«No es la falta de amor, sino la falta de amistad lo que hace matrimonios infelices»
F. Nietzsche
Lejos de lo que muestran las telenovelas mexicanas o coreanas, las películas cada vez más vacías de contenido y el material pseudo biográfico que difunden los medios de espectáculos sobre la vida íntima de las parejas famosas, el amor, en su esencia más pura, no es una idealización de la perfección, sino más bien una aceptación consciente y voluntaria de las imperfecciones de la persona que hemos elegido querer. Esta concepción del amor nada tiene que ver con las fantasías románticas que tanto entretienen, pero que nada tienen que ver con nuestra realidad, puesto que encuentra su fundamento en la facticidad de la cotidianidad de las relaciones entre los seres humanos concretos. Así lo sostuvo el gran Jacques Lacan cuando explicitó que el amor es dar lo que no se tiene a alguien que no lo quiere: el amor auténtico no se asemeja en absoluto a la idealización de lo que creemos (o queremos) que el otro sea o debería ser, sino a una aceptación honesta (y dificultosa) de quien realmente es.
Para ilustrar nuestra perspectiva, tomaremos como ejemplo una escena de la que es para mí una de las mejores (y menos ponderadas por la industria cultural) películas de la historia. Se trata de «Good Will Hunting», en la cual se ilustra la idea presentada precedentemente con una claridad conmovedora: el psicoanalista, interpretado magistralmente por Robin Williams, le cuenta a Will (su paciente, un chico genio con severos problemas) una anécdota sobre su difunta esposa. Le habla de cómo sus pequeños defectos, aquellos que incluso podrían ser considerados desagradables, molestos o irritantes para otros, son en realidad los recuerdos más preciados para él. Menciona brevemente, con ternura y mucho humor, cómo ella solía tirarse pedos mientras dormía y cómo ese acto, aparentemente «cochino» y embarazoso, se convirtió en una de las cosas que más extraña tras su muerte. Al fin y al cabo, son esas imperfecciones tan propias, tan de uno, las que, al ser aceptadas con cariño, respeto y tolerancia, construyen un verdadero recuerdo de amor verdadero.
Por su parte, el filósofo Slavoj Žižek también analizó esta noción de amor afirmando que el «amor verdadero» no es encontrar a alguien perfecto, sino ver perfectamente a una persona imperfecta. Evidentemente, se trata de una reflexión que hace foco en la crítica de la cultura y de la ideología, enfatizando que el amor genuino implica ver y aceptar los defectos del otro, no como algo que debemos soportar con dolor, sino como algo que asumimos amando y apreciando. Esta aceptación, contrariamente a lo que sostiene la moda posmoderna del desapego total, no es una resignación, sino una celebración de la humanidad del otro, de su vulnerabilidad y autenticidad concreta.
«El verdadero amor no es encontrar a alguien perfecto, sino ver a una persona imperfecta perfectamente» – Žižek
Realizar este análisis filosófico no es sencillo, puesto que muchas veces caemos en la trampa de idealizar a nuestras parejas, proyectando en ellas nuestras expectativas y deseos más profundos. Generalmente, este tipo de idealización puede ser inicialmente tóxica (nos «intoxica») puesto que crea una sensación de euforia y conexión pretendidamente perfecta que en el fondo, no existe (o dura casi nada). Cuando surgen las imperfecciones (y esto es inevitable, queridos lectores), emerge inmediatamente el desencanto que, para muchos seguidores de la doctrina del descarte, termina resultando devastador. Lacan nos advirtió sobre esto al indicar que la idealización es una forma clara de negación de la realidad del otro y, en última instancia, una forma de negar también nuestra propia realidad.
«El amor es algo que es dirigido al ser del otro, no a sus atributos» – Lacan
El amor pretendidamente auténtico es, entonces, un acto de valentía y un desafío a la correcta tolerancia. Soportar a un imbécil que nos hace sufrir todos los días no es amarlo, no. Estamos hablando de otro nivel de aceptación que no debe jamás confundirse con sometimiento. Se trata de una decisión libre y consciente de mirar más allá de las apariencias y las expectativas, aceptando al otro con todas (o casi todas) sus imperfecciones y «defectos» como camino para encontrar la belleza en lo mundano y lo originario, valorando esos pequeños momentos y detalles íntimos que no permiten ser vislumbrados por la esfera de lo público (y lo virtual). Visto así, el amor no está en la pompa del gran gesto, el gran regalo, el brillo del éxito y la prosperidad económica y material, sino en la valoración de momentos insignificantes para los otros, pero sagrados para un «nosotros» dado que ellos son los que realmente definen el vínculo amoroso.
«El amor es siempre recíproco, aunque no sea correspondido» – Lacan
Tal vez les haya parecido trivial o demasiado ordinaria la escena de «Good Will Hunting», pero en ella resuena poderosamente la verdad que nos recuerda que el amor verdadero no es una cuestión que se debe encontrar en piezas de rompecabezas que encajen perfectamente entre sí en nuestras fantasías, sino de apreciar a la persona de carne y hueso que está frente a nosotros, con todas sus idiosincrasias y peculiaridades que tal vez, para otros, sean desagradables pero, para nosotros, son la belleza en sí. Este nivel de aceptación y apreciación de las imperfecciones del otro es lo que hace que un vínculo se convierta en algo genuino y duradero. Y algo es genuino y duradero cuando en su transcurrir temporal, no importa cuánto tiempo lleve, valió la pena en cada segundo.
Por su parte, Hannah Arendt, en la obra publicada en el año 2002 llamada «Diario filosófico», expresa que el amor no es (solamente) un sentimiento íntimo entre individuos, sino que también se trata de un impulso que nos lleva a salir de nosotros mismos y a comprometernos con los demás en la construcción de un «mundo» (un espacio compartido de significados y valores). Para Arendt, el amor auténtico implicaría un acto de revelación mutua en el que cada persona se muestra tal como es, sin máscaras ni pretensiones, permitiendo así una conexión genuina y una comprensión más profunda entre los amantes. En este sentido, el amor no sólo nos uniría a nivel individual y personal, sino que nos conecta con el mundo en su totalidad, enriqueciendo así nuestra experiencia humana, dándole sentido a una existencia crudamente finita.
El último aspecto que decidí incluir en el presente análisis es el de la gratuidad. Vivimos en tiempos transaccionales en los cuales se pretende que «nada sea gratis», todo parece tener un valor pecuniario o de cambio indispensable, promulgando éticas de la reciprocidad que propician el individualismo rapaz y la codicia atomizadora de cualquier posibilidad de verdadera unión entre los seres humanos. Al respecto, un autor que no se encuentra entre mis favoritos, Erich Fromm, en su clásico «El arte de amar», enfatiza la aceptación del otro «tal como es» afirmando que el amor inmaduro se centra en la premisa «te amo porque te necesito», mientras que el amor maduro debería sostener «te necesito porque te amo». Con este ejemplo queremos señalar que la relación amorosa no debería buscar satisfacer nuestras necesidades egoístas y egocéntricas, sino valorar y cuidar al otro en su compleja totalidad, tanto con sus virtudes loables como con sus defectos (a veces vergonzantes), dejando así de lado la paupérrima y tristísima tarea de selección mediante criterios estrictamente materiales y/o estéticos, puesto que, como me enseñó mi madre desde pequeño, «la belleza y la plata se van, el tonto se queda».
Para finalizar, quisiéramos recordar algo que decimos siempre de alguna manera más explícita hoy, más implícita casi siempre: la autenticidad, en este caso del amor, reside en la capacidad de aceptación y valoración de la persona tal como es, con todas sus características sublimes y grotescas. Viéndolo así, no sólo honramos a la persona que amamos, sino que también permitimos experimentar un vínculo humano que es profundo (o sea, que tiene sentido), real y verdaderamente trascendente mediante el hermoso ejercicio cotidiano de abrazar lo quisquilloso y evitar caer en la patética tentación de pensar que amar es un sentimiento transaccional de conveniencia mutua.