La crisis de Occidente ya no ha lugar apenas. No hay crisis. Lo que hay más que nunca es orfandad. (…) La historia se nos ha tornado en un lugar indiferente donde cualquier acontecimiento puede tener lugar con la misma vigencia y los mismos derechos que un Dios absoluto que no permite la más mínima discusión. Todo está salvado y a la par vemos que todo está destruido o en vísperas de destrucción. Es mi sentir.
María Zambrano, Persona y democracia.
Escribía Baltasar Gracián que la paradoja es el monstruo de la verdad. O sea, que una paradoja es verdad, pero en su dimensión asimétrica, desproporcionada, mal avenida, matrimonial en definitiva.
No tenemos escapatoria del escapismo porque la gente ahora si bien es cierto que no puede evadirse fácilmente de la realidad, que se nos está volviendo peligrosa amen de mucho más onerosa que antes, tampoco puede escapar del propio escapismo, que les impone (no únicamente “pone a su disposición”) distracción e irresponsabilidad a espuertas.
“Mañana guardo cola en el INEM, pero esta noche veo mi teleserie favorita de abogados de izquierdas zombis”; digamos que algo así… Falta el dios misericordioso que le ahorre al pobre joven español de veintipico lo del INEM, pero al menos tampoco hay nada ni nadie -muy al contrario- que le pueda arrebatar el sentirse por un rato zombi en un tribunal repleto de carcunda de derechas presuntamente viva.
Se “escapan”, todos nos escapamos, nos hacemos una “escapadita”, como a quien aún le sobra algo de sueldo para sufragarse una casita rural de fin de semana (y pasarlo tan bien “desconectado” del mundo como la parejita de Pantomima Full.
Pero son escapistas muy realistas, todo hay que decirlo: la existencia cotidiana no se confunde ni por un momento con la ficción y así nunca le comeríamos el cerebro a alguien de carne y hueso por la calle, para eso ya están los Testigos de Jehová que ponen tenderetes en la acera o los milagreros que han encontrado el método perfecto de aprender inglés poniendo del revés las declaraciones satánicas de Ana Botella. A la inversa también es cierto, puesto que son realistas pero muy que muy soñadores: saben que no se soportarían a sí mismos siendo unos simples cualquiera. Eso vale especialmente para los góticos, los emos, los hipsters, los lectores de cómics como un servidor y los amantes del cosplay como el difunto José María Ruíz Mateos: ellos están y no están entre nosotros, como unos fantasmas que ulularan desde otra dimensión desconocida pero sin duda sumamente comercial.
La publicidad nos lo repite constantemente: crea tus propias reglas, dicta tu propia realidad, no sigas el camino de la mayoría, cede a la tentación, quiérete a ti mismo, etc. Y algunos filósofos de moda lo secundan, por su parte: no hay realidad, ¿qué carajos realidad?, sino tan sólo la construcción discursiva de ella (“de ella”: por tanto en algún sentido o de alguna manera la hay…). La combinación de ambos supuestos es tan amplia y rica como los cyborgs, el manga inabarcable, la industria pornográfica y post-pornográfica, tumbarse en el diván psicoanalítico, jugar a perseguir pokemons en la Realidad Aumentada y mucho más, un monte-Fuji más de jugueteos con la identidad y el autotuneo -no parece casualidad, a propósito de esto, la gran curiosidad que existe ahora acerca del espectro autista-, cuya culminación pretende hacer cima ahora en la astracanada-Titanic del Metaverso de Mark Zuckerberg. Todo es ya, o quiere serlo, (i) realidad virtual, y puedes llegar a casa después de ver, pongamos por caso, Avatar 2 en el cine para prolongar la misma experiencia en la Playstation 6. La exhortación que sigue al fin de la era ilustrada europea[1] nos estimula encarecidamente a mudar de una vez nuestra piel, a abandonar este sucio y analógico mundo y a convertirnos definitivamente en el avatar de un gremlin con skin del Fortnite.
Las “líneas de fuga” del viejo Mil mesetas de Deleuze/Guattari se han trocado finalmente en eso, en vidas espectrales, en sálvese quien pueda y en fuga mundi. Más que Mil mesetas, la cibercultura ha horadado mil escondrijos en la piel de metacrilato de la sociedad tecnificada donde podemos escondernos como ratones en los intersticios de un solar derruido. El primero y principal, la madre de todos los escondrijos, es, naturalmente, el Iphone, sea cual sea la marca de talismán personal que se le haya comprado a usted. Desde ese umbral interdimensional, o desde tal “droga de inicio”, como dicen los expertos en adicciones, se accede como a través del espejo a todos los demás. Ese dispositivo llamado “móvil” te lleva si quieres de la mano hasta una orgía en un local de swingers lo mismo que hasta un artículo erudito de Zizek sobre David Lynch; lo mismo a una tienda virtual de productos de Zara en Camden Town que a una aplicación que cuantifica el estado de tu menstruación o las pulsaciones que te cabalgan la sangre al jugar al pádel en la Wii.
Byung-Chul Han, el filósofo coreano afincado en Berlín, gusta de denominarnos en tanto conjunto del sector rico del mundo como “sociedad del cansancio”, pero yo creo que somos mucho más y con mucha más fruición e inversión de dinero y tiempo la reloca y eutrapélica “sociedad del escapismo”.
Ningún hombre es una isla, escribió célebremente John Donne en el s. XVI. Y es cierto, porque no somos una, sino varias: la isla de “Supervivientes”, la de “La isla de las tentaciones”, la de Ibiza, la del centro comercial “Islazul”, Berta Isla y un sin fin más.
Elon Musk ha confundido Marte con una isla privada suya, y piensa comprárselo para pasar allí el apocalipsis comiendo rocas pulverizadas con unos cuantos amigos multimillonarios y egoístas como él.
Debe concedérsele que esa sí que sería una evasión realmente de gran altura… Los no-ricos, en cambio, se evaden tratando de dejar de serlo mediante manipulaciones del mercado crypto, hasta que recientemente han armado la de Dios es crypto (bitcoin está que ya no lo reconoce ni criypto que lo fundó), o mediante chupitos de vodka, en las zonas frías del globo -Marian Rojas dice, por cierto, y con cierta razón, que darle un móvil a un adolescente es como ponerle un mueble bar en su habitación.
En Japón se escapan soñando con colegialas inofensivas, y filosofías como la del mencionado Byung-Chul Han o como la de Peter Sloterdijk ya no son más que excitantes “parques de abstracciones” a las afueras de las grandes metrópolis.
En la secta filosófica, el que más negro lo ve es Michel Onfray en su Política del rebelde (pág. 182, en Anagrama), cuando dice:
en cambio, el capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura, anunciada por Marcuse, del hombre unidimensional, variación sobre el tema del hombre calculable, que propuso Nietzsche. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, obediente a las consignas de la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil, débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, aficionado empedernido a los juegos y los estadios, devoto del dinero y sectario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas mezquinas, tonto, ingenuo, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, carente de memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y portador, además, de ciertos rasgos de la misma índole que los que definen un fascismo ordinario. Es un socio ideal para desempeñar primero su papel en el vasto teatro del mercado nacional y luego en el mundial. Éste es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se nos alaba hoy.
Sin embargo, lo que el mismo Onfray nos propone para contrarrestar este horror es únicamente el placer, esa ordinariez entre las ordinarieces. Porque para hedonistas hasta las últimas consecuencias ya tenemos a los amos del mundo, y así nos va…
Notas
[1] Ya no es el grito de “Pan ha muerto” lo que se escucha como un gemido lastimero por los ámbitos occidentales, sino “Kant ha muerto”, lo cual, en un planeta repleto de silos nucleares, macrogranjas y ciberataques resulta mucho peor.