El fotógrafo norteamericano Richard Misrach, como el gran William Eggleston, sigue vivo, a una edad casi arbórea, con la salvedad de que a los árboles ancianos no les dan la lata con homenajes y premios. Su obra, un vasta galería de imágenes desnudas, como si sólo para él la naturaleza hubiera hecho spriptease, se corresponde con esa pasión tan americana de volver a los orígenes, fingiendo que cada hombre es un pionero, y cada región una tierra virgen por conquistar. Dado que todos llevamos un romántico dentro, nos lo creemos, y por eso nos gustan sus tremendas e impactantes fotos, a la manera de un Jack London del paisaje. Desde luego es mentira, y tras 48 horas de aventura estaríamos todos, bebés urbanitas del s. XXI, suplicando una pronta vuelta a casa aun a pesar del intrépido chaval de Hacia rutas salvajes o de la chavala en busca de redención de Alma salvaje. No obstante, es gratis soñar. Con el gran angular de Misrach efectivamente se sueña, y lo que se sueña es que uno se ha fugado del mundo de los hombres, o que ya no queda mundo de los hombres y se está contemplando con miedo y estupor un erial post-humano, tan bello como desolador. La naturaleza retratada por Misrach es como la dibujada por Moebius, más bien desértica (porque cuando hay bicho, como en las escenas de playa, el Rey de la Creación aparece más bien como un absurdo cactus con nota de color en los bañadores) y enfocada desde la perspectiva que acertó a definir Ralph Waldo Emerson, otro gringo, en su libro Naturaleza, de 1836, es a saber:
De pie en la tierra desnuda, bañada mi cabeza por el aire alegre, y elevado en el espacio infinito, todo lo que implica egoísmo se diluye. Me convierto en un globo ocular transparente, no soy nada, veo todo, las corrientes del Ser Universal circulan a través de mi cuerpo, soy una parte o partícula de Dios. El nombre del amigo más cercano suena entonces extraño y accidental: ser hermanos o conocidos, ser amo o ser criado, es entonces nadería y trastorno.
Décadas después, recién nacido el s. XX, Rainer María Rilke apresaría este ideal, tal vez sin conocerlo, y lo llevaría más lejos, enunciando cuál sería el noema que correspondería a la noesis del «globo ocular transparente», pero aplicado a la poesía, conforme a la enseñanza recibida personalmente por Paul Cezanne, en su ensayo Sobre el paisaje de la compilación Teoría poética:
Y mirar el paisaje como algo lejano y extraño, como algo remoto y sin amor (…) porque tenía que estar alejado y ser muy distinto a nosotros, para poder convertirse en imagen liberadora de nuestro destino. Tenía que ser casi hostil, en sublime indiferencia, para poder dar una nueva interpretación, con sus objetos, a nuestra existencia.
Hay mucho de glacial, de «hostil», como dice Rilke, de modo visionario, en la producción de Misrach. Su poética de la imagen es una suerte de clasicismo más que post-humano, anti-humano, como en el anhelo más loco de un ecologista radical. Trae, por lo mismo, a la memoria la literatura de tres precedentes norteamericanos de literatura anti-humana que imaginaron la belleza absoluta como algo complemente desprendido de la necias y mezquinas pasiones del hombre, como fueron Edgar Allan Poe, Herman Melville y H.P. Lovecraft.
Las escenas de Richard Misrach, conscientemente o no, dan vida visual a las tierras heladas de Arthur Gordon Pym, al ominoso y fatal color blanco de Moby Dick y a la soledad ancestral de En las montañas de la locura. Para seguir citando nombres, si Misrach tuviese una banda sonora, serían los grandes álbumes paisajísticos de Pat Metheny Group (el directo Travels, por ejemplo…), y si tuviese una filosofía, sería el Realismo Especulativo aún en desarrollo de Graham Harmann o Quentin Meillasoux. Pero citar tantos argumentos de autoridad en apoyo de Misrach no sólo es vano, sino también paradójico, puesto que hablamos, como digo, de un cazador de desiertos «sin amor»…. Ahí van unos cuantos.