Él estaba ahí, sentado con las piernas cruzadas y totalmente inmerso, como si aquel metro de Barcelona fuera otra parte de la batería para poder sostenerse y seguir leyendo el libro que traía entre las manos. Esto fue hace poco más de un par de años, cuando yo había ido a Barna a realizar una estancia de investigación de varios meses. De lunes a viernes tenía que tomar la línea 1 hasta la universidad en el mismo horario, y por esas cosas que suceden en el movimiento del mundo, varias veces coincidíamos en aquel desplazamiento del subsuelo. Su cara era extraña, no podías definirla bien. Supongo que se trataba de una cara triste al fin al cabo. Su camisa, sus pantalones, hasta sus lentes parecían mandados a hacer o hechos a mano por alguna madre paciente o una esposa resignada, quién sabe. El asunto es que mi familiar desconocido del metro siempre traía el mismo libro. No sé por qué, pero desde niño cada vez que veía a alguien con un libro me invadía una curiosidad enorme de saber el título y qué autor era, a riesgo de romper incluso las reglas de la privacidad y la cortesía. Seguramente a muchos amantes de la lectura les pasa. Fue entonces que descubrí que aquel sujeto sentado frente a mí leía una novela de Alan Pauls. Jamás lo había oído mencionar. El nombre de la novela: El pasado. De regreso a casa de inmediato busqué en la web la obra y datos de Alan Pauls. Esa misma semana encontré en digital un ejemplar de Anagrama de El pasado y esa misma semana lo terminé.
Pauls, que proviene de una familia enorme de artistas de la Argentina, es un heredero, como casi todos los escritores argentinos de finales del siglo XX e inicios del XXI, de la impronta de Borges. Pero Pauls también debe muchísimo a Piglia. Yo diría que debe más a Piglia que a Borges. Sobre todo, a partir de los juegos que su obra despliega entre la biografía y la ficción, pero especialmente entre literatura y enfermedad.
La novela comienza con un exergo extraído del libro Gradiva, del escritor alemán Wilhelm Jensen: “Desde hace tiempo me acostumbré a estar muerta”. Puede decirse que a partir de aquí se nos va descubriendo esa particular costumbre a través de dos personajes principales, Rímini y Sofía. Una pareja que después de doce años juntos, se separan y desde esa ruptura es que comienza la verdadera narración. Desde el inicio de la obra ya se nos dice que ese fenómeno dado en llamar “pareja” es sencillamente una comedia. Una comedia eso sí, calcinante. Todos sabemos que una relación enfermiza nunca tiene buenos finales, pero lo interesante de este libro es que nos muestra cómo incluso después de muertos podemos seguir enamorados, enfermizos y peleando con el otro.
La historia de la pareja a su vez, gira todo el tiempo alrededor de la biografía ficticia de un pintor llamado Riltse y su noción del “sick art” o arte enfermo. “Lo que persigue Riltse con el Sick Art”, dice el narrador, “es […] la alteración del balance, de todo balance, por medio de la desproporción. Y la desproporción […] es la fuerza que le permite romper ‘el cerco perverso del arte’ y derramarse […] en los lugares comunes de la vida social”. La pareja es admiradora incondicional de tal creador y es testigo de cómo el artista expone el propio cuerpo y sus padecimientos biológicos como una parte consustancial de lo estético. Pareciera que cada uno de los fantasmas de Rímini y Sofía lleva, de una u otra forma, la impronta del pintor a lo largo del libro y en un punto podemos darnos cuenta que la relación de la pareja es exactamente como uno de los cuadros de Riltse.
Es evidente que El pasado es una novela sobre el amor, pero eso tan sólo es la punta del iceberg. Es ante todo una novela sobre el cuerpo. Pareciera que la novela es un cuerpo que elimina todo aquello que no es él mismo, provocando en su lectura, como los efectos de la cocaína que se mencionan en uno de los capítulos, una autorreferencialidad radical. En cada pasaje hay cuerpos y texturas, que se van conociendo entre sí a medida que enferman y donde la enfermedad a la vez se realiza a través de esas texturas. Y claro, orbitando de un punto a otro está el amor.
Uno se pone a leer El pasado y se da cuenta que Slavoj Žižek tenía razón. El amor no es ese equilibrio cósmico que tanto nos quieren vender. El amor es un desequilibrio en la estructura. Una astilla enterrada en un flujo sanguíneo, un pequeño gesto de ultraviolencia en la concatenación de las cosas.
Mis viajes a la universidad continuaron, pero no volví a ver a mi interlocutor silencioso del metro. Sólo me quedó la lectura intempestiva de aquella novela y el amor implacable (e impecable) de Rímini y Sofía.