Todavía en el año 1504 un iluminador anónimo elaboró una xilografía en la que pueden contemplarse las siete artes liberales personificadas como unas doncellas que circundan a la gran madre filosofía. Durante más de un largo milenio ésta ha sido la representación ejemplar que la Europa cristiana se ha hecho de la totalidad del saber accesible al ser humano. Hoy, las siete artes están siendo objeto de reivindicación por aquellos sectores de tendencia cristiana (por ejemplo, Fred Hutchison en EEUU) que buscan una reforma en profundidad de la educación de los jóvenes. Sin embargo, esta recuperación parcial puede ser considerada más bien simbólica que real, por cuanto que faltan estudios suficientes -y menos aún en castellano- que determinen la especificidad y evolución del contenido preciso de estas siete disciplinas paradigmáticas a lo largo de los diferentes periodos del medioevo. En cambio, sí se conoce mejor la genealogía de los creadores y difusores del cuadro escolar medieval y de la estructura del saber de los siglos oscuros en general; veámosla someramente en sus hitos principales.
En uno de sus libros (La regla del juego), José Luís Pardo afirma que la gran obra de la filosofía griega empezó con la muerte de Sócrates y acabó con la muerte de Aristóteles. Esto, además de involuntariamente macabro, es de una simplificación abrumadora, aunque no deja de ser cierto que después de la desaparición del estagirita el saber se parceló en segmentaciones particulares de ciencias independientes que sólo recobrarían una unidad ulterior bajo la inspiración de la ética, sea en los términos de la virtud del sabio helenista o sea en los de la santidad del fiel cristiano. Entonces es cuando Séneca establece que los conocimientos que caracterizan al hombre libre son distintos de aquellos que son propios del esclavo, a quien corresponden destrezas que son mejor definidas como técnicas serviles. También el polígrafo platónico Plutarco -si no un imitador- defenderá en De liberis educandis, el tratado más influyente en el humanismo renacentista, que los saberes elevados se contraponen a los conocimientos puramente técnicos, en la línea del proverbial desprecio de la Grecia histórica por los trabajos manuales (que sólo encontrará un lenitivo de incalculables consecuencias históricas en el pensamiento estoico). Siglos más tarde, San Agustín no se situará muy lejos de ambos autores al escribir que los conocimientos liberales distinguen a las profesiones que son practicadas gratuitamente frente a los oficios que se ejercen por una remuneración, y entre los que se incluyen también la arquitectura, la artesanía, la medicina y las artes mecánicas. De este modo, tales disciplinas pasaron a un triste segundo plano en la mentalidad medieval junto a artes como la pintura o la escultura, hasta que en el renacimiento retornaron a una consideración de igual rango que las restantes. La medicina, no obstante, es la excepción a esta regla, pues -pese a que implicaba un pernicioso interés por el cuerpo corruptible a expensas del alma inmortal-, pronto sería ascendida a una de las facultades mayores para las que, junto a la teología y el derecho, justamente preparan las siete artes liberales en su dimensión escolar.
Pero antes de eso, hay que recordar que San Agustín había estudiado a Marco Terencio Varrón, polígrafo asimismo del siglo I a.C. que había sido el primero en fijar el canon heptapartito de la enseñanza liberal. Varrón, aunque partidario de Pompeyo, fue luego encargado por César de la dirección de las bibliotecas públicas de Roma, y a él debemos el más completo tratado de agricultura conservado de la antigüedad. Su modelo de las siete -un número icónico en muchas de las culturas que están en la raíz de occidente- áreas del conocimiento perduró en la educación reglada del imperio romano hasta su final. Pero la definitiva consagración del esquema de las artes liberales procede de Severino Boecio, filósofo más neoplatónico que cristiano que llegó a ministro con Teodorico el Grande en 522. En su mocedad, Boecio estudió en Atenas y Roma los textos de Euclídes, Arquímedes y Ptolomeo; tradujo después parte del Organón aristotélico -la única porción del filósofo entonces conocida- y los Elementos euclidianos, además de realizar comentarios a la Isagoge de Porfirio y a los Tópicos de Cicerón cuya importancia histórica no puede ser exagerada. Escribió también tratados originales sobre lógica silogística, aritmética, música, y un largo etcétera que le habilitaron para ofrecer con amplio conocimiento de causa su desglosamiento de las ciencias de la época. Estas se dividen, pues, para Boecio, en un primer terno que incluye Gramática, Lógica (o Dialéctica), y Retórica, y, en segundo lugar, un cuarteto compuesto por la Aritmética, la Geometría, la Astronomía y la Música. El primer conjunto será conocido en toda la Edad Media como Trivium o “triple vía”, y el segundo como Quadrivium o “cuádruple vía”, entendiendo siempre que el primero antecede cronológicamente al segundo en el camino de la sabiduría.
Porque de esto es de lo que se trataba para Boecio y su colaborador (y también ministro) Flavio Casiodoro: nada menos que de describir el itinerario que conduce a la verdadera sabiduría, más que de definir simplemente unas cuantas pericias teóricas o prácticas que sirvieran de bagaje al hombre culto. Así, la más alta sabiduría se clasificaba para Boecio según las clases de los seres objeto en cada caso de estudio, de forma que el Trivium recogía la lógica tanto como instrumento para toda otra ciencia cuanto como ciencia en sentido propio capaz de discernir lo falso y verosímil de lo auténticamente verdadero. Y el Quadrivium, por su parte, se encargaba de toda la enorme variedad de los cuerpos naturales o de los seres sensibles. El Trivium se movía, por tanto, en una ambigüedad: a veces Boecio lo piensa como el saber propio del lenguaje, el razonamiento y a la elocuencia, que son fenómenos reales; y otras veces entiende que consiste no tanto en la adquisición de conocimiento como en su modo adecuado de expresión. Algo semejante ocurre con el Quadrivium: de él forma parte la música, pero no en cuanto articulación de bellos sonidos, sino en cuanto ritmo y matemática de lo sonoro del universo; la aritmética y la geometría, pero no sólo como disciplinas intelectuales, sino también como estructuras substantivas de la naturaleza, al igual que la astronomía. Aparte de ello, Boecio y Casiodoro consideraban que la sabiduría necesitaba también del concurso de la especulación intelectible (es decir, de lo inteligible separado del mundo natural: los ángeles y Dios) y de una cierta ciencia práctica. Lo importante, en cualquier caso, es destacar que el esquema de Boecio distorsionaba gravemente la idea del saber de los antiguos (dado que la ética y la política apenas tenían cabida en su ordenamiento, lo cual era central, configurante diríamos, para la compresión de la ciencia de un griego) en pro de una concepción vagamente helenística y religiosa de la sabiduría integral. Y, sin embargo, esta va a ser la base de la paideia medieval cuando, contra la intención de Boecio, se verifique el traspaso del conocimiento liberal entendido como las fases de la sabiduría suprema a las siete artes adaptadas ahora como contenido estricto de la enseñanza básica de la cultura cristiana, que halla su lugar más propio en las universidades de los siglos XII y XIII.
Será en los emplazamientos donde la adopción leal e irrestricta del cristianismo por parte de la mayoría del pueblo fue más fuerte, las actuales España y Gran Bretaña, donde se da lugar a la producción más interesante de los primeros siglos de ocupación bárbara: ejemplos de ello son San Isidoro de Sevilla entre los siglos VI y VII en España, y San Beda el Venerable un siglo después en las Islas. Es en este periodo cuando la actividad académica medieval se establece sólidamente sobre los pilares (Proverbios, 9,1) del septeto liberal -cuando “liberal” sigue significando en este nuevo contexto lo no destinado al beneficio económico, sino a la construcción del espíritu libre. San Isidoro mantiene el patrón boeciano de las artes, pero extrayéndolo de la obra alegórica del latino de origen africano del s.V d. C. Marciano Capella De nuptiis Mercurii et Philologiae (De las bodas de Mercurio y la Filología). Por el lado inglés, sabemos gracias a Alcuino que el asistente de San Beda el Venerable, un tal Aelberto (que había de suceder a Beda en su sede episcopal de York en 766) enseñaba ya las siete artes en Inglaterra en el s. VIII. Por su parte, en el reino franco no se hace esperar demasiado la coronación de Carlomagno como emperador en Aquisgrán en el año 800 tras sus triunfos en las armas, y en este histórico evento tuvo mucho que ver la labor en la corte de su intelectual áulico, el aludido Alcuino de York, de quien este jefe bárbaro (que ya en sus años jóvenes era apodado “palurdo”), quedó literalmente prendado pocos años antes a las orillas de un lago italiano. Fruto de este “flechazo” repentino -estrictamente platónico, por supuesto- y posterior alianza entre emperador y monje fue la Escuela Palatina de Tours y luego la de Aquisgrán, focos culturales sin parangón del renacimiento carolingio. Alcuino revivió a los clásicos, uniformó la ortodoxia religiosa e incluso logró interesar al mismo Carlomagno en las cuestiones especulativas y literarias, estableciendo con ello una auténtica Edad de Oro de los estudios grecolatinos en el centro mismo de los llamados siglos tenebrosos. Pero la tentativa de reinstaurar el esplendor romano resultó efímera como una pequeña cima de nostalgia en mitad de un vendaval de transformaciones históricas, y sobrevivió poco tiempo a la muerte de su real mecenas. El saber y la creación retornaron entonces a los monasterios -donde se originó nuestra costumbre de leer en silencio, como en oración-, o tuvieron que guisarse en el magín individual de algunas personalidades geniales como la del legendario Caedman. San Isidoro se inspiró en Capella (ignoramos si Boecio conocía o no su obra), San Beda el Venerable en San Isidoro, y Alcuino en este último: esta larga cadena, interesada en la reforma de la enseñanza tanto para obispos y reyes como para el pueblo, y donde las siete artes liberales alcanzaron una importancia y eficacia extraordinarias, quedó interrumpida y soterrada pero no rota durante las dos siguientes centurias. Pues, en efecto, ya en el cambio de milenio, se decía de Gerberto de Aurillac, ese mirífico personaje nombrado papa con el nombre de Silvestre II en 999, que, a diferencia de muchos de sus más refinados coetáneos, poseía grandes conocimientos no sólo el Trivium, sino también del Quadrivium, como se mostraba en sus cartas personales.
De este modo, encontramos que en el s. XI las siete artes liberales se habían convertido en algo tradicional para muchos e incluso en una necesidad vital para una minoría, puesto que los laicos las precisaban para ocupar cargos públicos o dedicarse al ejercicio de la abogacía.
De este modo, encontramos que en el s. XI las siete artes liberales se habían convertido en algo tradicional para muchos e incluso en una necesidad vital para una minoría, puesto que los laicos las precisaban para ocupar cargos públicos o dedicarse al ejercicio de la abogacía. Ilustres intelectuales de la época como Thierry de Chartres corroboraban el canon liberal en su sentido escolar, educativo, en obras como su Heptatenchón, donde se califica al Trivium en tanto artes sermocinales o del “decir” y al Quadrivium en tanto artes de lo dicho o “reales” -una tradición afirma que el propio Pedro Abelardo fue alumno de Thierry en matemáticas. Ejemplos tan distintos como los de Abelardo o San Buenaventura muestran que la división del saber no se mantuvo del todo rígida en la concepción de los filósofos, pero sí, desde luego, en la enseñanza oficial.
Pero entonces ocurrió lo inconcebible: en el s. XII las obras desconocidas del viejo Aristóteles llegaron a Europa a través de los comentaristas árabes, y ya nada vuelve a ser lo mismo en la tranquila conciencia alcanzada por un estable mundo medieval. La ética, la física, la psicología, los libros metafísicos, la otra mitad perdida de los libros lógicos… Todo un reto cognoscitivo para una nueva generación de filósofos-teólogos escolásticos que abocará a grandes síntesis -Santo Tomás-, pero también a profundas modificaciones del sentido del pensamiento mismo -Guillermo de Ockham.
La lógica de Boecio es ahora una “lógica vieja” -lógica vetus-, y se abre el espacio a una lógica ampliada que tampoco es realmente la del Filósofo (pues Aristóteles integraba lo verosímil además de a lo verdadero), pero que renueva ciertamente su planteamiento general: es la denominada lógica nova. No obstante, en lo tocante a las siete artes, divisiones como la de Hugo de San Victor en Didascalia apenas alteran el marco general del conocimiento liberal ni -lo que es más importante- el supuesto cultural inveterado de la superioridad de esas artes sobre las técnicas. El s. XII es también el tiempo de la fundación de las primeras universidades, en cuya aparición ha influido la nueva aportación árabe del caudal aristotélico, y allí la dialéctica se rellena de un contenido no sólo formal que da lugar a innumerables debates. Los profesores de la institución reclaman libertad para enseñar las recién surgidas materias de reflexión sin tener que preocuparse por otras disciplinas ni tampoco por los superiores intereses de la teología -en este sublime desdén sobresale, sobre todo, el importantísimo averroísmo parisiense, pero también figuras como la de Roger Bacon, ardiente defensor de una expansión indefinida del Quadrivium.
En el segundo cuarto del s. XIII se componen poemas donde se escenifica la batalla de las artes liberales contra otras formas ligeramente disímiles de clasificación del saber: no es más que el tímido principio de transformaciones de una envergadura mucho mayor (en las cuales se hundirá el Trivium: de ahí nuestra palabra “trivialidad”). Por supuesto, otras divisiones hubieran sido posibles incluso dentro del mismo escenario medieval, y resultaría ciertamente anacrónico ver en las siete artes liberales una intuición precursora de la actual separación de las ciencias en humanas y naturales -separación que está, por cierto, también en entredicho hoy-, puesto que eran precisamente “liberales”, y no orientadas a la producción. Sea como fuere, aquella fue la efectiva instrucción cultural del hombre medieval, que era un hombre que, naturalmente, no sabía que era “medieval” (dado que esta es una categoría posterior) y que además carecía de sentido histórico, con lo que, por tanto, cuando pensaba, creía que formulaba en absoluto las condiciones de la realidad, exactamente igual –verdaderamente, incluso más- que nosotros ahora.
ESTAMOS A LA EXPECTATIVA…