De toda la obra escrita que se ha conservado de Aristóteles, es decir, del corpus aristotelicum, la parte política no es la más significativa en cantidad, pero sí en lo que se refiere a continuidad en la vida del filósofo. Digamos que no se exageraría al decir que se pasó toda la vida dándole vueltas a estas cuestiones al tiempo que investigaba acerca de zoología, cosmología, teatro, psicología, botánica, lógica, física, meteorología, crítica literaria y tantas otras materias más.
Todas estas áreas fueron prácticamente inauguradas por él (llevándolas a un alto grado de desarrollo), mientras que, en la meditación política, que ya existía entre los griegos desde hacía siglos, fue sobre todo original por su intento de conciliar lo mejor de la sofística de la época en consonancia con los ideales de la filosofía platónica retocados al efecto. Aristóteles era un filósofo, desde luego no un sofista, pero creía (y esta convicción se refleja sobre todo en su Retórica) que había que asimilar en alguna medida las concepciones sofísticas para elaborar una política razonable -a diferencia de Platón, que odiaba a los sofistas a muerte y ansiaba refutarlos.
Partiendo de eso, el primer movimiento que hace Aristóteles en la reflexión sobre la polis es contrario al de Platón: en vez de pretender extraer de la pura razón la única constitución perfecta que para colmo nunca ha tenido lugar[1], el Liceo colecciona y fija todas las constituciones existentes hasta el momento -consiguen hasta ciento sesenta y tantas, de la que sólo hemos conservado una, justamente la de Atenas- para hacer su crítica y averiguar cuál es la más preferible. Desde luego que incluso la más preferible será una constitución imperfecta, la cual hemos escogido por razones que responden a circunstancias concretas: esta será la parte inicialmente sofística de la cuestión. Pero eso no quita que no existan motivos basados en la naturaleza que expliquen la presencia de facto de todas esas constituciones en lo que tienen de común y esencialmente humano: esta será la parte inicialmente platónica de la cuestión. Expondremos la una después de la otra teniendo en cuenta que Aristóteles realiza un desarrollo entrelazado de los dos aspectos que no toma ninguno de ambos en su sentido puro original. Digamos que es como una aleación: el bronce, por ejemplo, es mezcla en diferentes proporciones de cobre y estaño calentados en un horno con carbón vegetal, por tanto algo distinto de los dos metales a la vez que síntesis de ambos; tanto el “horno” y el “carbón” como el “bronce” son aquí el forjador Aristóteles y su extraordinario talento para la teoría a partir de la observación: para él, en efecto, sólo se hace filosofía para tomar registro de la experiencia real, al contrario de Platón y sus seguidores, que hacen filosofía antes de la experiencia para ordenarla conforme a su concepción apriorística de la razón.
Respecto a la actividad económica Aristóteles consideraba que hay una forma natural de enriquecimiento derivada de las actividades tradicionales de pastoreo, pesca, caza y agricultura, estableciendo sus dudas acerca de que sea una actividad natural el trueque, a menos que sea para satisfacer una necesidad. Sin embargo, el uso del dinero como forma de enriquecimiento es considerado “no natural”, criticando especialmente el aumento del dinero mediante el préstamo con interés (la “usura” que también desaprobará el cristianismo posterior, como se ilustra en El mercader de Venecia de Shakespeare; no podemos ni imaginar, por cierto, lo que pensaría Aristóteles de nuestro actual sistema financiero internacional, que tantos quebraderos de cabeza ha producido recientemente…). La propiedad privada, en cambio, es considerada como en cierto modo congénita en el hombre para Aristóteles, por la sencilla razón, no fácilmente apropiable por el liberalismo moderno, de que nadie se va a cuidar de nada que no sea suyo. Igualmente, Aristóteles critica la propiedad comunal de los guerreros en el diseño platónico de la ciudad más perfecta, porque lo que es de todos, incluidos los hijos, no interesa a nadie en particular, y todos piensan que será otro el que se ocupe de ello. Por parecido motivo, un sistema comunista de producción es descartado inmediatamente por Aristóteles con el doble argumento -acertado a mi juicio- de que en una comunidad en la que los que más trabajan reciben lo mismo que el resto no es una comunidad justa, y de que la solidaridad voluntaria entre los hombres desaparece como virtud allí donde el vínculo laboral y la organización del trabajo es impuesta desde arriba.
La democracia moderada es considerada por Aristóteles la mejor forma de gobierno, tomando como referencia la organización social de la ciudad-estado griega: una sociedad por lo tanto no excesivamente numerosa, con unas dimensiones relativamente reducidas y con autosuficiencia económica y militar, de modo que se pueda atender a todas las necesidades de los ciudadanos, tanto básicas como de ocio y educativas. Lo que le hace rechazar, o considerar inferiores, las otras formas positivas de gobierno es su inadecuación al tipo de sociedad que le rodea, considerándolas adecuadas en cambio para sociedades o menos complejas y más rurales o menos avanzadas y más tradicionales; pero también le preocupa el peligro de su degeneración en tiranía u oligarquía, lo que representaría un grave daño para los intereses comunes de los ciudadanos. Así, le parece preferible una sociedad en la que predominen las clases medias -a las que se podría analogar con los “productores” de Platón, que estaban para él en el último estrato de la ciudad ideal-, y en la que en los ciudadanos se vayan alternando en las distintas funciones de gobierno, entendiendo que una distribución más homogénea de la riqueza elimina las causas de los conflictos y garantiza de forma más adecuada la consecución de los objetivos de la ciudad y del Estado, que son la misma cosa.
¿Qué es, entonces, un “ciudadano”, un polités, para Aristóteles? El ser ciudadano no depende del domicilio, ya que esclavos y extranjeros también poseen uno, tampoco proviene del derecho de entablar una acción jurídica, porque esto pueden hacerlo las personas que no son ciudadanos: la característica distintiva del ciudadano es que este goza de funciones políticas y judiciales, tanto como juez como en tanto magistrado, es decir, que posee libertades políticas. Se es ciudadano en el espacio de tiempo que se ejercen esas libertades, y que va entre la categoría de los ciudadanos incompletos, que son aquellos que aún no han llegado a la edad de inscripción cívica, y la de los ciudadanos jubilados, que son los ancianos que ya han sido borrados de la inscripción cívica. El buen ciudadano debe poseer las virtudes, tanto de mando (la sensatez), como de súbdito (la obediencia), y contener dentro de sí a la vez la capacidad de mandar y la de obedecer, puesto que en unas ocasiones hace las leyes y en otras las acata.
El buen ciudadano debe poseer las virtudes, tanto de mando (la sensatez), como de súbdito (la obediencia), y contener dentro de sí a la vez la capacidad de mandar y la de obedecer, puesto que en unas ocasiones hace las leyes y en otras las acata.
En conclusión, el ciudadano en democracia es aquel hombre político que es o puede ser dueño de ocuparse, personal tanto como colectivamente, de los intereses comunes, y que tiene participación en los asuntos públicos. Parece mentira la manera en que se ha complicado y hasta enrarecido el pensamiento político a partir de la eclosión de los estados-nación europeos modernos, que parecen haber sentido la necesidad de echar mano de unos presuntos derechos naturales, contratos sociales y velos de la ignorancia tan claramente ficticios, retorcidos y metafísicos que cuando uno los compara con Aristóteles se sorprende que lo relativamente pragmático -aunque arduo- que para él resultaba averiguar, entre diferentes modelos de coexistencia, el que procure menos problemas y más bienestar a la población. Hay todavía hoy quien añora la Atenas clásica precisamente porque la política era la vida entera del ciudadano libre, pero que no se pase por alto que eso sólo fue posible sobre un ingente fondo de esclavitud[2].
La discrepancia máxima de Aristóteles sobre el modelo político de Platón consiste en que el discípulo entiende frente al maestro que había que hacer a menudo política para poder desentenderse cuanto antes de la política, puesto que el fin en sí mismo de la vida humana es la contemplación. Para Platón la política virtuosa era la finalidad suprema, pero para Aristóteles no, y esta es una diferencia crucial, decisiva. Se participa en política para ser libre en una sociedad de amigos, de tal manera que nadie pueda -ni quiera, si efectivamente es amigo- impedir a un hombre el acceso a una vida de estudio y aprendizaje. De ahí la que a mí me parece que es la más brillante objeción que Aristóteles propone, de forma en cierto modo tácita, a Platón, y es la de que Platón se ha equivocado al convertir la construcción de la polis perfecta en la más acuciante de sus preocupaciones, porque en realidad eso es poiesis, no praxis, producción, no acción[3]. La praxis suprema, propia de los espíritus más elevados, es precisamente la filosofía, de manera que, sorprendentemente, Aristóteles coge a Platón en un renuncio: Platón ha estado usando la filosofía para erigir la vida política perfecta, cuando lo más propiamente filosófico hubiera sido usar la vida política menos inconveniente o problemática para erigir la vida filosófica perfecta. El fin ha sido sustituido por los medios en la Academia, hay que devolver las cosas a su lugar, el discípulo entiende que para consumar la visión del maestro hay que invertir al propio maestro[4]. Touché.
Respecto al fundamento, por así decirlo, filosófico del Estado, Aristóteles mantendrá, al igual que Platón y la mayoría de los griegos, la teoría de la “sociabilidad natural” del hombre, como se ha repetido un billón de veces. El hombre es un animal político (zóon politikón), es decir, un ser que necesita de los otros de su especie para vivir plenamente; no es posible pensar que el individuo sea anterior a la sociedad y que ésta fuera así el resultado de una mera conveniencia establecida entre individuos que antes habrían pululado independientemente unos de otros en un presunto “estado natural” (como defendía ya cierta sofística a la sazón). Aristóteles, como es sabido, no está de acuerdo con la llamada “teoría del pacto” de éstos, muy al contrario: él piensa que el hombre se organiza en comunidades por naturaleza, pero con la condición necesaria del acuerdo en un fin (télos) común. Es decir: no es verdad para él que unos supuestos individuos libres en estado de naturaleza decidan por convención (nomos) asociarse para conseguir paz y seguridad en común; pero tampoco es verdad que el hombre viva maquinalmente en un organismo social por naturaleza (phýsis) sin preguntarse por qué ni para qué, por pura supervivencia de la especie, como defiende el evolucionismo burdo. Este último es el caso de animales como los orangutanes, los lobos y tanto otros, pero no del hombre; y la primera concepción es que ni siquiera se da en la naturaleza misma (animales solitarios que decidan juntarse para su protección). Que el todo, como argumenta Aristóteles, sea anterior a las partes, es semejante a lo que ocurre con el cuerpo humano, el cual una vez destruido o muerto ocasionará que ya no hay ni pie ni mano a no ser en sentido equívoco, o sea: que no es del todo correcto más que nominalmente llamar a una mano “mano” cuando está cortada, o a un pie “pie” cuando pertenece a un cadáver, puesto que ya no sirven para el fin para el que fueron generados: agarrar para la mano o caminar para el pie[5]. Igualmente, un hombre solitario ya no es un hombre más que nominalmente, cuyo destino sería convertirse en algo infrahumano -una bestia- o sobrehumano -un dios-. Pero que cada hombre sea parte del todo social tampoco significa que actúe como el engranaje de una maquinaria ciega. No: por naturaleza el hombre es comunitario porque por naturaleza -también- busca un fin para su existencia que sólo se da en sociedad mas no de un modo automático. Ese fin es la felicidad (eudaimonía en griego): el hombre no vive por vivir, sin más, sino que por naturaleza esta “hecho” para ser feliz y en la felicidad encuentra su realización máxima como ser natural. Prueba de que esto es así es que, a diferencia del resto de los animales, el hombre dispone del lenguaje, un instrumento de comunicación que requiere necesariamente del otro para poder ejercitarse; sería absurdo que la naturaleza nos hubiera dotado de algo superfluo, y sería difícilmente explicable el fenómeno lingüístico si partiéramos de la concepción de la anterioridad del individuo respecto a la sociedad –de hecho, los conocidos como “niños salvajes” no saben hablar y les cuesta un gran esfuerzo hacerlo, cuando un bebé de dos años nacido en sociedad se diría que habla con la misma facilidad con la que orina. Citando de nuevo un pasaje archiconocido, pero que hay que recalcar: El por qué sea el hombre un animal político, más aún que las abejas y todo otro animal gregario, es evidente. La naturaleza -según hemos dicho- no hace nada en vano; ahora bien, el hombre es entre los animales el único que tiene palabra. (Ibídem, libro 1, 1).
Y la palabra (logos) no sirve para comunicarse a secas -muchos animales se comunican también-, sino para intercambiar pareceres acerca precisamente de lo justo o lo injusto, lo provechoso o lo inconveniente,según Aristóteles. Ahora bien, esto sí que es lo que nos diferencia propiamente de los animales, y no la supuesta posesión de un alma inmortal -supuesto idealismo platónico o cristiano- o de un cerebro evolucionado -supuesto materialismo científico o metafísico-: el hombre es el único animal que discute sobre lo que cree justo y provechoso para obtener la felicidad en la polis. Por estos quizá enredados caminos desde nuestro actual punto de vista, pero sin duda tocados por el genio de la síntesis certera, Aristóteles se las arregla para quedarse con lo mejor tanto de la sofística -”lo provechoso”- como del platonismo -”lo justo”- de una manera a mi parecer insuperada en el pensamiento posterior. Porque… ¿Cuáles son las condiciones imprescindibles de la felicidad entendida como la finalidad de la vida humana? Pues en primer lugar, desde luego, está la prosperidad material. Juntos nos regalamos con mayores bienes y servicios que si estuviéramos escondidos en una lóbrega cueva hobbesiana. En segundo lugar, está el gozo que supone para el hombre la compañía de los demás, pues aunque el trato con el prójimo a veces sea a menudo fuente de odio y dolor, también es cierto que la gran mayoría lo preferimos a la soledad absoluta[6]. Y, por último, existe la participación en los asuntos públicos, que permite que reunidos hagamos incomparablemente más de lo que puede hacerse en privado (piénsese, por ejemplo, en un concierto de rock: sería imposible que siquiera existiera algo así si el Estado no pusiese el precio, controlase la seguridad del local, garantizase la no-invasión de la libertad de expresión, etc., etc.)
Y la política y la ética, pues, son asuntos que se hacen, no que se teorizan como pensaba Platón. Es decir, para Aristóteles ética y política son pensadas mientras se hacen, y no pueden ser trazadas de antemano en la mente del filósofo a solas en su gabinete privado. La ciencia acerca de los fenómenos naturales sí puede ser descubierta por el filósofo en la intimidad de su razón mediante la observación empírica[7], porque versa acerca de lo que no puede ser de otra manera (lo necesario), pero para promulgar leyes acerca de la convivencia hay primero que convivir, o sea, compartir, porque versan acerca de lo que siempre puede ser de otro modo (lo contingente). No hay, pues, leyes invariables para Aristóteles en el mundo práctico, como sí las había para Platón. Cada sociedad decide en la práctica que es lo que le parece más justo y conveniente para alcanzar la felicidad, y tal decisión es objeto de acción práctica colectiva, no de contemplación científica solitaria. Por eso Aristóteles no cree en la sociedad perfecta de Platón, pero en cambio sí cree en el logro activo de la felicidad. La “república” ideal platónica, como es conocida, únicamente buscaba el orden, una vez conseguido el cual no hay respuesta para la pregunta “y, después de todo… ¿para qué el orden?” Sin embargo, Aristóteles concede que las sociedades reales sean abiertas[8] con tal de que la respuesta a esa pregunta sea “para la felicidad”. Un orden inalterable sin más no puede ser más que un medio para algo mejor, no un fin en sí mismo[9]. El “fin en sí mismo”, que Aristóteles denomina en griego entelequia[10], se traduce al latín por perfectio[11], perfección, que es lo acabado, lo culminado, lo máximo en su género, lo que ha llegado al techo de su ser y por ello ya no puede mejorar más[12], hasta tal punto que se diría que ha tocado la eternidad de una manera finita[13] –el infinito, como se sabe, no es comprensible para los griegos más que matemáticamente, y aún con todo no sin horror (el número pi, la razón de la hipotenusa…), ni siquiera sus dioses son infinitos ni pueden serlo, porque si lo fueran no podrían jamás ser perfectos al no poder acabar nunca de definirse, al no poder colmar nunca ese máximo de sí mismos que necesaria e interminablemente se les escaparía…[14]
El resultado de todo lo dicho consiste en que con Aristóteles podemos pensar la perfección en este mundo sin buscarlo en otro imaginario perdiendo por consiguiente el sentido de la realidad inmanente[15]. La perfección no se da siempre, sino sólo cuando las circunstancias son propicias; y tampoco es una cantidad que pueda ser comparada con otra, sino una cualidad, de hecho justamente la cualidad en la que cada cosa se expresa en su plena potencia interna. Hay perfección siempre que algo, cualquier ser, alcanza su fin, una palabra que he estado usando hasta aquí sin aclararla. Por “fin” debe entenderse “finalidad”, “meta”, “consumación”, télos en griego, y no acabamiento del ciclo de existencia de algo, que en griego se dice más bien skatos –de ahí el vocablo “escatología”, que se refiere al destino del mundo o del alma cuando mueren o “finiquitan”. En los asuntos humanos, el “fin en sí mismo” o télos es la felicidad, puesto que somos mortales y no podemos esperar otra vida de premios o castigos superior a esta al llegar la muerte. Todas las demás ventajas o satisfacciones que podamos hallar en la vida lo son porque llevan a la felicidad, por tanto la pregunta de “y, después de todo… ¿para qué la existencia feliz?” sólo puede tener sentido ya para un temperamento religioso, al que le parece poco lo que este mundo pueda ofrecerle. Lo cual no quita para que la felicidad se encuentre de muchas maneras, tantas como conductas en las que se cumpla la virtud (areté): hay una virtud del músico que toca excelentemente así como una virtud del amante que ama excelentemente como una del herrero que forja excelentemente. “Virtud” no es rectitud moral, no únicamente, sino excelencia en el obrar cualesquiera que éste sea al margen del bien y del mal tomados en abstracto. (Por ejemplo: un jugador de cartas o un futbolista pueden ser personalmente unas “malas personas”, pero echarse un farol o “tirarse a la piscina” de un modo excelente, inmejorable).
No obstante, para la condición del ciudadano ser una “buena persona” y un “excelente ciudadano” sí que son requisitos equivalentes e interrelacionados, mutuamente dependientes. No por motivos puramente sofísticos, es decir, bajo la argumentación de que sólo el que se presente como una persona honrada puede persuadir al pueblo. Ni por motivos estrictamente platónicos, es decir, bajo la exigencia de que sólo el que haya dominado sus pasiones merece impartir leyes. Ni una ni otra, sino en tanto que, para Aristóteles, sólo el que obre por la felicidad de todos puede obtener la suya, así como, a la inversa, sólo el que sea ya feliz está en condiciones vitales de desear eso mismo para todos (“nunca sirvas a quién sirvió”, decimos en castellano). Esto es así porque la felicidad no es un estado estático -como lo es, por cierto, el orden-, sino una actividad, y además una actividad que se ejerce durante toda la vida. Nada más lejos de esta idea que la concepción de la felicidad como “momentos de felicidad” pasiva y sentimental, puramente subjetiva y relativa -“me siento feliz”, pero luego se me pasa…; “que feliz sería si…”, y luego no lo soy tanto-, como nos venden ahora en los anuncios de televisión tipo Coca-cola. Esa felicidad fácil y efímera, que va de pequeño placer a pequeño placer sería para Aristóteles la propia de los esclavos. Desechado eso, la felicidad ética se erige como el hábito de elegir consistente en un término medio relativo a nosotros, término medio definido por una regla, aquella regla con la cual lo define el hombre sensato, en la famosa declaración de Ética a Nicómaco. O sea, glosando punto por punto: es un hábito, puesto que se trata de formar en nosotros un modo de ser permanente a través de conductas repetidas; es una elección libre y consciente, puesto que ninguna ley ideal a lo Platón nos obliga en un sentido u otro; es un término medio relativo al individuo, puesto que todos somos diferentes y cada uno debe establecer sus hábitos evitando los excesos y deficiencias de su carácter; es una regla, puesto que, si no se concreta en una o varias -o varias subordinadas a una o al revés- directrices enunciables, difícilmente podremos atenernos a ello en el futuro; y, por último, es una regla sensata en el sentido de que todo el proceso antedicho debe estar dirigido por la inteligencia, por la inspección de la razón, o no habría servido de nada. Resulta importantísimo darse cuenta de que con este planteamiento Aristóteles deja atrás la idea platónica de norma, que sería universal y necesaria para todo ser pensante: aquí cada uno “hace sus propias cuentas” de lo que ha de poner de su parte para ser ética y políticamente virtuoso. Caso de no acertar bien al hacer esas cuentas personales, bien sea porque en mí las pasiones son demasiado vehementes, o porque mi coco no da para tanto o se distrae con el vuelo de una mosca, entonces Aristóteles recomienda emular el ejemplo del hombre spoudaîos, que es aquel que conozcamos a nuestro alrededor caracterizado por un proceder responsable, esforzado, noble y con altura de miras.
Por tanto, para Aristóteles no hay un hiato significativo entre ética y política. La ética no es más que la disposición para la coexistencia en concordia (homonoía en griego) estudiada desde el punto de vista individual, del mismo modo que la política la estudia desde el punto de vista de la totalidad comunitaria. La justicia es una necesidad social, porque el Derecho es la regla de la vida para la asociación política, y la decisión ética de lo justo es lo que constituye el derecho. A partir del Renacimiento, sobre todo en las ciudades independientes italianas, todo esto se verá de un modo distinto y más problemático, pero sin dejar de tener la Política de Aristóteles como referente primario y casi exclusivo. Puesto que las determinaciones relativas a la vida pública son contingentes, Aristóteles piensa que deben ser decididas entre todos, conforme a un cálculo de probabilidad y verosimilitud. Vale que, como decían los sofistas, no puede irse más allá del nivel de la opinión: todo son opiniones en el quehacer práctico. Y vale que, como decía Platón, las opiniones son insuficientes, porque con ellas estamos en manos del listillo que las maneje con más habilidad. Por eso hay en esto también un “término medio” adecuado para Aristóteles, que consiste en establecer que aunque en efecto no hay una ciencia superior que zanje para siempre la libertad de opinión y de discusión, tampoco todas las opiniones son, en sí mismas, igualmente buenas o válidas. Si calibramos en democracia todas las opiniones mediante el criterio de lo que es más probable y más verosímil, entonces tendremos una medida de lo mejor que supere el relativismo protagóreo sin ser la verdad incontestable de Platón. Cuando se aportan pruebas, se usan razonamientos plausibles y la retórica apela a la verosimilitud estamos lejos de la mera persuasión emotiva del orador sofista. A esta técnica de criba de los argumentos políticos la denomina Aristóteles precisamente Dialéctica, modificando el sentido del mismo vocablo que Platón utilizaba para la ciencia infalible del gobernante. Esta es, si yo no me equivoco, la fórmula de la nueva aleación que fragua Aristóteles para el pensamiento político en el marco de la polis, muy poco antes que ésta quede abolida como resultado de las asombrosas conquistas de su ex-aprendiz Alejandro.
De ahí que se hable tan a menudo de la “democracia moderada” defendida por Aristóteles. Frente a la democracia radical de los sofistas, la “moderación” estriba en este caso en que existe una balanza racional para pesar las opiniones que aunque nunca es definitiva, tampoco es jamás arbitraria, y en que los cargos públicos deben ser electivos, es decir, votados y no por sorteo. Aristóteles no descarta otras formas de gobierno dependiendo de la oportunidad -todo tiene una oportunidad (kairós) propicia que hay que saber descubrir- de su implantación en determinada polis. Así, por ejemplo, Aristóteles se inclina también llegado el caso hacia una forma mixta de gobierno en la que asímismo se realice el término medio: ni democracia absoluta, ni monarquía ni aristocracia absolutas, sino una combinación de las tres en que cada forma política limite los excesos de las demás e impida que degeneren. Esta solución en concreto será la adoptada tanto por la teoría política del mundo romano como, siglos después, por la asimilación tomista del aristotelismo. Pero el aristotelismo no es lo mismo que Aristóteles. Para él, toda combinación es buena si es capaz de crear un gobierno estable y duradero, que elimine los estorbos que puedan alzarse para impedir la consecución de la felicidad, por eso entiende que cada ciudad debe escoger la que más le acomode. Aristóteles concibe la felicidad como una actividad y no un estado, sí, pero que sólo es posible en condiciones de ocio. El ocio se dice en griego echolé, o sea, “escuela”, no en sentido de institución escolar reglamentada, sino de constante posibilidad de aprendizaje. El hombre libre (y más aún el filósofo) aprende por aprender, y este podría ser el objetivo último de la existencia humana una vez superados los problemas a que nos ata la necesidad de mantenernos vivos. Una golondrina -dice- no hace verano, e igualmente una vida no es feliz por un solo día de felicidad –Ibídem.
Y es que bastante tragedia se esconde ya en lo bueno de la vida, aunque sólo sea por su escasa duración, como para encima andar enquistándose en lo malo.
Notas
[1] Esta afirmación debe ser matizada. Parece que la Calipolis platónica se ensayó un año en Siracusa bajo el mando de Dion, y lo sabemos sobre todo porque se han conservado curiosos documentos en los que se atestigua que, en efecto, prescripciones platónicas como la de expulsar a los poetas de la ciudad tuvieron fehacientemente lugar. De hecho, aquel experimento finalizó seguramente porque los militares que había apoyado a Dion en su golpe de estado a Dionisos II no quedaron satisfechos con el papel de “perros guardianes” a que quería reducirles aquel extranjero entrometido…
[2] Es gracioso que el debate actual en torno a las Inteligencias Artificiales no contemple apenas esta posibilidad tan óptima, la que los esclavos sean máquinas que permitan el ocio y la existencia amistosa y teorética, como ya soñó también Aristóteles, siempre y cuando se las incruste previamente las Tres Leyes de la Robótica de Asimov.
[3] Sobre la prolongación histórica de esta distinción fundamental que acabó por sucumbir al espíritu protestante del capitalismo: https://dialektika.org/2022/05/13/las-siete-artes-liberales-trivium-et-quadrivium/
[4] Como ya dirá Marx de Hegel, y es que esta misma crítica es extensiva a toda la filosofía moderna de Francis Bacon en adelante. La dichosa y cansina pregunta de para qué sirve la filosofía tiene sentido precisamente en este contexto en que se da por sentado que toda práctica, toda actividad e incluso toda entidad substantiva o imaginaria tan sólo adquiere peso y realidad como utilidad o posible satisfacción del ser humano, una postura frente al saber completamente ajena al mundo antiguo y medieval, para el cual el hombre jamás fue el centro de la Creación, como gustan de decir los que entienden como se les antoja la transformación del geocentrismo al heliocentrismo, entre ellos Sigmund Freud. Si no fuera una extraordinaria bobada anacrónica y snob decir que el “narcisismo” del hombre medieval (¿?) sufrió por su mudanza al universo infinito en realidad lo que habría que decir es más bien que es el “narcisismo” de Galileo Galilei (ya, a mí también me suena ridículo), alguien que está bien lejos de ser monje, campesino o guerrero, el que le hace pensar que lo que él ve por el telescopio es más cierto que todas las Escrituras, todo Aristóteles y toda la tradición europea junta.
[5] Esto, me parece, tiene mucha más miga de lo que se le suele atribuir. ¿No tiene, acaso, la pierna justamente la forma que necesita para cumplir su función? Ya se sabe que para Aristóteles causa eficiente, formal y final coinciden, pero lo que quiero señalar es que si en vez de piernas los humanos tuviésemos ruedas, no podríamos por ejemplo trepar a los árboles, de modo que la morphé “pierna” es totalmente necesaria para un ser que habita la naturaleza, en vez de una autopista de asfalto, y por tanto tan cierto sería decir que nuestras piernas se adaptan al entorno que nos rodea (Lamarck) como que es el entorno el que desecharía a los seres con ruedas en un medio agreste (Darwin). La forma es la función y la función es la forma, simultáneamente, y la unión de ambas es a lo que deberíamos llamar formalmente “órgano”, algo por tanto esencialmente activo…
[6] Esto merece comentario algo extenso pero al margen de la cuestión principal. En ausencia de Cielo o de rumorosos Campos Elíseos (pero no de Orden, ni de Destino), los estoicos lo formularon así: “la virtud es su propia recompensa”. Pobre consuelo, o gran fortaleza, ojalá, para tan pobre consuelo. Hoy, vistas las cosas tanto tiempo después, estoy tentado de ser más duro aún que los propios estoicos y rebajarlo a el signo inconfundible de la virtud es que nunca jamás tiene recompensas. Observa una acción, y si su agente no obtiene de realizarla más que confirmación de su nula contrapartida, podrás calificarla inequívocamente de virtuosa. El estoico añadiría que además ese señor ha conseguido superar a los demás y superarse a sí mismo, que es un sabio o que va camino de serlo. Como la gente común hasta hace poco sólo tenía como moral el cristianismo y constataba a diario que el mundo es un nido de víboras, no dejaba de sentirse insignificante cuando hacía lo que debía, llevaba a cabo “lo que tocaba”, o sencillamente se sumaba a lo que “estaba bien”. Pero no es verdad. En realidad, hay una recompensa más, aunque frágil y poco reconocida socialmente. El virtuoso es amigo de otros virtuosos, y en ellos halla retribución. Nada más, pero tampoco nada menos. Eso es la philía de Aristóteles, no únicamente el fenómeno básico y natural de “llevarse bien” o “encajar” con alguien. El hecho de que cambiando las circunstancias él mismo, o sus amigos, pudiesen pensárselo dos veces y abandonar la virtud, no debe producirle innecesarios dolores de cabeza. Porque cómo negarlo: el vicioso es aquel cuyas circunstancias cambiaron repentinamente y con ellas su círculo de amigos, igual que nos podría haber ocurrido a cualquiera, con lo que se descarrió irremediable pero alegremente. Eso, y no mucho más que eso, es un mero y craso corrupto. Un corrupto es un amigo de corruptos, impepinablemente, digamos que es algo así como una subespecie de hombres que raramente produce ejemplares solitarios. Los corruptos entre ellos se entienden, hacen pandilla, compiten y así es como lo pasan bien. Luego terminan todos peleados, claro, pero siempre hay otro círculo corrupto de acogida para la resaca. Los virtuosos, en cambio, conservan a los mismos amigos, a la vez que los mismos amigos les conservan a ellos en tanto virtuosos, y por ese o esos sagrados vínculos (que engrandecen y recompensan la firme amistad, versifica el propio Aristóteles en sus dísticos en homenaje al difunto Hermias) les conoceréis…
De ahí que Aristóteles dedicase dos libros de la Ética a Nicómaco a la amistad, cosa que nunca se ha explicado suficientemente más que con gazmoñerías del estilo de “qué bonito” y demás. Amistad en la virtud, no en los honores o en el lucro. Amistad, y no amor romántico, ni “colegueo”, ni club o feligresía, Aristóteles no tuvo en la menor consideración la religión ni el amor de pareja ni las cuadrillas de amigotes tomando vino rebajado con agua. En la amistad, el amigo quiere para el otro amigo los honores y el lucro, sí, pero no por razón de ellos. No vaya a ser que la falta de fama o de riqueza o de reconocimiento nos malogre al amigo, por tristeza o por envidia. La moral es, pues, un espejo que los allegados nos tienden, y resulta evidente que los canallas se ven más guapos que el resto, pero engañados por sus propios imbéciles simbióticos, lo cual no significa que terminen pagando jamás por ese engaño. El poder de los corruptos y de los aprovechados o niños de papá es el auténtico retrato de Dorian Gray, más allá del ingenuo Óscar Wilde. Ahí persevera, envileciendo a su usuario, pero sin que este tenga que rendirle la menor cuenta –no hay Cielo, pero tampoco Averno o Tártaro. Resumiendo: dime con quién andas y te diré qué –no tanto quién- eres, pura sabiduría popular de toda la vida… (Para la relación concreta, tan discutida, entre el filósofo y Alejandro léase mi breve: https://www.culturamas.es/2012/01/30/aristoteles-y-alejandro-una-amistad-peripatetica/)
[7] Que no “experimental”, Aristóteles nunca hubiera creído en una ciencia basada en experimentos, puesto que en ellos se fuerza a la naturaleza sin permitirla expresarse por sí misma. La abismal diferencia entre “empírico” o “experimental” es justamente el tema principal de la Crítica de la razón pura, allí donde se tematiza el “giro copernicano”.
[8] Terminología de Karl Popper, sí, pero que él a su vez toma de Henri Bergson.
[9] El orden se define negativamente como lo que no es caos, su opuesto absoluto. Pero entre el caos total y el orden sin fisuras hay todo un abanico de organizaciones posibles que no reconoce el que, como Platón, piensa por miedo a la stasis –o sea, las agitaciones políticas y sociales, la violencia física o verbal.
[10] Término que hoy en castellano significa “quimera”, por devaluación de su sentido original a causa tanto del pesimismo político moderno como, en general, de las ideas anti-naturalistas del cristianismo.
[11] En la conjugación de los tiempos verbales “perfecto” significa justamente esto: acción ya terminada.
[12] En los libros metafísicos Aristóteles define la perfección de modo aparentemente negativo como aquello a lo que “no le falta nada” para ser lo que es, para to ti en einai, ser lo que ya desde el principio se era…
[13] “Las generaciones naturales no tienen otra finalidad que la actualización incesante, generosa y gratuita de las formas, de las especies”, pg. 25, Aristóteles y el aristotelismo, Tomás Calvo Martínez, Akal Hipecu, 1996.
[14] Esta regla se incumple tan tarde como en el neoplatonismo, y con todo es la infinitud de una emanación incesante, y por tanto no una extensión en acto, sino un eterno retorno, una dýnamis inagotable.
[15] “Inmanente”, que significa “interno a la naturaleza sensible”, se opone en vocabulario filosófico a “trascendente”, que, consecuentemente, significa “externo a la naturaleza sensible”, o sea, Dios o casi.