El Capitán Blood” o “El Cisne Negro”. El teatro por televisión también era en vivo, claro está, y nos acostumbramos a ver actores muy buenos sin darnos cuenta de que lo eran. Los musicales repetían con grandes coreografías las canciones de moda, hasta que llegó el terrible mozambique y esa fue la única moda. La radio transmitía clásicos de aventuras como “Un Capitán de Quince Años” y todos procurábamos estar en la casa a la 1 para oír “Alegrías de Sobremesa”.
En general, tuvimos suerte. Crecimos con naturalidad y desenfado en un mundo seguro que luego se complicó extraordinariamente, eso sí. En mi escuela, cada vez que faltaba un maestro nos llevaban al “Amadeo Roldán” a ver una función de ballet. Por aquello de que estaba cerca. Quiere decir que tuve la suerte maravillosa de ver a Fernando Alonso haciendo el Coppelius, y claro que a Alicia en Giselle y la increíble Carmen. Añísimos después, alguien me invitó al ballet en París .Y ahí mi cultura de ballet cubano me metió en problemas. Estaba consciente de que la entrada tenía que haber costado un montón, pero a mí aquellos galos me parecía que llevaban plomo en los pies. Ni les cuento mi respuesta ante el inevitable “¿qué te pareció?”
La Habana, 22 de octubre de 2019
Nota: Mi amigo Dan Fireside comentó que había pasado trabajo buscando las referencias de Crecer I. No me imagino cómo se las arreglará con este.
Texto cedido por la Autora a Dialektika bajo licencia Creative Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Primer Entrega: Crecer con la Revolución Cubana I: La Infancia
Segunda Entrega: Crecer con la Revolución Cubana II: La Escuela al Campo