Orestes Enrique Díaz Rodríguez, Universidad de Guadalajara
El próximo 2 de junio los mexicanos tienen una cita histórica con las urnas. De ellas saldrá, casi con seguridad, la primera presidenta del país. Las dos aspirantes representan modelos divergentes. El oficialismo, encarnado por Claudia Sheinbaum, hereda una versión que, en nombre de una mayor redistribución de la riqueza, concentra la totalidad del poder en la figura del presidente, Andrés Manuel López Obrador, y de su partido Morena.
La alternancia se ofrece desde una coalición de partidos opositores. Estos y su precandidata presidencial, Xóchilt Gálvez, pregonan la necesidad de respetar ciertos contrapesos institucionales. Pero la credibilidad de esas organizaciones, quienes gobernaron entre 2000 y 2018, y probablemente del modelo de democracia electoral que representan está seriamente cuestionada. En medio de este contexto, la elevada y persistente aprobación popular de López Obrador puede ofrecer claves reveladoras, aunque no definitivas.
El último reporte de Oraculus, un agregador de encuestas, registró que el 68 % de los ciudadanos mexicanos aprueba la gestión del presidente López Obrador, mientras solo el 29 % la reprueba.
El portal regularmente procesa más de una decena de resultados de las principales encuestadoras. Precisamente, el ejercicio realizado por el diario El Financiero en diciembre de 2023 arrojó la menor diferencia entre la aprobación (55 %) y la desaprobación ciudadana (44 %) del mandatario que, aun así, fue de once puntos porcentuales.
Una aprobación sexenal estable y positiva
Durante cinco años, la aprobación del presidente mexicano ha logrado evitar descensos pronunciados. Llegado el arranque de la campaña electoral, todo apunta a que continuará siendo estable y positiva.
Lamentablemente, los analistas subestiman el impacto que dicha situación puede llegar a tener en el desenlace de la venidera elección presidencial. Una postura asociada a tres poderosos mitos.
Mito 1: Una cosa es aprobar y otra es votar. La popularidad del presidente importa poco a efectos del desenlace de la elección presidencial.
Este mito ignora olímpicamente una referencia esencial. Hace treinta años, el politólogo Fabián Echegaray fue el pionero en revelar que la popularidad de los mandatarios latinoamericanos es el mejor predictor del resultado que obtendrá el candidato del oficialismo en la elección. Aprobar y votar son dos actos diferentes, pero suele producirse un fuerte vínculo positivo entre ambos. Sería desconcertante para la democracia que los ciudadanos rechazaran en las urnas de forma regular gobiernos cuya gestión aprueban en las encuestas de opinión pública.
La experiencia comparada latinoamericana arroja que entre 1982 y 2023 un total de treinta y cinco mandatarios pertenecientes a catorce países de la región, cuyas elecciones tienen lugar en un entorno libre y transparente, arribaron a los meses previos al inicio de la campaña electoral con una aprobación positiva.
En veintisiete de los casos (77,14 %), se produjo una transferencia generosa y suficiente desde la popularidad del ejecutivo de turno al caudal de votos del candidato presidencial del oficialismo. Sobre aviso no hay engaño. La aprobación positiva del mandatario de turno tiende a anticipar de manera consistente la continuidad en el poder del oficialismo.
Las excepciones
Solo en ocho casos dicha tendencia no se manifestó. El primer registro data de 1990 en los comicios presidenciales de Costa Rica. El último está fechado en 2020 durante las elecciones en República Dominicana. En todos esos procesos electorales, el candidato presidencial del gobierno parecía arropado por la alta evaluación del gobernante de turno. No obstante, resultó derrotado en las urnas.
El rasgo común a prácticamente todos los casos fue que el partido en el gobierno enfrentó la campaña afectado por un fuerte proceso de división interna. Este hecho dispersó el voto progubernamental, escenario que terminó por beneficiar a la oposición.
Esa no es la situación actual del partido que gobierna México, Morena. Hasta hace poco, la organización vivió la posibilidad de una ruptura traumática cuando el excanciller Marcelo Ebrard no reconoció los resultados del proceso electoral interno, los impugnó e incluso amagó con abandonar la formación junto con una legión de simpatizantes.
Pero la amenaza de quiebre se diluyó cuando Ebrard finalmente desistió de patear el tablero. La oposición nunca calibró adecuadamente el verdadero calado de una eventual ruptura interna en Morena protagonizada por el excanciller. A pesar de que el episodio podría terminar resultando la única amenaza seria con que tropiece el propósito oficialista de conservar las riendas del poder.
Mito 2: En México no aplica la teoría de la transferencia de la popularidad presidencial.
Existe la creencia de que si bien la teoría de la transferencia de la popularidad presidencial podría aplicar en otras latitudes no lo hace para el caso de México.
Los supuestos a favor serían los siguientes:
- Rumbo a los comicios presidenciales de 2000, el presidente priista Ernesto Zedillo contaba con una aprobación de 65 %. Sin embargo, el candidato presidencial oficialista, Francisco Labastida, fue derrotado por el del Partido Acción Nacional (PAN), Vicente Fox.
- A su vez, previo a las presidenciales de 2012, Felipe Calderón contaba con 60 % de aprobación sin que terminara beneficiando a la candidata oficialista, Josefina Vázquez Mota, relegada al tercer lugar en la contienda.
Explicando los casos controvertidos mexicanos
Mientras la mayoría de los países latinoamericanas ha celebrado un promedio de aproximadamente siete elecciones presidenciales después de la transición, en México apenas han sido tres con posterioridad a la alternancia política del año 2000. Los comicios de 2006, 2012 y 2018.
Con tan pocos casos, la manifestación de una tendencia siempre es embrionaria. Con mayor razón si uno de los tres casos, los comicios de 2012, constituyó en efecto una anomalía.
La alta aprobación del mandatario Calderón no se reflejó en el caudal de votos de la candidata presidencial oficialista. Precisamente, los comicios de 2012 constituyen uno de los ochos casos regionales que previamente destacamos como excepciones.
No obstante, se ha acumulado suficiente evidencia respecto a que, durante el proceso electoral de 2012, el panismo sufrió una división interna solapada que afectó decisivamente a sus posibilidades de triunfar.
Aun con la excepción, la tendencia a que la aprobación presidencial se refleje en el resultado electoral ha sido mayoritaria en México (66,66 %). Tras los comicios de 2024, es muy probable que sufra un incremento que la sitúa muy próxima a la tasa promedio latinoamericana (82,14 %).
Uno de los criterios que guían la selección de los casos en las investigaciones sobre la popularidad presidencial es que los comicios presidenciales se hayan celebrado con posterioridad a la transición democrática. Por definición, los regímenes autoritarios no garantizan una opinión pública autónoma y comicios tendencialmente libres y transparentes.
En ese sentido, la popularidad del presidente Ernesto Zedillo no es posible tomarla como un indicador fiable. Se trata de una “percepción ciudadana” reportada dentro de un régimen autoritario. Un entorno donde lo predominante es el ambiente de temor, censura, persecución y represalia. Sartori (1992) insistía en la obligación de diferenciar entre “opinión en el público y opinión del público”.
Mito 3: El desenlace de la elección presidencial se decide en la campaña.
El papel de las elecciones como mecanismo de selección pacífica de los líderes políticos ha fomentado la creencia de que la campaña representa siempre un momento decisivo en la definición de la orientación de las preferencias electorales.
Así se explican las versiones periodísticas sobre una eventual campaña en la que una acartonada precandidata oficialista Claudia Sheinbaum es acorralada por las habilidades discursivas y el carisma de la precandidata opositora Xóchilt Gálvez y por el impacto de los negativos asociados con el desempeño del gobernante de turno.
En realidad, las campañas tienen un efecto muy limitado sobre el resultado electoral, solo importan en ciertas condiciones muy específicas. La mayoría de las veces solo refuerzan la decisión que los votantes tomaron previo al inicio de la propia contienda.
¿Pauta o plasticidad?
Sin embargo, pese a la abundante evidencia empírica, sería un error dar por sentado un triunfo de Morena en los comicios presidenciales de 2024. Lo pertinente es solo reconocer que el resultado apunta a favorecer a Morena.
Los acontecimientos políticos se resisten a ser encerrados dentro de un esquema. Son un potencial de sorpresa e innovación. Los actores políticos tienen memoria, aprenden de la experiencia y a menudo muestran ingenio. En determinadas condiciones, esos atributos los llevan a revertir el resultado histórico esperado.
Una vez que la ciencia social es capaz de revelar ciertos patrones de comportamiento, el desafío siguiente consiste en inferir si en una nueva experiencia finalmente prevalecerá la norma o la excepción. El dilema entre pauta y plasticidad.
La pauta marca la regularidad, el comportamiento que a fuerza de repetirse es el esperado. Mientras plasticidad significa asumir que en principio siempre habrá excepciones a cualquier regularidad o generalización que podamos alcanzar.
Orestes Enrique Díaz Rodríguez, Profesor investigador en ciencia política, Universidad de Guadalajara
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.