Retrato de una mujer en llamas (2019) comienza con Marianne, una pintora de renombre en la Francia de fines del XVIII, sometida a la interpelación. Esta vez, la pintora funge de modelo, puesta bajo la mirada inquisitiva de sus estudiantes. La tarea del día es elaborar un boceto de Marianne desde el inicio. En esta primera escena, la mujer se simboliza como un lienzo blanco: un conjunto infinito de actos performativos y significaciones, muchas veces en contradicción. La cámara de Céline Sciamma filma —y en plano general— el lienzo desnudo, sin siquiera un trazo, y las manos de la artista, a punto de intervenirlo con su brocha. Puede que no nos demos cuenta, pero esta es una escena bastante disruptiva. No es común ver a una pintora mujer reconocida como una reputada maestra, ni mucho menos que todas sus alumnas sean mujeres. No parece usual, además, que la propia artista se someta al banquillo como modelo y se exponga, con toda su vulnerabilidad y temor, ante una generación de nuevas creadoras, dispuestas a recrear su presencia.
La primera vez que escribí sobre Retrato de una mujer en llamas, hace unos tres años atrás, prioricé el análisis del lenguaje de la representación y el arte como medio afectivo, reimaginado desde la relación sáfica entre Marianne, la artista, y Héloise, la modelo. Puse el acento en una escena a la mitad del film, en la que Marianne y Héloise, antes de proclamar su afecto por la otra, discuten sobre el cuadro que Marianne ha preparado para ella. Es una escena maravillosa. Como otras tantas escenas, concebidas con delicadeza y cuidado por Sciamma, el lenguaje entre las dos está plagado de subtextos, referencias oscuras, analogías y símiles; un lenguaje de secretos y complicidades, en el que casi nada se referencia por su nombre. “¿Así me ves?” le pregunta Héloise a Marianne, con la voz marchita y la mirada vulnerable, dado que sabe —al igual que Marianne— que la artista no la ve así realmente, que el cuadro es una verdad impostada, concebida por la pintora para ocultar sus sentimientos por ella. Marianne destruye el cuadro. Otra vez, lienzo blanco.
Puede que el impacto de esta escena haya nublado mi análisis en general, y me haya motivado a perder de vista la primera escena, igual de valiosa en términos simbólicos. La primera escena, solo con Marianne, filmada a modo de flash forward frente al resto de la trama, sugiere un conflicto diferente, pero complementario, al que me referí en mi texto original: el problema de la autorrepresentación. La cuestión, por más que uno crea lo contrario, es bastante compleja. La representación de uno mismo, o de una misma, está sometida a numerosos inputs externos, incluso violentos, que se han encarnado en el sentido propio del yo: el mandato de género, la imposición de categorías, la hegemonía masculina, la distorsión del Yo mujer y la supresión de los deseos disidentes. Autorrepresentarse como mujer implica, en un contexto como este, un acto de sedición y rebeldía: reclamar la agencia propia, reapropiarse del lenguaje simbólico y volverlo un lenguaje emancipador.
Por supuesto, esta es una lectura bastante idealista de la autorrepresentación. El film lo reconoce desde el inicio: el intento de representarse como algo más, de salirse de la raya, implica la censura de afuera, pero también la censura de adentro; la culpa y la incertidumbre, la crisis del Yo y la represión impuesta por una misma. En distintos pasajes del filme, las dos protagonistas hacen lo posible por rehuirle a sus sentimientos por la otra, a pesar de que estos terminen por desbordarles. El arte y los juegos de representación se vuelven la única forma de acercarse sin tanto riesgo. Es a partir de lo que se pinta y lo que no, el tipo de color, las luces y sombras, la presión del lápiz y la brocha, que se establece un continuo emocional entre las dos mujeres, un lazo invisible, pero duradero; el afecto genuino, consagrado en el arte.
De hecho, la primera vez que Marianne ve a Héloise, la hija de una condesa, no lo hace directamente. Marianne la ve desde la mirada masculina: un pintor hizo un retrato de ella, y ahora Marianne debe hacer uno mejor, o, al menos, uno que Héloise esté dispuesta a aprobar. Es una alegoría curiosa. La representación antes del Yo: Héloise pintada aparece antes que la Héloise de verdad, tanto para Marianne como para la audiencia. El retrato que vemos al inicio difiere del retrato final que compondrá Marianne, aun cuando las diferencias podrían parecernos sutiles. De todas formas, la distancia entre una representación y otra se hace relevante en cuanto al concepto y la intención: la primera versión implica una mirada desde la extrañeza y jerarquización entre artista y modelo; la segunda versión, más bien, implica una mirada equitativa, o al menos su intento, desentrañar a Héloise a partir de la vulnerabilidad de la propia artista, un cuadro concebido desde el afecto y el apego, y no desde el deseo y la apropiación.
Un cuadro así, claro está, puede ser peligroso, igual de peligroso que un cuadro mal hecho. Aquí el conflicto central de la trama. Héloise, de unos veintitantos años de edad, ha sido retirada contra su voluntad del convento donde vivía, forzada a casarse con un aristócrata italiano al que no conoce. En este caso, el disparador de tales acontecimientos es otra tragedia concebida en femenino: la hermana de Héloise, quien debía casarse con el barón, se ha suicidado, puede que loca de dolor, y es Héloise la encargada de reemplazarla. La hija de la condesa ni siquiera puede llorar la muerte de su hermana; su destino está decidido por otros. En este caso, la pintura cobra un papel importante dentro del ritual de matrimonio: es la primera referencia que tendrá el barón de su nueva esposa, y puede que sea la más prominente: este será el cuadro que será colgado en la propiedad principal del barón, y, por tanto, el que será expuesto a todos los invitados y figuras del círculo social de la pareja. Debe ser, pues, un cuadro fidedigno a Héloise, y que, a la vez, la eleve a la consagración.
La relevancia de la representación —y, en este caso, también de la autorrepresentación— queda muy bien reflejada en este primer conflicto: el futuro de Héloise depende de cómo se le represente. El cuadro está imbricado en la compleja relación de intercambio y de dones que se subyace al matrimonio como institución. Por eso la condesa decide que debe ser Marianne, una pintora notable, pero discreta, quien debe hacerse cargo del cuadro, que ya ha sido abandonado por otros pintores más reputados. Una vez más, la complicidad femenina está presente, pero esta vez bajo un propósito masculino: Marianne deberá hacerse pasar por una acompañante pagada por la madre de Héloise con el fin de cuidar de ella y dar paseos por la bahía. Su relación, entonces, está determinada por la desconfianza. Marianne y Héloise se encuentran en estos primeros paseos, en la distancia impuesta y autoimpuesta, esa misma distancia que es común entre tantas mujeres y que ha sido utilizada para silenciar los afectos que emergen entre ellas.
Para el film, ser mujer es estar sola. Ese es el precio a pagar para Marianne dada su libertad. La soledad es la condena de la madre de Héloise, mujer viuda que ahora está obligada a dar a su hija en sagrado matrimonio. La soledad es, además, la condición que ha definido la vida de Héloise, en tanto que se ha pasado la vida entera encerrada en un convento, solo para salir y ser casada con un hombre que no conoce. Incluso la criada, Sophie, habita en la enorme casa solo por su cuenta, habita sola, como un fantasma, una presencia silente, pero siempre presente. Parece que las tres mujeres protagonistas viven en el desconocimiento del mundo de afuera, en la ausencia de mayor futuro y que solo se tienen la una a la otra como fuente de alivio.
Retrato de una mujer en llamas lidia con los asuntos de la representación y la autorrepresentación dentro de la historia, pero también fuera de ella. Es posible que el film se conciba en oposición a los modos hegemónicos de la narración y la puesta en escena. Si la película habla constantemente sobre sí misma, entonces el estilo parece contribuir a este ejercicio de interpelación y meta-reflexión: el resultado final es un film muy pulcro, de escenas ciertamente retocadas y ensambladas cuidadosamente por la realizadora y su equipo, un film que funciona como dispositivo feminista. De hecho, podría decir que Sciamma filma en rechazo a los modos masculinos de concebir los afectos y el romance, sobre
todo aquellos concebidos desde la experiencia. El contraste es bastante evidente.
En un film hegemónico, el cuerpo femenino es visto desde una representación ajena y maniqueísta; el cuerpo es un dispositivo de sumisión, sometido al ordenamiento cultural y la imposición de deseos ajenos. La cámara es medianamente agresiva y ciertamente insistente: se filma al cuerpo femenino desde el primer plano, o el primerísimo plano, se filma a las mujeres en secuencias rápidas, a menos que se trate de una escena objetivadora; se filma entre la premura y la obsesión, entre la ilusión de realismo y la imposición de comportamientos. La cámara masculina corre el riesgo de filmar desde el descrédito, replicar una mirada mórbida, un dispositivo porno: la intromisión en el ámbito privado, el fetiche del close up y el zoom in, el tabú ante la sexualidad femenina, la explotación o minimización del deseo femenino. Si nos ponemos fatalistas, parece que la cámara replica el sexo heterocentrado simulando el acto de penetración, que interviene violentamente en los personajes y su intimidad. En filmes así, los personajes son comúnmente objetivados y sublimados, minimizados en la narrativa y negados de voluntad. La cámara es cómplice y las historias le siguen la corriente. La identidad femenina se deshumaniza y se fragmenta: se torna discontinua y frágil, no se cohesiona en un yo completo, y pierde mayor capacidad de reclamarse por su cuenta.
Puede parecer extraño que en un texto sobre un film feminista y femenino (por más cliché que puedan sonar ambos términos), me termine dedicando a hablar de otras películas, películas filmadas en masculino, con cierta desidia e incluso desdén con las mujeres, sus historias, sus cuerpos y sus afectos. Pero me da la impresión de que Céline Sciamma y su directora de fotografía, Claire Mathon, quieren que pensemos justamente en este asunto y estos filmes al ver su Retrato de una mujer en llamas. En este caso, la fuerza de la crítica radica en la omisión y el contraste: filmar la historia desde una puesta en escena ciertamente radical, sin puntos medios. No hay personajes masculinos relevantes en la pantalla y tampoco hay una mirada masculina detrás de esta. La forma de filmar se resiste a los medios tradicionales.
La mayoría de escenas de Retrato… se filman con una cámara fija. El montaje es sutil y poco invasivo; las secuencias suelen ser de larga duración y siguen a las protagonistas con naturalidad, se guían por la espontaneidad de la conversación y la tensión entre las palabras. La cámara pocas veces recurre al primer plano y, si es que lo hace, no fuerza ningún tipo de intimidad impostada. Abundan los planos generales y las composiciones más o menos rígidas, replicando el estilo pictórico de la época. Los colores son cálidos y agradables a la vista, nunca muy saturados, concebidos con luz natural, o una luz que aparenta serlo. El romance entre las protagonistas es bastante sutil, el deseo es intenso, pero pocas veces se materializa como tal en la pantalla. El afecto entre las dos mujeres confunde el romance y la amistad, juega con un código y con otro, traspasa las barreras, se desborda entre categorías. En distintas secuencias, no sabemos si ambas protagonistas se desean de verdad o si la amistad simplemente ha cambiado de significante, aún preservando el significado. Héloise y Marianne se acercan una a la otra a partir de actos desinteresados, confesiones imprevistas, y formas de cuidado. El afecto se refuerza desde estos gestos y sus ilaciones, más aún al ser filmado de esta manera.
El film no solo quiere que cuestionemos nuestros ideales sobre la representación, sino que también se cuestiona a sí mismo: filma a las mujeres desde una óptica muy suya, se aleja de presupuestos tradicionales y se atreve a decir algo diferente. ¿Qué tanto ayudó en este caso que Sciamma fuese pareja de Adèle Haenel, la intérprete de Héloise? ¿Acaso la puesta en escena hubiese sido diferente si la persona encargada de componer los bocetos y pinturas para el film no hubiese sido una artista mujer? ¿Tiene sentido que esencialicemos la forma de filmar de Sciamma y la encasillemos en la misma categoría que trata de subvertir? Son incontables las preguntas. El film no abandona su estilo rígido, pero intenso, y, por tanto, se mantiene en la duda.
Todo esto nos lleva al boceto de la página 28. La página en cuestión es parte de un libro que Héloise lleva consigo, un leitmotiv común en la historia. Se ha escrito que el film parece replicar la esencia del mito narrado en este libro, la historia de Orfeo y Eurídice, que es narrada y discutida por las dos protagonistas ante la mirada curiosa de Sophie, en uno de tantos gestos de sororidad entre las tres, incluyendo una subtrama bastante provechosa que replica los riesgos sobre ser mujer emancipada en este contexto. El mito en cuestión no es lo que más me sugiere interés, sino lo que el libro representa y representará para el final. Una vez más, en el juego de la representación, colapsan distintos textos: una versión de un mito escrita en un libro francés, un boceto dibujado en el libro, una historia que recuerda el origen del dibujo, y un cierre a dicha historia, años después en París, con una Héloise ya casada que recuerda la ópera de Vivaldi que compartió con Marianne y que se echa a llorar de principio a fin ante los ojos escondidos de la pintora.
La escena del boceto es probablemente la más importante en el film y puede que la mayoría —así como yo— no se haya dado cuenta. Abrazándola en la cama, a poco tiempo de tener que separarse por siempre, Héloise insiste en que no tiene nada que pueda ayudarla a recordar a Marianne una vez que esta se vaya por la mañana. Así nace la idea de que Marianne se dibuje en un boceto, con la mirada fija en un pequeño espejo y en la propia mirada de Héloise, atenta a los trazos de la artista. A pesar de que todo el film ha girado en torno a la forma en que Marianne ve a Héloise y la forma en que su afecto es mediado por el cuadro que la representará, esta es la oportunidad para que Marianne se vea a sí misma, o, más bien, para verse como sospecha que Héloise la ve. Allí, entre las sábanas, Marianne decide dibujarse a sí misma; el autorretrato de la página 28. La pintora dejará este dibujo para siempre. Años después, Marianne tiene al retrato de la mujer en llamas, y la modelo tiene su boceto. ¿Acaso existe mejor expresión de amor que crear para el otro?
La mejor película del siglo XXI, a mi juicio.