«La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos a tomarla por lo trágico. El cataclismo se ha producido, estamos entre las ruinas, comenzamos a construir hábitats diminutos, a tener nuevas esperanzas insignificantes. Un trabajo no poco agobiante: no hay un camino suave hacia el futuro, pero le buscamos las vueltas o nos abrimos paso entre los obstáculos. Hay que seguir viviendo a pesar de que todos los firmamentos se hayan desplomado.»
El amante de Lady Chatterley, D. H. Lawrence.
Google no es un maestro de nada
Hace un cuarto de hora me ha llamado mi hijo mayor desde un lejano camping para contarme cosas de niños. Un pájaro se había caído de un nido y entre todos lo habían vuelto a subir. Luego, el pobre (los pájaros son maravillosos, y además son los únicos descendientes de los dinosaurios), se había vuelto a caer, o se había tirado, ya no se puede saber, con el resultado de una pata rota.
Entonces mi hijo ha buscado en Google qué hacer con un pajarillo maltrecho y tal vez suicida. Me cuenta que en un vídeo le han dicho que no hay que alimentarlo ni meterlo en casa, de modo que han vuelto a dejarlo en el nido. Me ha parecido alucinante. O sea, como a nadie le importa nada un pajarito, excepto a cuatro conservacionistas locos que padecen el síndrome de Casandra, lo que te recomiendan en Internet es que no te ocupes de él, que va a ser peor. El porqué, naturalmente, no lo dan.
Como soy profesor, le digo a mi hijo que Google no es un maestro de nada, que los maestros tienen que ser capaces de dar razón de lo que dicen, como sostenía Aristóteles con otros términos —no soy yo tan pedante para haberle soltado esto último al chaval. Pero me quedo con mi pronto iracundo: Google no tiene ni idea, Google es un buscador que como mucho entiende de índices de popularidad. Y parece que esa popularidad adultera los contenidos, si es que lo primero que ha encontrado mi hijo ha sido un llamamiento a la inacción o a la omisión de ayuda, algo que, si se tratara de un humano, sería delito, al menos en el mundo civilizado.
¿Quién es maestro hoy?
Así que me pregunto quién es maestro hoy, quién sabe algo más allá del mundo del know-how y de las técnicas aplicadas, es decir, me hago la vieja pregunta por la naturaleza de la sabiduría. Porque bien puede ser que no quede nada de ello, que las viejas imágenes del sabio arquetípico hayan quedado caducas o sean una estafa de feria y estemos mejor sin ellas, supuesto que la realidad del s. XXI se haya convertido en demasiado compleja y plural para ser abrazada por una visión holística que pretenda ofrecer respuestas inequívocas acerca del fin último de nuestras acciones. La pregunta que obsesionaba a Lenin y Chernischevsky, «¿qué hacer?», a lo mejor no tiene nunca respuesta clara, o tiene tantas respuestas como contextos o como intereses en los le quepa difractarse. Entre la Paradoja de las Consecuencias, la Ignorancia Racional, la Paradoja de Arrow, el Efecto Mariposa, el Principio de Indeterminación de Heisenberg, el Gato de Schrödinger, el Teorema de Gödel, la Ley de Murphy, las Perogrulladas de los expertos, el «no recuerdo nada» de los políticos y el «a mí que me registren» de la ciudadanía, toda certeza se ha venido abajo excepto la saturación porcentual de la muerte, siempre a un cien por cien de los casos —pero hasta eso es meramente inductivo, y falsos sabios hay que prometen recortarlo.
Bruno Latour promocionó la idea de lo que él y otros llaman Teoría del Actor-Red, o del Actante-Rizoma, según la cual nada puede ser conocido si no es parcial y localmente a través de modelizaciones provisionales que componen escenarios intrincados en los que el elemento humano se mezcla con sus instrumentos, lo social con lo natural y con lo tecnológico, y donde lo que funciona como objeto de estudio son, por tanto, amalgamas reticulares abiertas en las que participan en igual rango agentes humanos, maquínicos, medioambientales, corpus normativos, estrategias discursivas, etc.
Es una idea que tiene visos de ser cierta, anticipada por la Teoría de Sistemas y la Teoría de Redes, para la cual Internet, claro, ofrece hoy el paradigma oportuno, pero da la sensación de que es inmanejable, de que nada se puede hacer realmente útil con ella más que una montaña de tesis doctorales a cargo de un equipo multidisciplinar de becarios, como sucede, a mi juicio, con la obra de Michel Foucault. A ambos proyectos les ocurre eso mismo: que son proyectos exclusivamente académicos, pretendiendo ser otra cosa, pero eso es algo muy común al pensamiento de los últimos cien años: después de todo, la Filosofía deja el mundo como está, decía en un acto de honestidad Ludwig Wittgenstein.
¿A quién o a qué podemos recurrir?
Pero si Google en el fondo no sabe nada, sino que más bien da gato por liebre en la mayoría de los casos, a quién o a qué podemos recurrir.
Lo que entendemos por Inteligencia Artificial, aunque ya insertada con o sin permiso en nuestras vidas, todavía está en mantillas. Y aunque no lo estuviese, yo personalmente no delegaría mis decisiones más arriesgadas o comprometidas en una maraña de circuitos que para colmo no he programado yo. Tampoco podemos responder a la manera protagórea, señalando que cada uno tiene su propia respuesta, y que el individuo, o la cultura a la que pertenece, es la medida de todas las cosas. No podemos porque atravesamos una emergencia inédita, con los pies al borde de un precipicio, o en medio de la tormenta perfecta, entre la pandemia, el cambio climático, una recesión económica y los populismos de derechas.
Justamente la pandemia ha venido a mostrar, a fortiori, que la ciencia es ya tecnociencia, y como tal dependiente de sus fuentes de financiación, de factores ideológicos (Trump y otros se pueden permitir acusar a sectores enteros de la ciencia de izquierdistas: dan por sentada pues la ciencia como discurso), de negociaciones concretas con la verdad, como ya pregonaba Latour, y, a fin de cuentas, mucho menos efectiva de lo que creíamos. Ahora que es la hora definitiva de la economía, comprobaremos también, por desgracia, como los economistas, esos material boys in a material world, tampoco dominan ciencia alguna, excepto si por ciencia entendemos un relato a posteriori.
Los primeros sabios de Occidente
Los primeros sabios de Occidente fueron legisladores, como Solón y Licurgo, y sus conciudadanos les estuvieron agradecidos y les honraron durante generaciones. Sólo Simón Bolívar recibe hoy un culto semejante en el Cono Sur, y ese tributo es ridiculizado por el mundo desarrollado.
Los physiologoi fueron los sabios de la naturaleza, aquello que se mueve por sí mismo, y hoy tendrían el crédito de los ecologistas o de los geólogos del Antropo-obsceno, poco por el momento. Sócrates sí, Sócrates es un sabio incuestionable, pero únicamente en círculos culturales. El Sócrates histórico probablemente fuera un pícaro, pero en todo caso echó a la historia las ideas de la no-violencia, de la mutua conversión entre conocimiento y virtud y la performance misma de su ejemplo personal, que fertilizó muchas escuelas y proporcionó el icono del sapiente guasón, anciano y desastrado, a lo Gandalf.
Ni Zenón, ni Pirrón ni Diógenes ni Epicuro están a la altura simbólica y mitopoiética de Sócrates, del que son hijos putativos, y encima Sócrates —él mismo o su ventrílocuo Platón— construyó semejante modelo de sabiduría a la escala de la pólis griega, mientras que su progenie espiritual pocas veces fue capaz de salir siquiera de su casa.
Por esa razón, el único personaje del imaginario de la sapiencia que rivaliza con Sócrates, sacrificio de su vida incluido, es Jesús de Nazaret. El Jesús de los Evangelios es menos amoroso de lo que nos han contado, más exigente y con mayor espíritu de secta, pero aporta con respecto a la ironía socrática una entrega personal a su misión que San Pablo extendió a una universalidad virtual. Jesús debió ser una persona impresionante, como Sócrates, pero creo que Sócrates no suscribiría en su literalidad el Sermón de la Montaña. Ningún antiguo grecorromano desearía sentirse manso, pobre, perseguido por la justicia y miserable hasta la médula, ni siquiera los estoicos, aunque con ello se ganase las recompensas de ultratumba que también imaginara Platón.
El caso de Aristóteles es distinto, él fue el sabio del estudio, el razonamiento y la contemplación, con Aristóteles se piensa, no se predica ni se enfervoriza a nadie.
El Estoicismo
He mencionado al estoicismo. Esa sí que es la escuela que amamanta sin cesar y sin merma por el paso del tiempo a todos los que se han querido sabios en Occidente. Hay estoicos en todas las épocas, estoicos son poetas, políticos, científicos, filósofos e incluso antifilósofos como Nietzsche o Foucault. Llamas a las puertas de una secta actual, pongamos la Cienciología, y el único núcleo decente de sus doctrinas es netamente estoico. Preguntas a la gente por la calle y si das con alguien muy joven será vagamente epicúreo, pero si das con alguien muy mayor será rigurosamente estoico. El estoicismo es la filosofía del dominio radical de las pasiones, y por tanto del individualismo extremo no economicista.
Es verdad que algunos estoicos han sido hábiles en política, y que diseñaron una Física de la interrelación de todo con todo, pero en último término el sabio estoico cumple con su deber individualmente, y si los demás no son capaces de controlarse pues peor para ellos.
Spinoza llega a decir que el sabio es como si fuese de una especie biológica distinta a la del resto de sus congéneres, bestias sin duda inferiores, y Nietzsche opina igual bajo su intuición del Superhombre —el hombre tal como lo conocemos ha de perecer para que sea posible el Superhombre, nada más y nada menos.
Estar apegado al destino, amor fati, eso que de todos modos va a suceder, es la forma más común y exitosa de la sabiduría en nuestra historia, aunque para alcanzarla haya que matar las emociones como se mata un nervio en el dentista: ajo y agua. Dionysos y el Crucificado son extremos que se tocan en ese punto: no eres quién para resistir lo inevitable, haz de la necesidad virtud y aprende a amar aquello que te supera descomunalmente, sea el Logos Cósmico, Dios, la Substancia o el Eterno Retorno.
También Foucault, aunque pregona algo así como la guerra de guerrillas perpetua al poder, cree imposible que esas escaramuzas lleguen nunca más allá de su propio ejercicio, y Nietzsche, uno de sus mentores, afirma en el Zaratustra que toda sabiduría es vana, que después de todo más nos valdría dejar de pensar tanto y forjar una paidéia en la que el hombre se forme para guerrero y la mujer para solaz del guerrero. Occidente es, en mi opinión, mucho más espartano/estoico que cristiano/agustinista en la concepción de la ética del sabio, a pesar de quienes se refieren machaconamente a eso de la «rémora judeo-cristiana».
El cristianismo
El cristianismo, que originariamente es una religión y no una escuela de sabiduría, tampoco ha hecho tanto daño, en mi opinión.
Es cierto que ha creado la Inquisición, que el clero es constitucionalmente repugnante, y que en España se ha cebado con la educación y varias áreas más, pero en su matriz abrigaba el perdón, la compasión, la abolición de las clases sociales, el amor hacia la Creación entera desde el de Asís y la renuncia al dinero y a las vanidades del mundo en los monasterios o las ordenes mendicantes.
¿Quién es sabio para la religión cristiana? Pues cualquiera que, sin necesitar siquiera saber leer o escribir, ponga su vida al servicio del entorno externo a sí mismo. La adoración a Dios es lo primero, por supuesto, pero el siguiente escalón es el interés por la prosperidad y mejoramiento de Sus Obras y Designios en este mundo —así lo dice Leibniz y me parece que no es por quedar bien. Como no hay ironía socrática en nada de esto, y el alcance de su propósito es absoluto, es natural que el cristianismo produzca historias de entusiastas «buenos» —santos— tanto como de entusiastas malos —fanáticos—, grandes redenciones y grandes masacres, pero no otra cosa sucede con el marxismo.
Frente a esto, la erudición y el arte renacentistas, o la forzosidad de romper con el pasado de los modernos son sin duda ideales de sabiduría más urbanizados, más sosegados, pero también más tibios y mundanos. Se ha querido siempre ver en Descartes el pionero del pensamiento moderno, y lo es tanto porque simboliza el giro subjetivista del saber como porque su gesto principal es negativo: se trata de deshacerse las tradiciones.
Aquí ya divisamos nuestro mundo, dijo Hegel. Si la Filosofía continúa siendo hoy, aun de modo ya muy crepuscular, el lugar clásico y prestigioso de la sabiduría, es en cuanto que pone en crítica implacable el peso del pasado e invita al discípulo a pensar por sí mismo. Eso es, al menos, lo que te dirá cualquier profesor del ramo, cualquiera de sus alumnos e incluso un diputado de un Parlamento. El sabio es aquel que se queda voluntariamente desnudo sin perspectiva alguna de llegar a vestir el traje de una nueva fe jamás, y mucho menos el traje nuevo del emperador… «Atrévete a saber», dice con vehemencia el gran Kant: no se aprende Filosofía, sino que se aprende a filosofar.
El sabio moderno
Pero no es cierto del todo, y esta es, sin duda, la máscara del sabio más equívoca, más ambigua, que además tiene la enorme documentación de las cuatro últimas centurias en su contra. El hombre barroco, y luego ilustrado, que presume de ir desnudo de prejuicios, en realidad lo que esconde es algo sencillo de enunciar, pero difícil de desentrañar: ya no cargo prejuicios relativos a una interpretación de la naturaleza o de la divinidad porque ahora yo defino mis propios conocimientos y mis propias normas morales, y ello con el mismo carácter de necesidad y universalidad que emanaba de la Naturaleza o de Dios. Por eso Kant formulaba ese sapere aude con tanto vigor. Atrévete que encontrarás, y lo que encontrarás está más cerca de ti de lo que crees, más aún: eres tú, adecuadamente purificado —la sabiduría siempre resulta de una purificación, desde Empédocles y Pitágoras en adelante. El propio Kant se sometió a sí mismo en cierto momento a un conjunto de máximas vitales estrictas que hicieran posible «un nuevo Kant», y a este proceso lo denominó palingénesis, volver a nacer. El sabio moderno, ilustrado, no duda de todo, no se queda en pelota viva como nos quiere hacer creer, sino que vuelve a nacer —una conversio no por casualidad semejante a la cristiana—, y con ello se inviste de un orden epistémico tan rígido o más como el del estoicismo o la teología. Sólo que ahora, quien traicione o subvierta las Categorías del Entendimiento o el Imperativo Categórico, traiciona a la Humanidad entera en el interior de sí mismo (en cierto sentido es mucho peor que la Iglesia, porque si mi vecino ofende a Dios, no tiene por qué ser asunto mío, allá él, sobre todo si soy protestante, pues que haga penitencia, pero si nos ofende a todos se hace con ello inhumano, inaceptable en la comunidad de los vivos… Fin de la Inquisición; Incipit Monsieur Guillotin…)
El sabio kantiano
No obstante, me parece que esa cristalización del sabio como hombre sumamente recto y que conoce los límites inviolables pero positivos del ser humano que nos brinda Kant es de lo mejor que tenemos hoy. ¿Qué, si no? ¿El señor que dice «ir hacia una estrella, sólo eso», y que «sólo un dios puede salvarnos», mientras él espera la caída de los higos chumbos, inspirándose en Hölderlin o Rilke? ¿El propio Wittgenstein, un hombre religioso atormentado y terriblemente perfeccionista? ¿Steve Jobs, que encarna la sabiduría estilo Disney de alcanzar tus sueños a toda costa aunque te descalabres o pises cuellos ajenos por el camino? ¿La sabiduría rústica y ruin de un Benjamín Franklin, que enseña al hombre hecho a sí mismo a ahorrar, ser frugal, mirar por el futuro y construir un imperio? ¿O, por el contrario, el epicúreo contemporáneo, desatado, que se gasta una fortuna en sus caprichos sin parar mientes en el destrozo que deja a su paso, al tiempo que deja caer sentencias a sus allegados acerca de lo efímero de la vida y lo necesario de exprimirla a tope? Richard Rorty fue el último, hasta donde yo sé, que formuló un ideal de sabiduría individual y colectivo, al que denominó ironista liberal.
Un ironista liberal está infinitamente más cómodo con la vida que le ha tocado que Kant, tanto que se puede permitir ponerla en cuestión en la teoría, siempre que no se la toquen en la práctica. El ironista liberal sabe que lo que sabe no es más que una concreción histórica de la sabiduría como hay tantas, de manera que hasta se siente un poco artista, ya que es capaz de moverse a otros lugares mentales en los que ser otra cosa, pensar y sentir de otro modo. Eso sí, las instituciones que protegen esa libertad, aunque meramente pragmáticas, se justifican por sí solas, de modo que Rorty llamará a la policía si pones un pie en su propiedad en nombre del ironismo relativista. Rorty propone, en fin, algo así como el Sócrates insatisfecho y el cerdo satisfecho de Stuart Mill fundidos en un solo molde de sabio mantenido con en un equilibrio precario.
«El futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer»
Nada de lo dicho, pues, nos sirve para la emergencia que habitamos hoy y habitaremos tal vez para siempre. Estamos encerrados en esta bola sin duda maravillosa pero que se va a pique, y lo único que está claro es que la supervivencia digna será asunto de colaboración colectiva, de actantes en red como dice Latour.
El viejo ideal del sabio se ha tornado en orteguiano, de modo que el sabio será el sabio y sus circunstancias, y si no las salva a ellas no se salvará a sí mismo.
El viejo ideal del sabio se ha tornado en orteguiano, de modo que el sabio será el sabio y sus circunstancias, y si no las salva a ellas no se salvará a sí mismo. El estoicismo profundo de nuestro esqueleto occidental nos ha impuesto desde siempre la manía desarraigable de que el hombre de verdad es, primero varón, y luego autosuficiente. La autarquía, el valerse uno únicamente de uno mismo, moral y cognoscitivamente, es el secreto de la moral en Occidente, y lo que sabemos de Oriente no parece que sea muy distinto.
Pues bien, esto es lo que ya no puede ser, no porque se haya quedado obsoleto sin más, o porque, como apunta el feminismo, sea agresivo y triste, sino porque es una manera de ser (una forma de subjetivación, una tecnología del yo, que diría Foucault) que nos introduce más a fondo en la tormenta perfecta, en vez de sacarnos o por lo menos bandearnos en ella. Yo no sé lo que hay que hacer, o si no el sabio sería yo, y no tengo ni la edad, ni la preparación, ni la posición social, ni los redaños necesarios. Pero me gusta mucho este famoso pasaje de un discurso de Václav Havel, ex presidente de la República Checa fallecido en 2011, que pese a ser un genuino animal político consiguió, como Nelson Mandela, no dejar del todo de ser un ser humano -y hasta un escritor, un dramaturgo y un filósofo…¿tal vez un sabio?:
La esperanza no es un pronóstico (…) Siento que sus raíces más profundas están (…) en las raíces de la responsabilidad humana (…) La esperanza, en su sentido profundo y poderoso, no es lo mismo que la alegría de que las cosas vayan bien o la voluntad de invertir en iniciativas que, obviamente, se dirigen a un éxito temprano, sino más bien la capacidad de trabajar por algo porque es bueno, no sólo porque tiene una oportunidad de éxito. Cuanto más poco prometedora es la situación en la que demostramos esperanza, más profunda es esta. La esperanza no es lo mismo que el optimismo. No es la convicción de que algo va a salir bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte (…) Es también esta esperanza, sobre todo, la que nos da la fuerza para vivir y probar continuamente cosas nuevas, incluso en condiciones que parecen tan desesperadas como las nuestras, aquí y ahora.
La expresión clave es, para mí, la «convicción de que algo tiene sentido». Desde luego, no puede tener sentido dejarnos llevar por el desastre mientras que tocamos como la orquesta del Titanic. La sabiduría, hoy, debe tener que ver con alentar esperanzas, pero esperanzas bien informadas, con sentido. Sencillamente porque la esperanza no es un estado del alma, sino una actividad de la persona entera. Aquel que no espera lo mejor -y no «una estrella», en abstracto, como Heidegger-, aun a sabiendas de que su anhelo no está garantizado por nada ni nadie, tampoco hace nada para conseguirlo, y por tanto se enreda en un círculo vicioso, en una profecía autocumplida. Así resulta fácil ser sabio, incluso profeta. Como me duele una muela, y no pienso ir al dentista, adivino que lo voy a pasar mal. Es tonto, pero además tiene poco mérito. Lo que tiene mérito es decir «sólo sé que no sé nada», como Sócrates, pero si me duele una muela lo que parece tener sentido es dejar de comer bombones y abrirme una cuenta en una clínica odontológica; no tengo seguridad de que eso vaya a eliminar el dolor, y mucho menos a hacerme feliz, pero al menos no es estúpido, y siempre es mejor haber amado y haber perdido que no haber amado jamás, como dijera Lord Tennyson; es decir, haber intentado hacer algo, obtener alguna victoria, que quedarse cruzado de brazos. Ya se ha dicho, en fin, alguna vez, en una afortunadísima expresión: contra el estoicismo, «el futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer».