Martyrs, controversial producto del nuevo horror francés, es el ejemplo preciso de la insalvable distancia entre concepto y ejecución en el cine. Si somos caritativos con su realizador, podemos hallar en su producto una suerte de parábola gore, una propuesta que examina los riesgos de la exaltación del sufrimiento, la carga moral-religiosa impuesta a las mujeres y los rastros imborrables del trauma en los sujetos. Pero, nuevamente, eso es asumir lo mejor. E implica creer que el concepto se ejecuta de manera persuasiva -y moralmente decente- en la pantalla. Y si miramos fijamente cómo se filma la violencia en Martyrs, bien podríamos cuestionar estos presupuestos y pensar que, en la materialidad, la película de Pascal Laugier no hace un uso legítimo de la violencia. Aquí parece existir, entonces, una evidente diferencia entre lo que se quiere decir, lo que se dice y, finalmente, aquello que la audiencia debería creer que debió decirse.
Antes de analizar estas tres opciones, conviene discutir la trama (si se entiende como trama, y no como un experimento mental o un juego de horror visual), a fin de entender lo que Laugier quiere proponer con su Martyrs. Hay pocos detalles disponibles. Sabemos que Lucie fue secuestrada por un perpetrador desconocido cuando era una adolescente. Fue torturada de forma grotesca por amplio tiempo, hasta que logró escapar. Descubrimos que, años después, Lucie ha decidido cobrar venganza contra los responsables. Luego de un festín de sangre, Lucie empieza a perder la cordura, por lo que le pide ayuda a Anna, su amiga de la infancia, quien también ha sufrido distintos abusos cuando niña. Lucie pierde la cabeza, y Anna debe arreglar el caos que ha generado su amiga. Las acciones de Lucie llaman la atención de una secta, decidida a torturar a mujeres jóvenes con el fin de que, al hacerlas mártires, puedan hallar un estado de éxtasis que les permita transitar entre vida y muerte, y acercarse lo más posible a algún ente divino, aunque sea por unos minutos antes de fallecer. Y allí se acaba la historia. Eso es, a resumidas cuentas, Martyrs.
Ahora vayamos con lo que se quiere decir. El film, como si su realizador estuviese al tanto de lo disruptivo de su propuesta, hace todo lo posible por dejarlo claro, y justificar sus propios excesos: la violencia que narra es una forma de evocar el sufrimiento, especialmente el de las mujeres, que se produce por el bien de una causa mayor. Martyrs evidentemente repudia ese discurso y sus prácticas (sobre todo promovidas por instituciones occidentales como la religión católica) y, a partir de la violencia en la pantalla, hace visible su repudio. No por nada la escena que abre el film tiene, en su clímax (en una de las tomas más escalofriantes que he visto), a una niña frente al peligro, con la cabeza rapada, el ojo morado y el rostro ensangrentado, escapando de sus captores. Una niña explotada y en permanente angustia, que huye del peligro es una imagen poderosa, cuyo valor simbólico es evidente: la inocencia perdida, el control del cuerpo femenino, la guerra contra las mujeres. Esa escena nos da una pista doble de Martyrs: es una película que evidentemente rechaza la violencia que narra, pero no tiene problemas en filmarla, y con suficiente detalle.
Hay aquí un par de elementos valiosos. El primero podría justificar, al menos parcialmente, el uso frontal (y tan gráfico) de violencia. Los discursos que sostienen la idea de las mártires no “son” (o no parecen) eminentemente violentos: son discursos centrados en la salvación del individuo, el valor de la comunidad, la exaltación de las virtudes femeninas como el perdón, la dedicación por los otros, la vocación de servicio. Pero, si miramos con atención, daremos con un discurso que es claramente violento, que somete a sus víctimas con intensidad y desprecio. Un discurso que, al normalizarse y hacerse uno con las instituciones (familia, iglesia, escuela), es mucho más dañino de lo que parece. Aquí, en una suerte de efecto hipérbole, el filme muestra los efectos nocivos de la institucionalización del martirio en su versión más escalofriante, una suerte de experimentos que juega con los extremos para justificar su rechazo. Martirizar a otro, (en la versión amable de la palabra) le niega su agencia y lo somete a un proceso transformativo, tanto en cuerpo y mente (pero sobre todo en el cuerpo), de consecuencias inconcebibles. Los cuerpos en el film son la mejor forma de ejemplificar este efecto, o eso cree Langier, porque los filma sin restricciones.
El segundo elemento tiene que ver con los efectos del trauma. El film habla de una violencia cíclica e inacabable: luego de lo que le sucedió a Lucie, la solución a su trauma se filtra por la violencia, un tipo de violencia que arrasa con todo a su paso, que acaba con otros inocentes. Lucie involucra a Anna y la hace parte de su dolor. Anna, por más que no quiera, es engullida por ese espiral de violencia y también se torna una víctima. Y el ciclo se intensifica de forma significativa. Por supuesto, el trauma se presenta aquí como una suerte de emoción corrosiva, una especie de enfermedad que se transmite con facilidad y que fuerza a los sujetos a combatirlo de forma irracional y violenta. El trauma cobra nuevas víctimas y se reproduce con facilidad. El trauma es de color rojo, es sangre y horror, es la desfiguración corporal y la pesadilla psicopatológica, es sufrir y volver a sufrir. Sigue siendo, por supuesto, una visión algo extrema del trauma, sin tantos matices. Y, por supuesto, todo esto lleva a una conclusión bastante pesimista: si el trauma es inescapable y el sistema de creencias que nos ayude a confrontarlo (por ejemplo, la religión y la fe en general) también abusa constantemente de nosotros, entonces, ¿qué nos queda?
El trauma cobra nuevas víctimas y se reproduce con facilidad. El trauma es de color rojo, es sangre y horror, es la desfiguración corporal y la pesadilla psicopatológica, es sufrir y volver a sufrir.
Aquí comienzan los problemas con la película. Martyrs ve el cuerpo humano de la misma manera en que lo ven los personajes, de forma puramente instrumental: los cuerpos sufren incontables vejaciones, y la cámara no se aparta de lo que les sucede. En muchas escenas, los cuerpos se apilan y se despersonalizan: los cuerpos pierden su identidad y todo tipo de dignidad, porque Langier no sabe dónde cortar la violencia. Es curioso que, en una película con un montaje tan libre y caótico, lleno de cortes y disrupciones, (y que deja muchas cosas confusas y a la imaginación de la audiencia), las escenas de violencia se filman con total claridad. El film no se aleja de los fluidos corporales, las llagas, la perversión del cuerpo. Pero, incluso más, la cámara parece enfocada en el sufrimiento. Un sufrimiento casi ininterrumpido, en primer plano, al que son sometidas sus protagonistas. Por momentos, es casi imposible seguir viendo. Si existe algún tipo de acuerdo social sobre lo que está permitido y lo que no, el sufrimiento innecesario estará en la segunda categoría. Una vez más, igual que los responsables del dolor contra Lucie y Anna, Langier y compañía explotan a sus personajes (y su sufrimiento) por un fin conceptual, una suerte de ambición personal por encima de la dignidad de los sujetos que, imaginarios o no, afectan a quienes consumen el producto.
No se puede ignorar que las víctimas son mujeres. Parece que Langier quiere devolverle algún tipo de agencia a las víctimas mediante la venganza (y la asunción del rol del victimario), pero el resultado es demasiado ambiguo para ser efectivo, una suerte de concepto lodoso: Anna y Lucie son las que sufren, sus cuerpos son sometidos a abusos extremos y, en el final, se sabe muy poco de ellas más allá de su sufrimiento: su existencia (al menos en la película) se entiende solo desde el dolor. Y, en la cruzada por la violencia (sobre todo de Lucie) se replica, una vez más, un arquetipo (o varios) sobre la mujer-víctima: una mujer que cae presa de la histeria, que no controla sus impulsos violentos, que actúa desde la emoción por emoción, y que, finalmente, en una inquietante parábola moral, termina pagando caro su intento de rebelión, sobre todo al cobrarse la vida de inocentes. Y el problema (que evita que la lectura del trauma sea convincente) es que, debido al estilo del film (y los giros erráticos del guion), sabemos tan poco de la protagonista que solo nos queda lo que vemos, no lo que intuimos (que es muy poco) y lo que vemos es ira, desenfreno, dolor físico y dolor espiritual.
Hay otro problema, incluso más preocupante, en torno a la violencia. No sabemos casi nada del culto que es responsable de estos actos. Aparecen casi al cierre de la película, justificando sus actos como parte del plan por acceder a información sobre Dios. Pero es muy vaga su caracterización: podría ser una secta sacada de cualquier otra película de horror. Kill List (2011), infravalorada película inglesa, tiene un final parecido: se revela que los hechos horribles que investiga un sicario son, en verdad, parte de un complot realizado por una secta cuasi satánica, de la que tampoco tenemos casi ninguna información. La diferencia está en que la presencia de la secta es suficiente por sí misma, ya que cumple con la temática del film (una revisión sobre el encuentro entre lo sagrado y lo profano) y funciona como un cierre bastante sugestivo. En cambio, con Martyrs, la secta es la excusa de la película, el trasfondo conceptual que le da validez más allá de ser una pieza gore. Y no la hay. Quizás la película hubiese funcionado más si el enfoque estuviera en la secta desde un inicio: ¿quiénes la conforman y por qué? ¿Qué otros elementos componen su sistema de creencias? ¿Por qué funciona? The Master (2012), por ejemplo, desgrana muy bien el surgimiento de una secta peligrosa por ser suficientemente esperanzadora (y coherente); aquí, parece que Langier necesitara una excusa para justificar la violencia, y se le ocurrió refinar un deus ex machina a último minuto.
Cuesta mucho entender la pertinencia de esas escenas. Son desagradables. La cámara se mueve demasiado, los colores están fuera de lugar y la violencia produce náuseas. En primer plano se fija el sufrimiento de la protagonista y la sangre y la carne discurren sin problema por la pantalla. Y no sabemos quién lo hace y por qué. Y si lo sabemos, parece algún tipo de excusa abrupta, inacabada. Esto no hace otra cosa que confundirnos y alejarnos de la reflexión que Langier quería. Pensemos en Irreversible, una película de estilo parecido. Mientras que la cámara movediza de Gaspar Noé nos forzaba a seguir viendo (tratando de descifrar las figuras dentro del caos, en lo que parecía una suerte de camino hacia el infierno en el que queríamos identificar a los protagonistas), la cámara de Langier (que parece moverse sin rumbo aparente), genera el efecto contrario: nos aleja de la pantalla, nos genera repulsión y, por tanto, su mensaje se difumina entre los excesos de estilo. También vale la pena comparar Martyrs con otro film de gore filosófico, The House That Jack Built (2018), en el que -literalmente- los cuerpos se acumulan en la pantalla, filmándose la violencia con crueldad y cinismo. Pero el film de Lars von Trier se hace responsable de lo que filma: discute la violencia a partir de la metaficción y la autorreferencia, castiga a los responsables, se preocupa por darle sentido y coherencia al sufrimiento que filma. Langier parece no tener las mismas preocupaciones. Ojo, los tres filmes merecen cierto rechazo por el nivel violencia que producen y representan. Pero los esfuerzos por justificarla (y hacerla útil) son muy distintos entre los tres. Si las intenciones importan, con mayor razón importa las evidencias de esas intenciones.
El problema del estilo es incluso más grave, porque altera significativamente lo que la audiencia cree que el filme quiere decir. Langier filma con mucha, mucha luz, a tal punto que algunas escenas destiñen el color y los personajes parecen de otro mundo, mucho más artificial. La plasticidad del film hace que sus escenas de violencia parezcan aún más ajenas. La velocidad evita que la audiencia asimile lo que ve. Y eso se sigue del problema del montaje y de la historia, por momentos más cercanos a un torture porn que a una película de autor. Todo lleva a la pregunta más importante: ¿qué pensaba Langier cuando hizo el film? ¿Podía predecir lo que pensaría la audiencia? Parece que, a la larga, las preferencias de estilo de su realizador buscaban principalmente el escándalo por el escándalo, más que una historia coherente. Si somos justos con Langier, consiguió lo que esperaba de la audiencia.
Queda claro que este nuevo cine de horror francés, festival de sangre y crueldad, tiene, como elemento incorporado, un factor de discusión pretenciosa, alguna excusa intelectualoide para su existencia: los giros de trama y dilemas de la identidad en Alta tensión (2003), la alegoría sobre la maternidad en Desde adentro (2007) y, en este caso, la metáfora sobre la martirización femenina en Martyrs. Pero claro, apenas si pueden distinguirse esas discusiones en el espiral de violencia y dolor, sin ningún reparo sobre la dignidad de lo que filma y los motivos reales de su estilo. Y, una vez más, metiendo de relleno otro film, me quedo con el cine de horror (también francés) de Julia Daurcenau, que también usa la sangre, pero la usa bien, para probar un punto. Ella se da cuenta de que, finalmente, el shock value es el canal y no el mensaje. Lástima que así no Langier y sus mártires, quienes, como en el film, se sacrificaron por gusto.
Absolutamente de acuerdo con tu análisis y reflexión.