Hoy quisiera invitarlos a reflexionar acerca de un problema, que no es social, político, cultural ni económico, sino estrictamente moral. Toda la vida me opuse fervientemente a sostener la típica frase cliché que sostiene que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, justamente porque pensaba que no es justo atribuir a los votantes las responsabilidades personales del impresentable que termina ganando una elección y olvida completamente la decencia al momento de asumir su cargo. Pero, el paso de los años y la experiencia acumulada me obligaban a poner en revisión mi postura al respecto, puesto que podía percibir cómo desde un pueblo, se puede clamar por la destrucción: nada nuevo en la historia de los seres humanos.
Comprendo, y hasta cierto punto, comparto la bronca, desazón, tristeza y desilusión que tenemos todos los argentinos: gobierno tras gobierno democrático, con asquerosos cortes dictatoriales de por medio, notamos cómo el tejido moral que mantenía ligeramente unida a la comunidad se ha ido desintegrando a pasos agigantados, década tras década. Un gran germen de semejante destrucción lo instaló, seguramente, la última dictadura militar, que dejó impreso con fuego y pólvora en las mentes de todos mis compatriotas un lema detestable que trajo consecuencias patéticas que hoy sufrimos como nunca: «no te metas». El temor, inculcado por un aparato estatal represor indómito, generó en las personas de la generación de mis padres dos tipos de ciudadanos: los que creían en un ideal y lo defendían hasta con su vida (la cual era bastante fácil de perder), y los que aún hoy sostienen, patéticamente, con orgullo que durante aquellos años oscuros se podía vivir en paz, siempre y cuando uno no estuviera metido en «cosas raras».
En términos no primates, esas «cosas raras» ser basaban básicamente en participar políticamente en cualquier aspecto de la vida: formar parte de un centro de estudiantes, escribir artículos de reflexión sobre cualquier tema que no naturalice el silencio impuesto por el fusil, querer cambiar la realidad del barrio, creer en una idea de bien común, o incluso ser amigo de alguien que pretendiera participar de alguna forma en una forma de construcción ciudadana que no implique el balazo ante el desacuerdo. Y si, la amistad en esos tiempos, era un riesgo.
Las consecuencias están a la vista: nadie, o casi nadie, quiere hacer nada por nadie, o casi nadie. El individualismo salvaje es la clave del progreso en una sociedad en la que abundan injusticias y necesidades mientras posee un alto índice de déficit moral al momento de arremangarnos y tender una mano. Incluso hoy, cuarenta años después de finalizada la dictadura militar, se sigue sosteniendo el «no te metas», «no opines», «te van a marcar», «no te van a dar empleo», «te van a castigar», envuelto en una preciosa caja hecha con el cartón y el papel de una Constitución Nacional perfectamente escrita pero abusivamente ignorada por todos.
El individualismo salvaje es la clave del progreso en una sociedad en la que abundan injusticias y necesidades mientras posee un alto índice de déficit moral al momento de arremangarnos y tender una mano.
Si bien la cantidad de balazos fue disminuyendo, y las desapariciones de personas quedaron vinculadas estrictamente al ámbito de las mafias y los conflictos entre políticos y privados, entrados nuevamente en el escenario político democrático nos topamos con una realidad que no acribillaba delante de paredones, sino que nos excluía de a malones de derechos básicos como el trabajo, la educación, la salud, la seguridad, etc. Nos hicieron creer que tener trabajo es un privilegio de pocos, que mantener una familia es una epopeya heroica de los triunfadores de la vida, que tener un título universitario es un favor que nos hacían los demás contribuyentes y que salvarnos de una apendicitis en un hospital público era un acto de bondad sin precedentes. Pues no, trabajar es un derecho y una obligación, mantener a nuestros hijos es lo normal, estudiar es necesario y que recibamos atención médica de calidad es un derecho irrenunciable de cualquier Estado moderno que no esté manejado por monos con navajas.
Durante un tiempo también creímos que todo aquello parecía estar medianamente cubierto, tras la crisis del año 2001, todo parecía encaminarse hacia una «normalidad» que mal pensamos nos merecíamos. Resultó que no, otra vez estafaron y engañaron con burbujas ficticias de crecimiento económico que escondían tras de sí endeudamiento, condena social a la producción e inimaginables actos de corrupción interminables. Otra vez cansados, los argentinos creyeron que había que dar un «giro drástico» de timón que frenara las hemorragias propias del hambre propiciado sostenidamente gestión tras gestión. Y así nos fue: más endeudamiento, más precarización laboral, más restricción al crecimiento económico y productivo, más populismo opresor y más mafia gobernando en los feudos que aquí llamamos provincias.
Era, sin duda, la vívida representación de Sísifo arrastrando hacia arriba del monte la gran piedra que le causa pesares y que es obligado a transportar, para que, al llegar a la cima, la misma cayera a los pies de la montaña y tuviera que comenzar su dolorosa procesión, una y otra vez. Y así fue como, con nostalgia a una ficción de muy alto presupuesto, se pretendió dar marcha atrás y recomenzar los pasos de un pasado que se asimilaba «mejor», pero que ahora, sin recursos abundantes, iba a mostrar la desnudez de su esencia: nuevamente una inflación que se hermanó con la hiper que tuvimos en 1989, otra vez caos social permanente, saqueos en comercios y mini supermercados cuyos capitales provienen de familias argentinas de laburantes de toda la vida, otra vez la muerte en las calles como moneda común a cambio de un teléfono celular, otra vez la justicia completamente enceguecida liberando presos y condenando perejiles, otra vez, sí, otra vez.
Visto todo ésto, no es tan sorprendente que la gente, sin importar su condición social, esté cansada, nihilista y con bronca: fueron cuarenta años de estafas, mentiras, injusticias, hambre, peligro, desazón y naturalización de la maldad. Ahora bien, en este panorama de devastación de ánimo, surge una «nueva» fuerza, que de novedad, aporta bastante poco, que propone dinamitar al bulto, bombardear de manera discrecional y quemar todo tipo de hierba que tenga o no raíz: el mito de la purga, de empezar de cero y reconstruir desde las cenizas como resurrección de un ave fénix que, en realidad, no llega a ser siquiera un gorrión.
El odio está dispuesto como capital corriente para la gestión de las campañas electorales, y se utiliza permanentemente para descalificar a unos y otros, todos argentinos, todos sufrientes, todos con hambre, pero todos con sed de sangre y venganza ante la idea precaria de una libertad sin límites que, paradójicamente, reivindica a algunos Almirantes y Coroneles no muy adeptos al libre arbitrio de las personas. Es tal el vacío de contenido moral e intelectual, que apreciamos verdaderos trabajadores que se juegan la vida repartiendo comida en sus motos, poniendo en juego todo lo que tienen (si, en Argentina ser delivery es ser presa fácil del lumpen que vive de lo ajeno y te mata por un pollo con papas más la moneda que lleves encima), al mismo tiempo que llevan en su uniforme la marca del león de Narnia que supuestamente los va a liberar del yugo propio de la opresión populista. Las cartas de la sinrazón están echadas: un pobre y honesto trabajador le está comprando la guillotina a su verdugo, ésto, ya lo vivimos.
Resumiendo, queridos lectores, y espero que no se enojen por este precario y humilde análisis: los argentinos hemos pasado por muchísimas crisis, ésta no será la primera de gran importancia, ni mucho menos la última, pero hay algo particular que aquí se hace presente, que es el odio desmedido, las ansias sangrientas de venganza, la desazón profunda que pretende justificar lo injustificable y defender lo indefendible. De ladrones, mentirosos crónicos y estafadores seriales, estamos acostumbrados (y eso habla mucho de nosotros, los que nunca nos sentamos en la silla de un funcionario), pero la pregunta crucial que tenemos que hacernos ahora es ¿también nos vamos a acostumbrar al odio inusitado?, ¿también vamos a naturalizar la violencia institucional? ¿otra vez vamos a instalar el «no te metas»?, ¿seguiremos detestando a nuestros adversarios al punto de quererlos ver eliminados bajo el triste y patético lema «algo habrán hecho»? ¿eso es libertad?
No. La libertad sólo es posible en el marco del orden institucional, el cumplimiento irrestricto de las leyes, la garantía absoluta de los derechos constitucionales y el total respeto hacia el otro, que por suerte es distinto a mí, ya que la democracia se construye en el disenso de la participación y de la discusión racional que impide el agravio y propicia el diálogo. Sin esto, tan básico, realmente ya nada tendrá sentido.