Hoy quisiéramos invitarlos a reflexionar en torno a un asunto estrictamente filosófico, en cuanto que buscaremos comprender la esencia de aquello que llamamos cotidianamente «lo político», diferenciándolo de una práctica concreta, un trabajo, un oficio, que es propiamente el de «la política». Y para ello, hemos considerado apropiado asignar la categoría del conflicto como sustrato y fundamento de esta condición humana que nos hace gobernarnos desde que existimos como animalitos en sociedad.
Bien sabemos que en el vasto panorama del pensamiento político, el conflicto emerge como un elemento central que impulsa la dinámica de todas las sociedades puesto que da la forma a las estructuras de poder existentes. Desde la antigua Grecia hasta las teorías modernas, tanto filósofos como pensadores en general han explorado el papel del conflicto en su rol de formador y mantenimiento de «lo político». En esta oportunidad, examinaremos brevemente algunas teorías de destacados filósofos que se dedicaron a abordar al conflicto como esencia misma de lo político.
En primer lugar, no podemos obviar a Aristóteles, quien en su «Política» concibió la ciudad-estado como la forma superior de organización política y social. Para él, el conflicto es inherente a la naturaleza humana, y por ende, a la vida política concreta. Particularmente, en su análisis de las formas de gobierno, Aristóteles reconoce que la lucha por el poder es una constante en el accionar humano y que la polis (ciudad) es el espacio en el que los ciudadanos buscan deliberar y resolver sus conflictos. Visto así, se trata de un enfoque que se centra en la búsqueda del bien común a través del diálogo y la deliberación, reflejando así la idea de que el conflicto puede ser constructivo en la medida en que contribuye al proceso de toma de decisiones políticas. En palabras del propio estagirita, «el hombre es, por naturaleza, un animal político», significando por ello una distinción radical entre los ciudadanos que se bastan así mismos por formar parte activa de una comunidad, de las «bestias», refiriéndose aparentemente a los «idiotas» (que eran quienes no querían formar parte de lo público) o a los seres que viven al margen de la vida comunitaria.
Por su parte, Thomas Hobbes nos dirá que «el hombre es el lobo del hombre» (en criollo, «somos malos por naturaleza») y en su gran obra «El Leviatán» nos presentará una visión pesimista de la naturaleza humana, caracterizada por el conflicto y la competencia por los recursos escasos. Para el inglés, el estado de naturaleza es un estado de guerra de todos contra todos, donde la vida es «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». La única forma de salir de ese estadio de conflicto permanente sería a través de un contrato social que da lugar al Leviatán, a saber, un Estado soberano que impone la paz y la estabilidad mediante el monopolio legítimo de la fuerza coercitiva. Como podemos apreciar, queridos lectores, se trata de una visión que pone al conflicto como motor que justifica la creación y la existencia del Estado para someter el caos y brindar una vida más apacible.
En mediana contraposición a Hobbes, el filósofo francés Rousseau aborda la cuestión del conflicto en el contexto político de la sociedad civil, la cual surge cuando los individuos renuncian a sus derechos naturales en favor de la comunidad, tal como lo explicitó en su obra «El Contrato Social». Dicha «renuncia» representaría la creación de una voluntad general que apunte a una especie de bien común, aunque es preciso reconocer que el conflicto puede surgir cuando los intereses individuales choquen contra la voluntad general. Aunque esta teoría aboga por la participación democrática como medio para resolver los conflictos, su idealismo sobre la soberanía popular no puede ignorar la inevitabilidad del conflicto político, el cual estará siempre latentemente presente.
Siguiendo con los modernos, no podemos olvidar a John Locke, el paladín de la disputa entre conflicto y derechos individuales. Tanto en su obra «Dos tratados sobre el gobierno civil» como también «Ensayo sobre el gobierno civil», sostuvo que los individuos tienen derechos naturales inalienables, como la vida misma, la libertad y la propiedad privada. El papel del Estado, según Locke, es proteger estos derechos y garantizar la seguridad y la paz social. Sin embargo, es necesario reconocer que el conflicto puede surgir cuando el Estado infringe estos derechos, o cuando hay disputas sobre su interpretación y cuando él mismo no es capaz de garantizarlos correctamente. En este sentido, el conflicto sería una fuerza que puede desafiar siempre la legitimidad del poder político y justificar incluso la resistencia o la revolución. Como podemos apreciar, con Locke el estado de naturaleza reaparece en su condición subyugada pero condicionada por un estado civil cuya racionalidad es la ley, la cual nos enseña a todos que las cosas funcionarán correctamente siempre y cuando la misma se aplique con ecuanimidad para todos.
Otro gran abanderado del conflicto como sustrato de lo político fue Nicolás Maquiavelo, quien en «El Príncipe» y «Discursos sobre la primera década de Tito Livio» nos ofrece una visión más pragmática y realista de la política y de lo político. Para el tano en cuestión, el conflicto es una realidad inevitable en la lucha por el poder y la estabilidad de la gobernabilidad, desmitificando así la política al exponer las intrigas y manipulaciones que caracterizan siempre el ejercicio cotidiano del poder. Estamos claramente ante un enfoque en el que la astucia y la fuerza son herramientas políticas lícitas que reflejan una comprensión profunda del conflicto como parte integral de la vida política. No debemos olvidar que para Maquiavelo «es necesario que un príncipe sea un zorro para reconocer las trampas y un león para asustar a los lobos».
Ya entrando más en nuestros tiempos pre post modernos, el gran Carl Schmitt sostendrá que la esencia de lo político radica en la distinción entre amigo y enemigo. Como expuso magistralmente en su obra «El concepto de lo político», el conflicto es central en la definición de identidad política y en la determinación de quién es el otro contra el cual se libra la lucha. Claramente, podemos apreciar que su teoría sobre el estado de excepción y la soberanía refleja cómo el conflicto puede ser instrumentalizado para el poder soberano, a los fines prácticos de mantener su autoridad y legitimidad.
Por último, y ya en tiempos plenamente contemporáneos, nos encontramos con los aportes de Hannah Arendt, quien destacó la importancia del conflicto en el ámbito público como un espacio de acción y pluralidad humana: el conflicto político surge de la necesaria diversidad de opiniones y perspectivas en la esfera pública, donde los individuos pueden participar en debates y confrontaciones sin necesidad de recurrir a la violencia. Está claro que Arendt pregonaba una defensa de la acción política como un medio para expresar la libertad y la dignidad humana, resaltando cómo el conflicto puede ser un motor para la emancipación y el cambio político. En ese sentido, está claro que la libertad política no es, simplemente, la libertad trivial de «ser uno mismo», sino más bien la libertad de no ser uno mismo, «de no ser lo que uno es» y que ello no implique necesariamente convertir al adversario en enemigo.
Como hemos podido apreciar, al explorar cómo el conflicto se manifiesta como elemento esencial en la teoría política, es crucial distinguir entre el conflicto entendido como fenómeno natural necesario y saludable para la vida democrática y el conflicto que busca borrar del mapa a aquellos que piensan diferente. La distinción que nos da Schmitt de «enemigo» no implica la destrucción física o la aniquilación del oponente, en tanto que «adversario» representa una oposición legítima con la cual se puede disentir y competir dentro de los límites de la legalidad democrática. El enemigo, mal entendido en un marco constitucional, se podría llegar a convertir en el «enemigo» del contexto bélico, al cual sí se lo ha interpretado siempre como una amenaza existencial cuya eliminación goza de miles de justificaciones, todas discutibles siempre.
Justamente por ello es necesario abogar por una visión de lo político que celebre la pluralidad y la acción colectiva como fundamentos de una democracia que tenga sentido. El conflicto político surge de la disparidad natural que surge en nuestra participación en la esfera de lo público, y es a través del debate y la confrontación pacífica y culta que los ciudadanos pueden participar en la formación de la voluntad política que apunte medianamente a un bien común. Visto así, el adversario político no tiene por qué ser visto como un enemigo a ser destruido, sino más bien como un interlocutor legítimo con el cual se puede negociar y comprometer en pos de un bien superior que trascienda las particularidades partidarias y las minucias mezquinas de lo estrictamente ideológico. Si bien es cierto, como dijimos precedentemente, que el conflicto político es inevitable en cualquier sociedad, es la forma en que se gestiona y canaliza lo que determina su naturaleza ya sea constructiva o destructiva: una democracia, en teoría, requiere un compromiso serio con la tolerancia, el respeto mutuo y la negociación permanentemente pacífica como medios obligatorios para resolver los conflictos políticos. No vemos otra forma de preservar la integridad de un sistema democrático que a la luz de la realidad actual nos demuestra su faceta cada vez más decadente, violenta, banal y obtusa para gestionar desde la política algo que nos merecemos incondicionalmente todos: una convivencia digna que habilite posibilidades de existencia auténticamente democrática.