Indagando sobre el sentido del temor a la muerte

agosto 11, 2024

«¿Por qué temer la muerte?, si mientras existimos,
ella no existe y cuando existe la muerte, entonces, no existimos nosotros.»

Epicuro, Carta a Meneceo, 125.


Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un asunto que nos interpela, casi en igual medida, a todos por igual: el único hecho fáctico de nuestra vida que carece de cualquier duda, la mayor de las certezas, la única verdad inescrutable que nos acompaña desde que nacemos, a saber, que todos vamos a morir eventualmente y que no hay absolutamente nada que podamos hacer para evitarlo. Ahora bien, ante semejante acontecimiento inevitable en nuestra existencia, es preciso que nos preguntemos ¿por qué le tenemos tanto miedo a la muerte? Aquí vamos.

Comencemos por el Muñeco Indestructible, el «Chucky de la filosofía», a saber, Platón, para quien la muerte no es, en absoluto, el fin, sino más bien una transición hacia otra forma de existencia (del alma). En su emblemático diálogo Fedón, Sócrates expresa que el alma es indudablemente inmortal y que la muerte, lejos de ser una condena o castigo, es una liberación del cuerpo. En este sentido, Platón argumenta que el «verdadero filósofo» es aquél que se ejercita para morir, y para él, la muerte es menos temible que para cualquier otro hombre. En otras palabras, quienes de dediquen de verdad a la filosofía, se están preparando para morir y están aprendiendo a morir con dignidad, puesto que para Platón la muerte es la separación del alma (lo inmortal) de un cuerpo limitante y efímero (fuente de tentaciones, pecados y errores). Esta separación es, en la filosofía platónica, extremadamente deseable, porque permite al alma alcanzar un conocimiento verdadero, sin las distracciones y corrupciones de la cárcel corporal. Recordemos que en otro diálogo, el Fedro, Platón exploró la idea que el alma es inmortal y que ha pasado por múltiples vidas, aprendiendo y recordando conocimientos en cada una de ellas (conocer, en Platón, es recordar). En este contexto, la filosofía es una herramienta aliada del alma, puesto que la ayuda a recordar las verdades eternas que ella ha contemplado en sus transmigraciones. Por último, en la República, Platón retoma este tema al momento de discutir la naturaleza del alma y su destino tras la muerte: mediante el mito de Er, presentado al final del libro, se describe cómo las almas eligen sus próximas vidas y reciben recompensas o castigos según sus acciones pasadas, subrayando la importancia de vivir una vida justa, virtuosa y filosófica para alcanzar un destino favorable en el más allá. ¿Les suena conocida esa promesa? Prosigamos.

 La muerte es el último y más grande misterio, que el verdadero filósofo espera con esperanza y confianza (Platón, Fedro).

Posteriormente su alumno rebelde, Aristóteles, en su Ética a Nicómaco tratará este asunto del temor a morir en el contexto de la virtud del coraje. Según él, el hombre valiente es aquel que enfrenta la muerte porque es noble hacerlo, y no por ninguna otra razón externa, social o trivial. Vista así, la virtud es el valor de enfrentar el miedo con moderación, sin caer ni en la temeridad ni en la cobardía. Recordemos que para nuestro autor, la muerte es un evento natural e inevitable, por lo que no centra su atención en el temor a la muerte en sí, sino en cómo vivir una vida virtuosa a pesar de su inevitabilidad. 

El hombre valiente es aquel que enfrenta las cosas que debe enfrentar, por las razones correctas, de la manera correcta y en el momento correcto (Aristóteles, 2009, p. 111).

Es interesante destacar la distinción que Aristóteles realiza entre ser valiente o ser temerario ante la muerte. La valentía se basa en una evaluación racional de los riesgos y en la disposición a enfrentar los peligros ante una causa justa. Contrariamente, la temeridad es la ausencia de esta reflexión evaluativa y, por ende, una disposición imprudente a enfrentar peligros sin un propósito moral claro. 

En Aristóteles no vamos a encontrar temor, ni romantización ante lo inevitable porque su ética está sustentada por la eudaimonía, o búsqueda de la felicidad, que se logra a través de la práctica de las virtudes. En este sentido, la preparación para la muerte no es un acto aislado de coraje, sino que forma parte de una vida dedicada a la virtud y al bien: al vivir una vida virtuosa, uno puede enfrentar la muerte con tranquilidad y dignidad, sabiendo que ha vivido conforme a los principios más elevados de nuestra naturaleza. 

Consecuentemente con esta visión aristotélica de la vida y la muerte, los estoicos, particularmente Epicteto y Marco Aurelio, enfatizan en la aceptación serena de la muerte como parte del orden natural. Epicteto sostuvo que «la muerte no es nada terrible, pues si lo fuera, también Sócrates lo habría considerado así». Por su parte, Marco Aurelio, en sus Meditaciones, afirmó que la muerte es una liberación de las impresiones de los sentidos y de las pasiones que hacen títere al alma. Más aún, Epicteto nos enseñó que la muerte no es un mal en sí misma, sino una condición natural que debe ser aceptada con la mayor tranquilidad posible. En sus Discursos… argumentó que la muerte es una de las muchas cosas que están fuera de nuestro control, por lo que no tiene sentido alguno que le temamos tanto:

 No son las cosas las que nos perturban, sino las opiniones que tenemos sobre ellas (Epicteto, 1995, p. 13). 

Eso sí, a no confundirse, una cosa es no temer algo inevitable y otra muy distinta es ignorarlo por completo. En este sentido, según Epicteto, la sabiduría consiste en reconocer la inevitabilidad de la muerte y en no permitir que el miedo se apodere de nosotros. En su Manual…, también conocido como «Enchiridion», nos invitó a calmarnos un poquito en esta pretensión ansiosa de querer controlar absolutamente todo lo que nos pueda suceder:

«No busques que las cosas sucedan como quieres, sino quiere que sucedan como suceden, y tu vida transcurrirá sin problemas» (Epicteto, 1983, p. 8).

Por su parte, Séneca, otro grandioso estoico, reflexionó extensamente sobre la muerte y cómo enfrentarla con dignidad. En sus Cartas a Lucilio sostuvo que la muerte es una liberación de los sufrimientos y las tribulaciones de la vida, subrayando con eso la importancia que tiene la preparación constante durante el tiempo que nos sea dado:

«No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho» (Séneca, 1969, p. 18).

Evidentemente, para ninguno de los autores precitados, y mucho menos para Séneca, la reflexión acerca de la muerte es algo morboso, sino una manera de vivir una vida más consciente y plena puesto que la muerte nos recuerda a diario que debemos vivir honrando la existencia, aprovechando el presente y no hipotecando lo que nos quede de futuro en estupideces y trivialidades. 

«En la muerte no se puede ser desgraciado: se deja de ser, y no se puede ser desgraciado y estar muerto simultáneamente. Quien no quiere la muerte, es porque no quiere la vida» (Seneca, 1969, p. 54).

También Marco Aurelio, emperador romano y filósofo estoico, en sus Meditaciones reflexionó en torno a la muerte con una serenidad ejemplificadora, considerándola como una parte natural de nuestro ciclo de la vida y del cosmos y animándonos aceptar este hecho con una calma que sólo puede propiciar la correcta racionalidad (los necios, en este punto, están al horno). La meditación, en esta perspectiva, nos permitiría interpretar a la muerte como una herramienta para poner en perspectiva los problemas que realmente merecen atención en la vida y para recordar cuan fugaces son todas las cosas terrenales.

«Observa cómo mueren los hombres, y verás que no hay nada terrible en ello, sino que es parte del proceso natural» (Marco Aurelio, 2006, p. 84).

En fin, está claro que para la filosofía estoica la virtud es el único bien verdadero y que todo lo demás, incluyendo nuestra muerte, es indiferente en términos morales. Esta indiferencia no significa insensibilidad, sino una aceptación inteligente de la realidad que iría en contra de la impostura de aquellos patéticos que pretenden ganarle al tiempo dedicando su vida entera a la apariencia de juventud que, en el fondo, no engaña a absolutamente nadie. Los estoicos creen que vivir de acuerdo con la naturaleza, o sea, de acuerdo a la recta razón, es el único medio para alcanzar la tranquilidad y la paz interior, incluso ante la parca tocando nuestra puerta. Todo ello se plantea mediante una ya citada «preparación», que no es otra cosa que el ejercicio continuo de mente, cuerpo y espíritu, no implicando un enfoque fatalista de la mortalidad sino una forma de vivir con plena conciencia de la finitud y con un compromiso constante con la virtud. Sin haber leído a Epicteto, más de un abuelo nos ha dicho esto de mil maneras: quien vive con dignidad, muere con dignidad. 

Hasta ahora, todo muy bonito ¿verdad? Pues sacudamos un poco el árbol, a ver qué cae. Resulta que para el filósofo danés Søren Kierkegaard, en su obra El concepto de la angustia (1844), la relación entre la angustia y la muerte es crucial para entender nuestra existencia. Lejos de hacerse el gil, Søren nos dirá que es inevitable sentir angustia ante la muerte porque ella misma representa una confrontación con la nada. Y acá, la cosa se pone jodida, porque asumámoslo, todos alguna vez nos hemos preguntado ¿y si no hay nada después? Pues bien, la angustia es una emoción fundamental que emana de la libertad humana y de la posibilidad del “no-ser”, es decir, la muerte, sobre todo cuando se considera que la angustia es una experiencia existencial que no tienen los esclavos, sino las personas libres que deben enfrentar las consecuencias de sus decisiones a diario. A diferencia del simple miedo, que sí tiene un objeto específico y tangible, la angustia de Kierkegaard se refiere a una sensación  vaga e indefinida, una confrontación con la posibilidad de lo indefinido y, en última instancia, con la posibilidad de morir.

 «La angustia es la realidad de la libertad como posibilidad ante la muerte» (Kierkegaard, 1980, p. 86).

La muerte, en la filosofía de Kierkegaard, es un límite último que da forma a la existencia humana, en tanto que la conciencia de la muerte nos provoca esa angustia al confortarnos con la realidad de nuestra finitud y la posibilidad de la nada. Esta confrontación no puede ser evitada y es parte integral de lo que significa ser humano ya que somos el único bicho en la faz de la tierra que se pregunta por su ser, y por ello, por su muerte. En teoría, la muerte como posibilidad siempre presente, nos obligaría a considerar el significado y el propósito de nuestra vida y la de los demás, motivo por el cual tal angustia no debe ser suprimida o ignorada, sino aceptada y enfrentada. Encarar ese sentimiento podría ayudarnos a vivir auténticamente y reconocer la seriedad y la responsabilidad de nuestra libertad. 

Contrariamente a los postulados posmodernos propiciadores del vaciado total de contenido espiritual, Kierkegaard nos ofrece un contrapeso al dolor de la angustia existencial, a saber, el «salto de fe» (Troens spring). Este «salto» representa un acto de fe en el que el individuo acepta la incertidumbre y la finitud de la existencia, confiando en algo más allá de la razón y la evidencia empírica. Ojo, no se trata de un clonazepam que nos deja sedados, porque no elimina la angustia, pero proporciona un marco en el cual la angustia puede ser comprendida y vivida de manera significativa: se da vuelta la tortilla, le damos sentido a algo que aparentemente no lo tiene. 

La angustia es la posibilidad de la libertad, y sólo esta angustia mediante la fe es absolutamente educativa, porque lo pone a uno en contacto con lo absoluto

Por último, no podemos olvidar al filósofo que dice que somos «seres-para-la muerte». En su obra Ser y tiempo, Heidegger introdujo ese concepto como una característica fundamental de la existencia humana. Así, la muerte no es un evento futuro, sino una posibilidad constante que define nuestra existencia

 «El ser-para-la-muerte es el modo de ser en el que el Dasein se comprende a sí mismo de manera más auténtica» (Heidegger, 1962, p. 294).

Recordemos que para Heidegger, nosotros, los simples mortales, somos Dasein, o sea, «seres-ahí» propensos permanentemente a morir. Esta idea sugiere que la conciencia de la muerte es una característica esencial de la existencia humana y que influye en cómo vivimos en nuestras vidas. Ser-para-la-muerte no es simplemente una disposición hacia nuestro fin, sino una comprensión de que nuestra existencia es fácticamente finita y que la muerte es una posibilidad siempre presente, o la posibilidad de todas nuestras imposibilidades. Al enfrentar la realidad de nuestra finitud, podríamos vivir, según Heidegger, de manera más auténtica:

«La muerte es una manera de ser que el Dasein asume tan pronto como es. Desde el momento en que un hombre viene a la vida, es lo suficientemente viejo para morir» (Heidegger, 1962, p. 289).

Recordemos brevemente que para Heidegger hay una distinción crucial entre una vida auténtica y una vida inauténtica: en la existencia inauténtica, los individuos tienden a evadir la realidad de la muerte, viviendo conforme a las expectativas y distracciones de la «habladuría» (Gerede) y el «uno» (das Man), es decir, la sociedad impersonal. Esta evasión, llevada a su máxima expresión en TikTok, algo que Heidegger presagió pero nunca llegó a conocer, nos ha llevado a promocionar una vida asquerosamente superficial y premiadamente no reflexiva. Así nos va. 

Por el contrario, una existencia auténtica implicaría enfrentar la muerte de manera consciente y personal, puesto que al aceptar la muerte como una posibilidad siempre presente, el Dasein se confronta con su propio fin y puede tomar, en teoría, decisiones más genuinas y significativas, libre de las convenciones sociales y las distracciones cotidianas. En definitiva, vivimos en un tiempo, y nuestra comprensión de la muerte influye severamente en cómo vivimos nuestra temporalidad. Por suerte, según Heidegger, tenemos el poder de la «anticipación» (Vorlaufen), que es una manera en que los seres humanos podemos proyectarnos hacia nuestra propia muerte y, a través de dicha anticipación, vivir de manera más auténtica. Al anticipar nuestra propia muerte, podemos trascender la trivialidad de la existencia cotidiana, no quedar presos del siempre presente «se dice” y poder así, al modo de Kierkegaard, vivir con libertad y asumiendo nuestro proyecto vital como la única forma de dar sentido y propósito a algo que no sabemos cabalmente para qué vino (nuestra vida) mientras sabemos perfectamente que se acabará. Parece complicado, ¿verdad? Pero no es otra cosa que ponderar la vida, en pos de un sentido, a pesar de saber de antemano que tarde o temprano todo terminará para nosotros. Por suerte, según se vea, siempre hay secuelas, sobre todo si nuestro paso por este mundo no se basó en adorar la estupidez y la maldad. 

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