Recuerdo que cuando comenzó esta guerra, en 2014, también pasamos unos días de incertidumbre, aunque no tan extremos ni tan tensos como los actuales. Andaban de reuniones diplomáticas en la cumbre John Kerry, aquel larguirucho que fue candidato a presidente y Serguéi Lavrov, el mismo que ha estado tranquilizándonos falsamente estas semanas, pajareando ambos a dos en un locus amoenus de esos que se gasta la élite incluso cuando están regañados, y la prensa nos dijo entonces que la cita fue un fracaso y que no se llegó a ningún acuerdo.
El titular del fracaso estaba cantado, puesto que la foto del “lo estamos intentando” es lo que realmente importaba. Sin embargo, entonces me pareció, leyendo detenidamente el texto de la noticia, que sí hubo algún entendimiento: Kerry dejó caer que había un cierto derecho histórico ruso hacia Crimea, y Lavrov insinuó que no habría más anexiones después de permitida aquella.
Además, el jefe de la diplomacia rusa enarboló esa comparación genial, cargada de intención sibilina, “Crimea es muchísimo más importante para Rusia que las Malvinas para Reino Unido o las Comoras para Francia”, lo cual viene a decir que vosotros, hipocritillas, hacéis lo mismo cuando os conviene y no os armamos tanto jaleo, lo cual es completamente cierto. El mismo Vladimir Putin esgrimió el otro día una no muy larga pero sí deshonrosa lista de los crímenes e invasiones de EEUU y sus socios fuera de sus fronteras los últimos 30 años, y hasta donde yo sé era también todo completamente cierto. Los amos del mundo, en cualquier época o rincón de la historia, hacen lo que tienen que hacer sin apenas escrúpulo alguno para mantener su poderío, pero lo que no pueden evitar es dejar un reguero de rencores a su paso que tal vez un día les estallen en las narices.
A mí lo que más me inquieta de la crisis actual (una de esas que -se ha dicho mucho-, se sabe cómo empiezan pero no como terminan, porque nadie puede controlar y retener en su mano todos los factores desencadenantes del futuro, y por eso las teorías de la conspiración a nivel mundial son ficciones simplistas) son las pasiones nacionalistas puestas en juego.
No sólo los ucranianos, sino el propio Putin parece que sufre de fiebre patriotera e imperialista en pleno proceso de globalización mundial, y entonces sí que vamos de u-cráneo.
El nacionalismo es ese discurso enloquecido de “nuestros preciados fluidos corporales”, tal como lo representaba el general desquiciado interpretado por Sterling Hayden en el clásico ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, la película más delirante de Stanley Kubrick.
Si Vladimir Putin cree realmente que el Águila Americana está “fluoridificando” sus preciados fluidos corporales mediante el recurso de acercar la artillería de la OTAN a la puerta de su casa, la Guerra Fría y la vieja pesadilla nuclear vuelven a estar a la vuelta de la esquina. Y no es que Putin carezca de motivos o de recelos: EEUU no ha sabido ser generoso, o astuto, con el enemigo vencido, reconociéndole a Rusia el puesto de relevancia mundial que, por su pasado de gran potencia militar, ideológica e industrial de alguna manera merece.
Esa misma sensación de humillación pudre los corazones de muchos países árabes y también de Corea del Norte, enclaves, por cierto, para controlar los cuales Obama, ese presunto Nobel de la Paz, esperó precisamente la ayuda de Putin. No todos pueden ser tan serenos y ecuánimes como Japón, que aceptó rápidamente la derrota tras el shock inimaginable de las dos detonaciones nucleares y se puso a trabajar.
Putin, encima de homófobo, es un hombre al que gusta posar con el torso descubierto y añorar con hombría -¿en largas veladas de vodka y canciones populares?- la grandeza de la Madre Patria Rusa.
El paneslavismo, en efecto, es una tradición hondamente arraigada en Rusia, pero, como decía Borges, “acaso llamamos tradición a la transmisión de los malos humores”. ¿Qué jirón de eslavismo puede ser rescatado en la época global, con siete mil millones de habitantes mirando la misma televisión, buena parte de ellos conectados en red, tratando denodadamente de aprender inglés y esforzándose por mantener la cordura en el mundo del mestizaje, la multiculturalidad, los cientos de miles de refugiados y la emigración de masas?
A este respecto, escribía Amin Maalouf en su famoso libro Identidades asesinas (Alianza, págs. 135-6):
La mundialización no es el instrumento de un “orden nuevo” que “algunos” tratarían de imponer al mundo; prefiero compararlo con un enorme campo de torneos, abierto por todos los lados, en el que se están celebrando simultáneamente gran número de justas, de combates, y en el que todos podemos entrar con nuestra propia cantinela, con nuestra propia armadura, en una irreductible cacofonía.
EE.UU. ha ejercido de gendarme internacional corrupto desde la caída del Telón de Acero, Europa no acierta ni a hundirse ni a relanzarse, de los medios de comunicación generalistas a partir de hoy ya no va a salir ni media verdad… La cacofonía de Maalouf se convierte en música terrible e irónica al final de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, después de unas escalofriantes escenas satíricas que sólo Kubrick podía tener los santos redaños de rodar en el año 1964, es decir, poco después de la crisis de los misiles cubanos que casi acaba con la especie humana en su conjunto (conflicto que los norteamericanos seguro que recuerdan, porque ellos eran los que estaban entonces en la actual posición de Putin), y que seguramente selló el destino particular de John Fiztgerald Kennedy[1].
“Fluidos corporales” son las reivindicaciones territoriales, “fluidos corporales” son las presuntas tradiciones nacionales (siempre fijadas a posteriori, como estudió Eric Hobsbawm), “fluidos corporales” son las redes sociales, actores inéditos de una guerra por primera vez en la Historia, y “fluidos corporales” son también, sin duda, las redes gasísticas rusas y ucranianas de las que depende el confort y tranquilidad de tanta gente en Europa.
En fin, que ojalá nunca jamás tengamos que oír hablar de los “preciados fluidos corporales” de nadie, o la cosa terminará como en esta secuencia de Kubrick, la sátira más negra de la locura definitiva de la humanidad jamás rodada.
Notas
[1] Eso y, según parece, haber intentado recortar el poder de la Reserva Federal americana, que es una entidad privada.