Había un cuento corto de Juan Perucho en una recopilación de la editorial Alianza, más bien un apólogo, que él dedicaba, me parece, a Sigmund Freud, pero que en mi opinión era mejor que el Psicoanálisis en general.
Trataba, si no recuerdo mal, de un padre como de pueblo o de ambiente en todo caso rural o medieval que acudía espantado al médico local con el anuncio de que su esposa y su hijo se habían transformado en animales, a saber cuáles, pongamos que camello ella y ratón el chaval. El médico acude raudo al humilde hogar, preocupado por si se trata de un caso de brujería, y allí descubre que no, que la mujer sigue teniendo hechuras de mujer y el rapaz de rapaz, de modo que, intuitivo como él solo, entiende que lo que pasa es que el hombre ya no soporta a su familia, y por una maniobra elemental de desplazamiento prefiere creer que vive en una suerte de belén viviente (esto lo injerto yo, no es de Perucho, él lo que dice es que el médico se dió cuenta de que la animalidad no está en las personas, sino en los ojos del que las juzga; Freud, por ejemplo, añadiría yo) a admitir que ya no le gusta su vida, que todo su ser clama por huir de allí.
Es verdad que toda la conseja resulta un poco machista, pero no es por ahí que quería atacarla yo. La encuentro una muy buena parábola porque sirve también para explicar eso que hoy llamamos de modo bastante comercial o mercantil (se venden mil libros con ese neologismo en el título) “posverdad”, es decir, la proliferación y, sobre todo, grandísima eficacia propagandística de los bulos o trolas de toda la vida por los circuitos emocionales de un país, un sector e incluso del planeta entero. ¿Por qué, después de todo, la gente se ha tragado las patrañas del Brexit, los disparates de Trump, las chuminadas de Díaz Ayuso o de Fakejóo? Pues, sencillamente, porque no son capaces de reconocer que su vida no les gusta y en vez de cambiarla prefieren pensar que efectivamente y como por ensalmo se hallan rodeados de figuras de fantasía, a las que es mucho más grato temer, como el tipo del cuento de Perucho. El sueño de la razón produce monstruos, ya se sabe.
Mi amigo Alejandro Escudero me dijo ayer algo muy perspicaz, y es que la posverdad es lo propio del dogmatismo que se aprovecha del ambiente relativista generalizado. Me explico, o sea, explico la posición de Alejandro. Resulta curiosísimo que hasta hace no mucho tiempo se acusase a la posmodernidad, así, a bulto, de «relativista», y todavía hay gente que a la multiculturalidad la llama «multiculti», ese tipo de mofa que también practicaba Gustavo Bueno para hacer escarnio de José Luís Rodríguez Zapatero. Por entonces, la gente seria era cientificista, de derechas y partidarios de Alain Sokal, que en sus Imposturas intelectuales había desenmascarado el «embeleco francés», como diría Machado. Ahora, en cambio, «la gente de bien», por usar la expresión de Fakejóo, no han tenido más remedio que travestirse al posmodernismo les guste o no, tal como ellos lo entienden, porque si no no tienen manera de negar las vacunas o el cambio climático -valiéndose de la falacia de «la torre y el patio», puesto que a la vez en cuestiones de género se mantienen aferrados fanáticamente al dimorfismo en materia sexual de raíz netamente dogmática y cientificista, no vaya a ser que se nos corrompa la juventud… De forma que hoy no hay nadie más relativista que el Partido republicano de EEUU, a fin -y este es el intríngulis mencionado y formulado por Alejandro- de que todos los demás enarbolen opiniones cuestionables y relativas (Trump ha llegado a decir que los estudios científicos dependen de quien los pague, yendo mucho más lejos todavía que propia Sociología de la Ciencia…), mientras que el que emite ese juicio se reserva para sí mismo la verdad. El cambio climático es materia de «sistemas de creencias», pero, cuidado, el pucherazo en las últimas elecciones USA no, pese a que el primero sea netamente empírico y el segundo, por decirlo suavemente, «hipotético». Es de coña, con perdón. ¿Qué se consigue con estos sucios enredos mentales? Pues es fácil: un refuerzo del viejo argumento de autoridad en detrimento de la independencia de criterio del ciudadano medio, ya que ahora, creer o no creer en el fraude electoral o en el calentamiento global va a depender no de observaciones, estadísticas o inferencias científicas o judiciales, sino del bando en que te sitúes previamente. Soy anti-vacunas porque confío en Trump, por ejemplo, porque Trump es mi líder, al margen de que lleven salvando vidas un buen cuarto de milenio…
Como se ve, el truco es coger el arma de tu anterior enemigo, ese que te envenenaba de «relativismo», para usarla contra él en favor de un dogmatismo doblemente reforzado, puesto que va ligado ahora a una persona o a un partido, y no a un sesgo o sistema de creencias, como se dice últimamente. Pero escuchemos al propio Alejandro Escudero, antes de dejarnos engañar de nuevo por cierta gentuza pero también por el sordo prejuicio de nuestras propios miedos y aversiones, a lo vecino de Juan Perucho.