El pasado 30 de septiembre se celebró el Día Internacional del Derecho a la Blasfemia. «¡Anda! — pensará más de uno — ¿Eso necesita que se le dedique un día internacional? Porque, lo que es a mí, no me impide blasfemar ni Dios.» Pues verán ustedes, resulta que el tema es un poco más complicado y bien merece que se le dediquen unos minutos de atención.
Se conmemora en ese día porque un 30 de septiembre de 2005 el periódico Jyllands Posten de Dinamarca publicó 12 caricaturas del profeta Mahoma. En varios países de religión islámica sus clérigos emprendieron una reacción intolerante, arengando a sus seguidores para manifestarse y atacar las embajadas danesas. La oleada de protestas violentas acabó provocando unos 100 muertos en todo el mundo, sin contar con los perjuicios en cuanto a comercio y relaciones internacionales. Asimismo en los años siguientes se sucedieron una serie de ataques intolerantes, de los cuales quizá el más recordado es el escalofriante tiroteo a la redacción de la revista de humor francesa Charlie Hebdo el 7 de enero de 2015, con un balance de 12 muertos y 11 heridos. Charlie Hebdo había publicado varias caricaturas de Mahoma y ha continuado haciéndolo después del atentado.
Quizás usted, — como yo, como tantos otros — hizo suyo entonces el eslogan «Je suis Charlie», que viene a significar «Je suis un blasphémateur». Sí, todos somos unos blasfemos a los ojos de una religión diferente. Para que se hagan una idea, solo el 18% de la población mundial es católica romana, una de las más numerosas. Homo homini blasphemus.
El Día Internacional del Derecho a la Blasfemia se propone como una reivindicación del derecho a la libre expresión y discusión, un derecho humano inalienable que está por encima de los tabús, las prohibiciones y creencias religiosas, en todas partes del mundo. Desgraciadamente estamos lejos de conseguirlo. Alrededor del 25% de los países del mundo mantienen en sus códigos leyes contra la blasfemia. En algunos estados se aplica la pena de muerte a los blasfemos, entre ellos Afganistán, Pakistán, Irán y Arabia Saudita.
Pero no crean que este dislate se da solo en tierra de infieles. En nueve estados de la Comunidad Europea, entre ellos España, se mantienen leyes que castigan lo que pueda ser considerado blasfemia.
El concepto de blasfemia es — o debería ser — meramente religioso y exclusivo de cada culto, un pecado que obliga únicamente a sus propios seguidores. A modo de ejemplo, en España y dentro de la religión católica romana, el aborto practicado o cooperado es un pecado gravísimo que acarrea la excomunión inmediata. No obstante, la blasfemia oral o escrita se considera un pecado menos grave que no impide asistir a misa, un desliz reparable después de pasar por el confesionario y cumplir con la penitencia impuesta, que suele consistir en rezar un número de oraciones.
Pues bien, en España nos encontramos con que el aborto está despenalizado y puede practicarse sin ningún impedimento dentro de los plazos y casos previstos legalmente. Por el contrario, el artículo 525 del código penal español establece penas de multa de ocho a doce meses para quienes ofendan los sentimientos de una comunidad religiosa mediante escarnio de sus dogmas, creencias o ritos.
Dejemos claro de entrada que no son lo mismo las creencias que los creyentes. Si yo escribiera un mensaje como «Todos los seguidores del dudeísmo son unos cretinos», es evidente que primero, estaría vulnerando su derecho a la libertad de culto. En segundo lugar, un insulto así sería una incitación al odio contra un grupo social definido, los dudeístas, los seguidores de un culto religioso más despreocupados, pacíficos y vagos que imaginarse pueda. (Gracias, amigos, ojalá todas las religiones fuesen así.) Insultar a un grupo social por su afiliación religiosa queda fuera de la libertad de expresión en una sociedad democrática, pero no así criticar o satirizar sus ideas o creencias.
En lo que respecta a lo ideológico, lo político, lo científico, lo académico, lo artístico, incluso lo deportivo, aceptamos generalizadamente que todas las ideas, tesis y apreciaciones se pueden discutir públicamente sin más límites que los que imponen el respeto a la Declaración Universal de Derechos Humanos y a las normas elementales de convivencia. El debate puede ser muy enfervorizado e incluso los conceptos y personas en discusión pueden ser pasto de la sátira, la caricatura y hasta los memes más ácidos. Y al día siguiente todo continúa con normalidad y los más altos dirigentes de todas las instancias vuelven al trabajo sabiendo que cada mañana les tocará otra ración de chistes críticos para el desayuno.
En lo que toca a lo religioso, con la iglesia hemos dado, Sancho. El sacrosanto tabú de los sentimientos ofendidos y el artículo 525 es la excusa que blanden asociaciones ultracatólicas tales como Hazte Oír y Abogados Cristianos para emprenderla a golpe de querella judicial contra todos aquellos que publican chistes, sátiras, performances o sketches que no encajan dentro de su cosmovisión levítica.
A poco que haga memoria el lector, recordará incidentes que ocuparon largas horas de corte judicial y de telediarios en juicios relativos al crucifijo cocinado por Javier Krahe, la procesión del Coño Insumiso, la portada navideño de la revista Mongolia, el sketch de la virgen del Rocío en el programa Polonia de TV3… Episodios cuyo desenlace ha sido o será distinto en función del juez que les haya sido asignado (¡Mucha suerte, Mongoles!) pero que siempre, siempre conllevan un sufrimiento psicológico, personal y económico a personas que solo han ejercido su derecho a su libertad de pensamiento y de expresión, pese a quien pese.
La repetición periódica de este tipo de querellas es una guerra jurídica de manual, un uso abusivo de la justicia para mantener un temor irresistible hacia la iglesia católica, que perjudica además a nuestro ya saturado sistema judicial. Y una forma de amedrentar preventivamente a quienes se atrevan a poner en duda o reírse de las imágenes y anécdotas bíblicas. Yo mismo me he autocensurado a la hora de escribir este artículo para no ser carne de banquillo.
No nos queda más remedio que exigir la derogación inmediata del artículo 525 en su actual redacción, ya que no existe el derecho a no ser ofendido, por más vueltas que se le dé. ¿O es que, por poner un ejemplo, tienen derecho a no sentirse ofendidos los seguidores de un determinado equipo de fútbol cuando los rivales se cachondean de sus jugadores y sus resultados? ¿Cómo pueden criticarse los dogmas de una religión si sus defensores pueden recurrir en cada momento al 525 alegando sentirse ofendidos en sus sentimientos, concepto subjetivo donde los haya?
Tampoco se comprende que en un estado laico sean objeto de protección los dogmas religiosos, algo propio de los regímenes teocráticos como lo fue, entre otros, el franquismo. Precisamente el delito de blasfemia y la protección de los sentimientos religiosos fueron incorporados por Franco al código penal en 1944, sin que tal delito apareciera en los códigos anteriores por lo menos desde 1870.
En los años de la II República, el gran Antonio Machado dedicó un par de capítulos de su libro Juan de Mairena a la defensa de los blasfemos de todo tipo:
«La blasfemia forma parte de la religión popular. (…) Prohibir la blasfemia con leyes punitivas, más o menos severas, es envenenar el corazón del pueblo, obligándole a ser insincero en su diálogo con la divinidad. (…) En una Facultad de Teología bien organizada es imprescindible (…) una cátedra de Blasfemia, desempeñada, si fuera posible, por el mismo Demonio. (…) Conviene otorgar al Demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, obligarle a vivir dentro de la ley, prescribirle deberes a cambio de concederle sus derechos, sobre todo el específicamente demoniaco: el derecho a la emisión del pensamiento. Que como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis. El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas».
Otra gran figura de aquellos años, la pintora vanguardista Maruja Mallo, componente fundamental de Las Sinsombrero, también incorporó la blasfemia a su actividad artística. Maruja ya había tenido el humor de entrar paseando sobre una bicicleta en mitad de la misa mayor de la iglesia de Arévalo, en Ávila, cuando participó en un surrealista Concurso de blasfemias en plena dictadura de Primo de Rivera. El certamen se celebró en el Café de San Millán del barrio madrileño de La Latina en 1926, y Maruja Mallo fue proclamada ganadora por delante de otro genio vanguardista, el poeta Rafael Alberti, que tuvo que conformarse con el segundo puesto. Maruja Mallo sintetizaba la esencia de la cultura española con esta frase lapidaria: «Aquí la culpa de todo la tiene la jodía mística».
En la España del siglo XXI, Machado, Mallo o Alberti tendrían que pensárselo dos veces antes de expresarse con tanto desparpajo si no quisieran terminar ante un tribunal. En el mundo actual, todavía son muchos, demasiados, los que soportan los abusos de los regímenes teocráticos, o de los fanáticos religiosos, o de los grupos de presión fundamentalistas de distintas religiones, que frente a la sátira irreverente, frente al pensamiento libre y científico oponen el odio, la querella y la fatwa.
Por todos estos motivos, exijamos todos la supresión inmediata del artículo 525 del Código Penal y expresemos solidaridad con los acusados por esta causa. Por la libertad de expresión, viva el Día Internacional del Derecho a la Blasfemia.