Reflexionando sobre la endeble fuerza de los tiranos

Evidentemente, la situación venezolana es un recordatorio de los peligros que acarrea el poder absoluto y la tiranía.
agosto 6, 2024
Nicolás Maduro

Nicolás Maduro en reunión con Vladimir Putin el 25 de septiembre de 2019. Ver más


«Huid del país donde uno solo ejerce todos los poderes: es un país de esclavos.»
Simón Bolívar


Venezuela es nuevamente testigo y protagonista de un evento electoral que refleja no sólo la crisis económica y social, sino preponderantemente política que atraviesa esta hermosa nación. En días pasados se confirmó la erosión continua de las instituciones democráticas bajo el régimen de Nicolás Maduro. Algo tan necesario para cualquier país, las elecciones, que deberían ser la piedra angular de la democracia republicana y representativa, se ha convertido en una farsa manipulada para sostener la perpetuación de un poder que pretende ser absoluto, pero que veremos menguar con el paso de apenas unos días.

Bien sabemos que el fraude electoral en Venezuela ha sido una práctica recurrente en las últimas décadas: desde el control total sobre el Consejo Nacional Electoral (CNE) hasta la exclusión de partidos opositores y la manipulación descarada de los resultados. En cada proceso electoral hemos podido apreciar un sinnúmero de acusaciones de irregularidades y carencia total de transparencia. Y sí, esta ocasión no fue la excepción: ocultación de planillas parciales, apagones en el sistema electrónico de difusión interna de la información electoral (disfrazados de «ataques terroristas» de opositores por parte del Emperador Maduro), compra de votos, intimidaciones, una cobertura mediática sesgada y condicionada por el régimen, etc. Hermoso contexto, ¿verdad?

Amados lectores, la idea es que podamos pensar juntos este fenómeno desde una perspectiva histórica y filosófica, para no caer en el burdo repetir las opiniones ya propiciadas por el millar de periodistas claramente identificados por intereses muy puntuales (sea del lado que sea). Tratemos por un instante de comprender el fraude electoral en Venezuela como una manifestación postmoderna de la adicción al poder absoluto en el contexto de democracias occidentales debilitadas y carentes de fuerza para cumplir su misión: representar y proteger a los pueblos.

Recordemos por un instante a Platón, quien en su obra La República describió un ciclo de degeneración de los sistemas políticos y de los individuos que los encabezaban. En su análisis, la tiranía era considerada la peor forma de gobierno, ya que el tirano es, sin duda, el peor tipo de gobernante. Platón señaló que el deseo de poder absoluto y la falta de control sobre este poder corrompe completamente al gobernante, a tal punto que éste pierde cualquier esbozo de virtud y justicia. Visto así, Maduro se terminará convirtiendo en un esclavo de sus propios deseos, guiado únicamente por su impulso de satisfacer su ansia de poder interminable. Esta degeneración moral perpetuada lo llevaría, según Platón, a actuar contra el bienestar común y a adoptar medidas cada vez más opresivas para mantener su control:

«Cuando un hombre se hace tirano de su ciudad, ¿no se convierte entonces en el enemigo de todos los hombres libres, y no conspira siempre para destruir a cuantos se hallan por encima de él?» (Platón, La República, Libro VIII, 566e).

Consecuentemente, Aristóteles, en La Política, también abordó la tiranía como una forma corrupta de gobierno, puesto que es la perversión del soberbio y prepotente que busca únicamente su propio beneficio en lugar del bien común. De esta manera, el deseo de poder absoluto lleva a estos personajes nefastos a emplear la fuerza y la intimidación para conservar su posición, lo que genera un resentimiento palpable en el pueblo oprimido.

«El tirano nunca piensa en sus súbditos como hombres, sino como bestias, y los trata en consecuencia, no en beneficio de ellos, sino en su propio beneficio.» (Aristóteles, La Política, Libro V, 1314a).

Y si de resistencia se habla, el pueblo venezolano es experto en el asunto. Recordemos lo que el gran Thomas Hobbes plantea en su obra El Leviatán, una visión del contrato social que le otorga al soberano un poder casi absoluto a cambio de la protección y el mantenimiento de la paz. Sin embargo, Hobbes reconoce ciertas condiciones bajo las cuales los súbditos podrían estar justificados a resistir o incluso a rebelarse contra quien ejerza el rol de sumo soberano. La obligación de los gobernados hacia su gobernante dura el tiempo en que el poder del mismo sea efectivo para protegerlos. Esta declaración implicaría que, si el tirano falla en sus deberes y obligaciones, la exigencia de obediencia carece de sentido.

«El fin de la obediencia es la protección; cuando, por tanto, el soberano no puede protegerlos, los súbditos están libres de su obediencia, y tienen libertad para protegerse por sus propios medios.» (Hobbes, Thomas. Leviatán, Capítulo XXI, 1651).

Un Nicolás menos degenerado, de apellido Maquiavelo, nos advirtió sobre los peligros que conlleva la manipulación política en su obra célebre El Príncipe, destacando cómo los líderes pueden justificarse de mil maneras para lograr sus fines (de ahí viene la frase popular, que no está escrita literalmente en la obra, que versa: “el fin justifica los medios”). En el caso puntual de Maduro, la perpetuación en el poder se ha vuelto un fin en sí mismo, ignorando a sabiendas los principios democráticos en favor de mantener un control férreo sobre una nación atosigada por la barbarie, el hambre, la violencia y el sometimiento atroz.

«Se debe considerar que no hay nada más difícil de llevar a cabo, ni más dudoso de tener éxito, ni más peligroso de manejar, que iniciar un nuevo orden de cosas. Porque el reformador tiene como enemigos a todos aquellos que se beneficiaron del viejo orden y sólo tiene como tibios defensores a aquellos que se beneficiarán del nuevo orden» (Nicolás Maquiavelo, El Príncipe).

Recordemos también lo que nos decía Hannah Arendt sobre la tiranía y el totalitarismo, sosteniendo que estos regímenes buscan controlar no sólo las acciones de las personas, sino también sus pensamientos y emociones más íntimas. La manipulación total de la información y la creación de un relato o narrativa oficial son herramientas clave que utilizan estos perversos con poder para consolidarse en el trono, mientras se silencia cualquier atisbo de oposición.

«La mayor garantía de la libertad del pensamiento, de la libertad de expresión y de la libertad de prensa reside en su incapacidad para sobrevivir en un mundo donde se haya establecido una verdad única» (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo).

Aun así, Arendt analizó también la legitimidad de la rebeldía, personificada en este caso por María Corina Machado y Edmundo González, quienes han cumplido, en situaciones en las que los gobiernos se convierten en el principal opresor de todas las libertades individuales, el rol de representantes y sostenes de la posibilidad, aún viva, de la acción política legítima como respuesta necesaria frente a la tiranía alienante y esclavizante:

«El derecho a la revolución, por lo tanto, no es el derecho a resistir el poder legítimo, sino el derecho a resistir al poder ilegítimo que ha usurpado el poder y se ha vuelto tiránico.» (Arendt, Hannah. Sobre la Revolución).

Mientras tanto, la tímida comunidad internacional observa estos eventos con preocupación superficial, puesto que reconocer el fraude electoral en Venezuela no es simplemente un problema interno, sino un recordatorio de los peligros de la tiranía y el poder absoluto en manos de inútiles y corruptos violentos en pleno siglo XXI. Este prototipo de democracia ficticia montado por muñecos de torta disfrazados de militares que nunca fueron a una guerra real a defender a su pueblo, socava seriamente los principios fundamentales de la democracia occidental y de los derechos humanos universales mientras el mundo, tibio y conmovido para la foto y el tweet, mira para otro lado.

Está claro que esta situación política en Venezuela nos obliga a reflexionar sobre la tremenda fragilidad de las instituciones democráticas y la urgente necesidad de protegerlas frente a los intentos sistemáticos de manipulación y control absoluto que han devastado a un pueblo en menos de veinticinco años. Solo mediante un compromiso global con la transparencia, la justicia y la defensa de los derechos civiles podremos enfrentar efectivamente los desafíos planteados por regímenes patéticos como el de Maduro.

Evidentemente, la situación venezolana es un recordatorio de los peligros que acarrea el poder absoluto y la tiranía. No nos queda otra opción que no perder la esperanza en la resistencia legítima, la desobediencia civil y la acción colectiva como herramientas cruciales para enfrentar un desafío que no es imposible. El cadáver político que representa Nicolás Maduro ya está esparciendo fuertemente su hedor. Quien no quiera olerlo, no podrá evitar taparse al menos la nariz, pues la dignidad humana en el pueblo venezolano exige la restauración de la democracia y la justicia mediante un compromiso constante y valiente, propio de una voluntad comunitaria que se niega a abandonar la lucha contra la opresión para ponerse, de una vez por todas, de pie y con la frente en alto.

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