La diferencia entre un suspiro y un soplo

noviembre 20, 2022

La diferencia entre un suspiro y un soplo… la cómoda imagen de cada uno de los hechos por separados; el cuerpo que se dilata y se contrae sin percepción del tiempo, sin idea del espacio exterior, sin más que el mismo silencio con que el alma se expande y se deja caer otra vez entre los huesos, su propia caja individualizada. El sobresalto escalofriante del suspiro y la aparente liberación del soplo son en Plotino y San Agustín lo que mejor pudiese dar una imagen humana de su acercamiento a Dios. De un cuerpo por donde se le escurre el alma como gotas de un sudor lapidario, el sudor del esfuerzo del intelecto, de la convicción del alma, de lo inesperado.

La fe, la confianza en la sabiduría, se convierte en el terreno, en lo fértil como acto, en la semilla y en el árbol. No existe tal separación entre el aliento y la exhalación, son ambas necesarias para lo mismo: la vida que no es más que insuflada. Solo podemos creer para razonar y razonar para creer. El suspiro agota las cavidades, llena de lo infinito y hace de lo humano insoportablemente pequeño, estrecho, ahogado y lo hace así porque es el primer momento de la razón, intenta atrapar dentro de la parte al todo; el soplo alivia, devuelve la vida tras el instante de sofocación existencial, renueva el intento, se convierte la parte tomada en sí misma una vez más, vuelve al todo, vuelve a lo uno.

La fe, la confianza en la sabiduría, se convierte en el terreno, en lo fértil como acto, en la semilla y en el árbol. No existe tal separación entre el aliento y la exhalación, son ambas necesarias para lo mismo: la vida que no es más que insuflada.

Para Plotino el conocimiento es una vuelta hacia lo interior, una demostración de divinidad dentro de lo que nos conforma, es también lo divino una emanación, un algo que nos trasciende tanto físicamente como intelectualmente. Así la plenitud es alcanzada solo por algunos hombres que son amantes, o músicos, o filósofos. Pero al fin, todos absurdamente amantes, y el absurdo es solamente posible desde la fe, pero es solamente poético desde lo razonado, y por ende solamente bello desde el alma, que es sede de ambos casos. Lo Uno habita en el interior y se nos comienza a abrir desde el intelecto. Tal intelección no se dedica al mundo de las cosas, de los proyectos, digo de la proyección: sino más bien de lo introyecto, del deslizamiento de la mente o de la facultad del pensar hacia el límite de los que nos hace sentir, pensar, unir. Ya el camino es conexión con la unidad del mundo vivo, porque el camino se desvanece en puente. El camino es un expansor del límite físico.

Pero en Plotino, tal como en San Agustín, tal cual Platón o Sócrates, emprender este camino es solo posible si existe la experiencia límite, esta que es quizás irracionalizable, y por sí misma, solo experiencial, pura empírea de lo indiscernible, el dolor, lo indecible, y desde luego, lo divino.

Tal es el ascenso y el descenso en el individuo que necesita ver a través de la inteligencia. La luz, como lo cognoscible, se nos hace más presente cuando nos acercamos a ella, pero al sol nadie puede llegar, porque los ojos se marchitarían en tanta luz. No obstante, el conocimiento es posible desde adentro, mirando con la inteligencia, que es una facultad que en primer momento parece carecer de las instancias sensoriales, y que por tanto permiten llegar a lo que está dentro de las cosas, que permite atravesar la realidad desde su inmaterialidad física y observar su forma ideal. Pero el intelecto es más que una forma ideal, es una sensación superior, o al menos, más abstracta en cuanto a definición se puede contar, porque es la masa que siente no el sentimiento en sí mismo, es el eidos de lo sensible, que filtrado se convierte en logos sentido. Esto nos lleva a una dimensión particular de las sensaciones en San Agustín, pues en él el momento del conocimiento es solamente el ascenso-descenso en lo ideal. Esa verticalidad está perpendicularizada por un proceso horizontal que es de adentro de sujeto hacia afuera. De ahí que San Agustín necesita que la fe sea razonada, para ser más fe-haciente, la razón solo es razonable si se encuentra en el terreno de la fe, que es al fin una confianza plena hacia la superioridad organizativa del mundo, sino nunca fuese real. Desde abajo el dolor y luego, ya más arriba, el amor, desde adentro el yo, y hacia afuera el prójimo. La verdad impacta sobre lo humano, pero no solamente sobre el raciocinio, sino sobre lo humanizante mismo, lo que existe antes de los sentidos, y el impacto no es menos agónico por eso. Pero ante lo verdadero, solo se puede alzar el amor, como única vía para sobre llevar, para cargar con la cruz que a todos nos toca, que es la imposibilidad de comprenderla en la totalidad. El pathos es entonces la loca locura ante lo inmenso de lo real y la comprensión (o el intento) de lo totalizador.

Existe al fin en el Bienaventurado una intimidad asombrosa con Dios, con lo que no radica en lo que llamaríamos mundano. La memoria parece ser un reconocerse, recordarse. ¿Pero existe falacia más grande que esa? San Agustín vislumbra que recordar no es precisamente recordarse, reconocerse, porque en la memoria uno guarda lo vivido, pero no se reconoce como vividor, no se recuerda, quizás porque está lejos, quizás porque su alma está en otro lado, quizás porque el tiempo de lo vivido es asincrónico con el tiempo de lo perceptible por la razón; lo cierto es que el santo observó que no se puede conocer a Dios mediante la memoria psicológica, mirando al pasado, a lo vivido. Y sin tenerlo en cuenta, le dio sentido a su alma de forma tal que es casi asombroso como existen verdades en el pre-conocimineto una vez que se aceptan: Dios se recuerda en presente, en la memoria de la razón, Dios no se puede buscar en lo vivido porque es el eterno presente, está en todo, ¿Cómo recordarlo en lo perecedero? Abrumador resultado. La memoria de lo trascendental es metafísica, y recuerda de alguna forma lo pre-conocido, o lo a priori. Insisto, abrumador.

La patrística es, a lo sumo, un movimiento penetrado por Platón, y con él, su mundo de las ideas, las ideas innatas, las formas, la reminiscencia, el símil de la caverna, el símil de la línea, la luz de la sabiduría, la oscuridad de lo irracional; pero solo en principio, hemos visto también sus mutaciones, y veremos más claramente en lo adelante.

Por otro lado, la escolástica es aristotélica, pero no se puede ser aristotélico por entero sin ser platónico en el fondo, y el intento durante este período es para reconciliar, si se puede, a ambos filósofos. La visión de los más importantes exponentes de la filosofía árabe en la etapa de la escolástica, digo Avicena, Averroes, Alfarabí, se codean con las ideas del neo-platonismo, con las ideas de Plotino, bordean a Aristóteles con los pinceles de un dios platónico.

Dios, entonces, como si de milagro, se aparece en el centro de nuestra propia debilidad, la razón. La razón se nos escapa como una armadura de lógicas circundantes, pero Dios se escurre entre ellas, y trasciende la existencia misma, porque en sí está todo lo posible. Conocer es siempre un acto, la potencia sucedida y por suceder, es un proceso ineluctable. Alkindi lo ve como una sustancia a la que se accede, que se da separada del alma.

El sentir de Alfarabí va hacia la extrema debilidad de la existencia, el punzante dolor del acecho de la desaparición, lo mutable de estar vivo, lo inmutable de la muerte. El miedo es en su principio fácil de conocer, y sobrepasa a Dios, sobrepasa al hombre, sobrepasa todo, porque el miedo es a la nada. El crujido de un cráneo dura unos segundos, la muerte es eternamente desconocida. La posibilidad de existir es insignificante ante la duración de la mejor de las vidas, y saberlo es absolutamente imposibilitante. La fe es al final el paleativo, luego el escape, y más tarde, mucho más tarde la ciencia de la salvación. Obscuro es el final si se sigue esta línea, ya la existencia está permeada del peligro constante, del asco que produce la exagerada agonía de saberse nada ante el mar, ante la arena, lo abrasivo del dolor. La existencia no es después de todo la causa de la esencia. La inteligencia, sustancia espiritual separada del hombre, solo logrará ser alcanzada con absoluta devoción, con el amor. Casualmente plotinico suena esta oración pasada, y no por azar. En el amor devoto reside la pre-comprensión agustiniana de lo interno, y la idea de la unidad con lo Uno de Plotino, y todo esto remonta a una idea más remota, el eidos.

Avicena retoma las vueltas del conocimiento como acto, como sustancialización de la esencia, el conocimiento nos dota de sentido, pero esto es solo una pequeña parte de la historia. La esencia se refiere a particularizaciones de lo general, y el universal es algo como la forma ideal. Esto no implica que el universal o lo particular tengan un contacto directo en la definición de esencia. Lo general en Avicena es, como ya se dijo, lo ideal, no obstante, lo particular es un hecho que presenta unas u otras imperfecciones, pero su contenido, la esencia no es lo que hace o puede hacer, sino más bien, algo que dota de facultades a lo existente, y paralelamente de la inteligencia (donde se esconde lo divino) se encuentra el mundo de lo posible, lo necesario.

Al final de todo este pequeñísimo cuento, todo se reduce al inicio mismo de este: la filosofía griega le da al mundo un hálito. Es el suspiro y el soplo el movimiento real de toda la filosofía de este mundo antiguo y su proyección en el medio evo.

Así, el pensamiento árabe danza entre el platonismo y el aristotelismo, en conjunto a sus religiones particulares, sea ya cristianismo, o islamismo. Al final de todo este pequeñísimo cuento, todo se reduce al inicio mismo de este: la filosofía griega le da al mundo un hálito. Es el suspiro y el soplo el movimiento real de toda la filosofía de este mundo antiguo y su proyección en el medio evo. ¿Por qué el suspiro y el soplo? Porque más allá de toda la racionalización posible del mundo, la vida, la existencia, la posibilidad dependen de ser intuidas, y la intuición depende del aire, del respiro. La filosofía es al final la terapia para creer, la terapia para entender, para sobreponerse a la angustia, es la bocanada de aire ante lo inmenso que nos aplasta; es el eterno retorno. Platón dotó del exhalo al mundo, vio la idea y su forma en el bien creador, Aristóteles ha tomado el aire en su boca, cual suspiro, concentrado lo eterno dentro de sí, para sí. No se ha hecho más en la historia del conocimiento que respirar el aire, e intentar sentirnos vivos.

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