La cinta blanca funciona como una etnografía de la tragedia. Revisa minuciosamente el antes y después de actos execrables, que hacen y deshacen relaciones y creencias. Ofrece una mirada pesimista y muy desesperanzada de la inocencia y su evidente pérdida frente a sistemas de disciplina y crueldad.
Filmada entre silencios, un blanco y negro tan bello como inquietante, y comprometida a evocar la violencia con descaro y realismo, la parábola de Michel Haneke examina el origen de la represión y sus desgarradoras consecuencias, en un proceso que, tanto sobrecogedor como polémico, deja a la audiencia en un estado de creciente desazón e impotencia, que tampoco es subsanado por su apurado final. La película, como la prédica de un pastor, apela más a las sensaciones que a la racionalidad, dado que nunca reflexiona sobre lo que filma: solo roda.
Es Alemania, inicios del XX. El film de Haneke funciona a partir de una serie de viñetas secuenciales, narradas en primera persona por el Profesor, un sujeto más idealista y afable que el promedio en el pueblo. El film indaga, a partir de su relato, en una serie de hechos extraños, violentos y trágicos. El Doctor sufre un accidente ocasionado por un cable, lo que sugiere premeditación; pronto descubriremos las relaciones abusivas que mantiene con su comadrona y su hija. Dos niños, uno pobre y con discapacidad, otro rico y risueño, son violentamente atacados por perpetradores desconocidos. Una mujer se accidenta y su familia culpa al Barón, lo que solo traerá una serie de desgracias para ambas partes. El Pastor del pueblo está descontento con sus hijos y, para disciplinarlos, decide castigarlos con severidad y forzarlos a portar una cinta blanca, símbolo de pureza.
Haneke se ha consagrado como una suerte de especialista en violencia, filmándola desde lo más disruptivo hasta lo más cotidiano, casi siempre con total distancia, cinismo y ojo clínico, como si se tratara de un ente externo a lo que filma y, por tanto, incapaz de intervenir con algún tipo de valoración o moraleja. Aun así, por el valor de lo que narra, vale la pena intentar hallarle un sentido al cuento.
Considero que el film se puede ver desde tres enfoques razonables, aunque, si seguimos de cerca la metáfora del salto de esquí de Haneke (usada en una entrevista promocional) ya es responsabilidad de cada uno hacer con el film lo que le plazca, y asumir el salto que ha preparado el director. Si Haneke quiere que el film termine en nuestras cabezas, pues está bien: por una vez le daremos el gusto, que él ya ha hecho su parte.
El primer enfoque, entonces, se relaciona con el origen de la crueldad y la respuesta de la disciplina. El segundo, por supuesto, se relaciona con la pureza y la culpa. El tercero, para seguirle la gracia a Haneke, tiene que ver con el origen de la violencia sistemática y, por qué no, el fascismo en Alemania.
Partamos desmintiendo cualquier apunte de originalidad: Haneke no dice nada muy nuevo. Al menos, no en el inicio: que la crueldad es un acto cotidiano y comunitario es, finalmente, una conclusión a la que podemos llegar con facilidad. Lo que Haneke consigue (y con inquietante éxito) es recrear, a modo de etnógrafo, los actos y procesos de la crueldad, así cómo su origen. La crueldad viene, finalmente, de la desazón y el hastío. El Doctor abusa de su hija y de su comadrona como forma de aliviar el duelo por su esposa y la cercanía de su muerte. La hija del Pastor es cruel con un periquito como forma de expiar la frustración que le impone su padre. El Pastor es cruel con sus hijos como forma de aplacar la decepción de saber que ellos (entre todos en el pueblo) parecen ser los más alejados de los caminos de Dios. Cada quien es cruel donde puede y con quienes, por un motivo u otro, son más vulnerables que uno. La cámara de Haneke a veces se fija en los actos de crueldad (casi con primer plano) pero, en ocasiones, recurre al claroscuro, las sombras y silencios, para sugerir que un acto cruel existe (y se esconde), dejando el horror a la imaginación de la audiencia. De esa manera, la crueldad se percibe más como enfermedad que como otra cosa: aparece como síntoma y consecuencia, se expande entre los personajes, se hace pública o se esconde según cada caso.
La crueldad se responde con disciplina. El film es inteligente al elegir una pequeña villa campesina: la disciplina funciona mientras más vigilancia haya y mientras esta sea más normalizada por quienes la sufren. En la comunidad, todos se conocen y todos se vigilan. El letargo de la rutina se entremezcla con una creciente sensación de paranoia: todo puede ser denunciado y todos son sometidos a algún tipo de control. La disciplina es evidente, sobre todo, en el Pastor, y resalta por dos características: es muy poco proporcional al hecho que disciplina y fuerza al disciplinado a censurarse y castigarse. El Pastor reacciona con franca decepción al ver que los niños se han quedado jugando a la hora de la catequesis. Mira con resignación a sus hijos “pecadores” a quienes no parece quedarles la cinta blanca. Su mirada culposa y derrotada solo motiva mayor arrepentimiento en sus hijos, quienes confiesan y se estremecen ante sus acciones. Cuando uno de ellos, forzado por las amenazas del padre, admite masturbarse en las noches, el Pastor decide atarle las manos a la cama: este acto no parece necesario más allá de lo simbólico, dado que, luego de la presión del Pastor sobre su hijo, queda claro que él no volvería a tocarse aún si se levantan las restricciones.
En ese sentido, la crueldad da pie a la disciplina y viceversa. Es en estos espacios rígidamente vigilados y de jerarquías impenetrables donde los abusos son mucho más fáciles de cometerse, perpetuarse y tolerarse. Cada confrontación entre un agente disciplinador (el Pastor, el Barón, otro padre) y el disciplinado se filma casi sin ningún tapujo: Haneke se acerca a los rostros de ambos, los sigue por la habitación, deja que la escena se alargue lo más que se pueda. Muestra de forma muy precisa cómo se disciplina y cómo niños y adultos se someten a ella. Esto, por supuesto, no es un proceso lineal: los niños se autodisciplinan, pero también guardan rencores y cometen atrocidades.
Pensemos en la paradoja -bastante devastadora, además- que consigue Haneke: los agentes de pureza son los primeros en recurrir a la violencia. El Doctor usa sus manos para curar cuidadosamente a sus pacientes, pero, en la oscuridad de su casa, las usa para abusar de su hija. El Pastor utiliza el símbolo de mayor pureza como instrumento de humillación y vigilancia. Las celebraciones en el pueblo se tornan el espacio de acusación y vergüenza. La línea entre sagrado y profano, puro y corrompido, se difuminan, se tornan imprecisas. El film parece preguntarse si, dentro de este escenario de abuso y desesperanza, todavía puede quedar algo puro. Lo puro no parece deseable: la búsqueda de pureza hace que los hijos del Pastor vivan imbuidos en la culpa, replicada por los adultos en el pueblo. La interpretación de Burghart Klaußner como el Pastor, con ecos al reverendo que pierde su fe en Los comulgantes (1963) de Bergman, es particularmente efectiva para generar este efecto: la marcha cabizbaja, reprimida, de un hombre de fe que ya no cree como antes, que percibe que el mundo espiritual sucumbe ante al mal y las tentaciones, lo que implica cuestionar el alcance y validez de su labor.
Aun así, el cinismo de Haneke no parece llegar al nihilismo estético de sus Funny Games (1997) (2007) o de Benny’s Video (1992), (que muestran la violencia más cruel de forma ascética y casi acrítica), sino que, en el reconocimiento de la pureza, reconocen los espacios de mayor afinidad, esperanza y afecto en medio de la desgracia. Que el narrador encuentre a su amada en medio de la tragedia ya es de por sí reconfortante, pero aún más por cómo Haneke lo filma: la cámara se mueve al compás del vals y junto al carruaje, demostrando la algarabía (física y espiritual) que produce el afecto. Nuevamente, igual que el narrador, Haneke solo brinda hechos, por lo que la conclusión de la parábola queda a decisión del espectador, quien, sin embargo, se congracia con los amantes.
Vayamos con el tercer enfoque, que no es sino la suma de los dos anteriores. La culpa y la falta/búsqueda de pureza, una vez filtradas por la disciplina y la crueldad, sugieren que los personajes, incapaces de hallar un sentido más allá de violencia metódica y la desesperanza, pierdan autonomía y decisión, se dejan llevar por el peso de la tradición y lo repentino, dejan que sean las reglas rígidas y las tragedias lo que dice su vida. Esta es, como microcosmos, una muestra de la población que luego sostendrá al régimen nazi. Por supuesto, no deberíamos creer que el propósito del film es realizar una alegoría del nazismo (sobre todo, cuando la mención a la guerra se realiza de forma muy somera).
La idea del film va más allá. Se pregunta por el origen de la restricción, que, en su visión sistemática, se torna totalitarismo. El cóctel en el film queda bastante evidente: presión religiosa, comunitarismo conservador, cierto nacionalismo, restricción de cuerpos, manipulación de información, pobreza y divisiones de clase, etc. Cada uno de estos elementos, medulares en el film, evoca, para cualquier espectador astuto, una característica de discursos fascistas, falangistas, totalitarios y lo que le siga. El film no plantea el origen de la Alemania nazi, pero bien que sugiere por qué pudo calar con suficiencia (y por qué otros tantos totalitarismos llegaron al poder). La villa, en su estado liminal entre la tradición y la modernidad, parece un buen experimento para esto.
El film no plantea el origen de la Alemania nazi, pero bien que sugiere por qué pudo calar con suficiencia
Siguiendo la idea del salto de esquí, el film de Haneke todavía sugiere muchísimas dudas, sobre todo, frente a su pretensión estilística. ¿Por qué filmar en blanco y negro, y, sobre todo, en ese blanco y negro? Quizás se trate de alguna suerte de evocación: evocar el conflicto religioso, propio de Bergman o Bresson, así como la evocación a la época, o a cómo nosotros percibimos la época. Quizás se trate de una apuesta dialéctica: una violencia que, además de sutil, se filma con belleza, con postales sobrecogedoras, que pasan del costumbrismo hasta la alegoría. Quizás, y si nos fijamos en el tipo de imagen que elige Haneke, se trate de reforzar la noción de claroscuros: los personajes se filman en la sombra, apenas con la luz de la vela, casi como escondidos en sus tradiciones y su culpa. Algunas escenas del film apenas si distinguen imágenes, o rostros, y todo depende de la vela, que, a su modo, refleja el mismo estado de incerteza (y búsqueda de esperanza) de los protagonistas. Lo que filma, por supuesto, importa por cómo se hace.
Fiel a sus juegos de trama, Haneke no ofrece ninguna respuesta a los horribles actos que filma en la pantalla. No sabemos de los culpables. Hay una que otra teoría que resuena con la audiencia, pero casi todas implicarían aceptar cosas terribles, por lo que ni los personajes (ni probablemente la audiencia) quieren darle seguimiento. El pueblo se fuerza a resistir, ya sea desde la resignación o desde pequeños actos de bondad. Y para eso, solo puede quedar la protección de los niños, a pesar de que su presencia en el film resulta, si se quiere ver así, algo inquietante. Al final, incluso cuando la acusación del Profesor parece medianamente razonable, el Pastor (y parte de la audiencia) reaccionan con genuina repulsión. No puede ser que ellos, a su corta edad, en pleno descubrimiento de la vida y fase liminal en camino a la adultez, hayan sido responsables de actos tan terribles. Eso implicaría, finalmente, que toda humanidad (hallable en la inocencia y la ingenuidad de la infancia) también está perdida, y que, por tanto, solo quedarán la crueldad y la desgracia. Los niños no son así. Los niños seguirán siendo niños.