El filósofo es el héroe del ridículo.
José Ortega y Gasset
Leí las obras completas de Ortega y Gasset en segundo de carrera y luego apenas he vuelto a ellas, así que lo que voy a referir a continuación habrá que tomarlo un poco a beneficio de inventario, puesto que se basa en el puro recuerdo. Pero como aquellas lecturas me impactaron tanto en su momento, casi como esas personas que en tiempos de Franco no pudieron ver el mar hasta los 18 años y entonces ya no pudieron olvidarlo nunca, creo que mi memoria no me será del todo infiel, pero nunca se sabe.
A día de hoy le he cogido más manía, a Don José, precisamente porque le tengo tan fresco en la cabeza que no ceso de compararlo con otros autores a los que frecuenté después, y sale bastante malparado del careo. No obstante, aquí el infiel a su memoria y no al revés soy yo, porque debería estarle eternamente agradecido por el enorme ensanchamiento de mi perspectiva (tecnicismo, ya se sabe, muy orteguiano, pero que en un pase de manos muy suyo también nunca llega a confesar que tomó de los escritos póstumos de Nietzsche) cultural en general -como quién, ya digo, se pierde por primera vez en la lontananza del mar-, que supuso conocerle y frecuentarle.
Un verano hubo, allí a comienzos de los años 90, en que no hice otra cosa que leer a Ortega, yendo de asombro en asombro durante semanas, como un monje cartujo que acabara de descubrir a San Agustín, hasta el punto de que no me enteré de la aparición del grupo Nirvana, por ejemplo. Y me trajo suerte, por cierto, ya que, aunque descuidé completamente el estudio de Filosofía Medieval que me había quedado ese curso para septiembre, resulta que al profesor –el excelente Ramón Guerrero, al que le apasionaba de verdad la filosofía árabe- le dio por ponernos como pregunta única la visión de Ortega del periodo medieval en En torno a Galileo, con lo que, tras pellizcarme incrédulo, lo bordé. Ortega tenía eso que Ferlosio llamaba sus “ortegajos” pero sin duda era un escritor excepcional, incluso con su incómoda afectación pedante (que tiene también sus ventajas, ya que el lector no para de aprender vocablos nuevos, como “coruscante”). Recuerdo un texto en el que cuenta como entró en una catedral gótica y toda esa teoría de vitriales, arbotantes y gárgolas se le echaba encima con espectral acometida. Un inicio magnífico, de un dinamismo lírico apabullante…
La frase de que el filósofo es un héroe del ridículo significaba para él que los filósofos se arriesgan siempre a decir lo que todo el mundo sabe, justamente porque exploran no la consistencia de las nubes, ni los secretos del más allá, sino la contextura de la vida misma del hombre común.
La frase de que el filósofo es un héroe del ridículo significaba para él que los filósofos se arriesgan siempre a decir lo que todo el mundo sabe, justamente porque exploran no la consistencia de las nubes, ni los secretos del más allá, sino la contextura de la vida misma del hombre común. Sin embargo, se puede aplicar también a él especialmente en tanto que su actitud altanera y egocéntrica le predisponía a más de un tropezón.
Nunca creyó, por ejemplo, en el interés intrínseco del hombre corriente, como Chesterton, porque él era aristocratizante, como había aprendido de Nietzsche. Otro artículo, tal vez de El espectador, titulado El intelectual y el otro es el lugar donde Ortega más se regodea del abismo cultural que se separaba de su prójimo, pero en realidad basta con darse un paseo por La rebelión de las masas para comprender la repugnancia de Don José hacia la gente a bulto, y sobre todo hacia los poco instruidos en particular –o sea, la figura del “señorito satisfecho”, muy acertada por cierto. Hoy se siguen escribiendo elogiosos panegíricos de Ortega, no diré yo que en absoluto inmerecidos, pero en los que se oculta discretamente sus ridiculeces elitistas y fatuas. Ortega era un gran cervantista, pero conjeturo que en el momento mismo en que iba a poner su vista sobre estas geniales palabras se estaba encendiendo un cigarro: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”.
En sus últimos textos, y de modo similar a Borges años después, cualquier reflexión suya le traía a la cabeza un par de tercetos de Dante, y ahí los cascaba, sobre la marcha, en toscano original y sin traducir. Cuando hubo de escribir acerca del amor, lo hizo maravillosamente, quitándole la razón a su admirado Stendhal (Stendhal, Stevenson y Kipling son los novelistas favoritos de los intelectuales a los que les duele no haber sido hombres de acción, castrense o amorosa), pero tuvo que estropearlo metiendo una cuña acerca de la “psicología del hombre interesante”, como él lo llamaba, teniendo, por supuesto, a su propio espejo con pajarita y federica como modelo[1].
Ese hablar a menudo de uno mismo en elogiosos términos y poco disimuladamente salpica la variada y amenísima obra de Don José Ortega y Gasset. La idea de las “minorías selectas”, que esboza en La España invertebrada y explica con mayor detenimiento -y, sin duda, aparataje nietzscheano: toda esa retórica de la “vida ascendente y sobreabundante” y tal- en La rebelión de las masas apenas oculta y desde luego ni pretende ocultar que semejante minoría está compuesta al menos por dos egregias -término muy suyo- personas: los propios e inconfundibles Ortega y Gasset.
Ese tipo de cosas, en mi opinión, impiden tomarle muy en serio hoy, tanto filosófica como políticamente[2]. Don José no era muy rigoroso -el término es también suyo- en la confección de sus libros, que empezaba por cualquier parte y terminaba donde le parecía, como apoyándose en la digresión como baza principal y única. Las charlas sobre el olvidado historiador Toynbee acaban sin haberse hablado apenas sobre Toynbee, y La idea de principio en Leibniz (citado por Deleuze en El pliegue) no llega jamás a rozar al propio Leibniz. No obstante, uno se lo pasa de miedo leyendo ambos, si tiene paciencia con su estilo redicho y su petulancia personal. En el de Leibniz que no es de Leibniz, Ortega se atreve a encararse con Heidegger, a quien reconoce más mérito filosófico que el suyo -no en vano ha tomado de Ser y tiempo toda su cacareada teoría de la vida, pero sin apenas citarle-, pero luego lo estropea de nuevo al comentar en nota al pie que, en cualquier caso, él ya se había anticipado a todo eso en una frase de Meditaciones del Quijote. Hay que leerlo para creerlo: el famoso yo y las circunstancias, que como señalo Pedro Cerezo es un pensamiento de raigambre fichteana, esa sola frase, ahí solita y preñada de futuro, ya le vale al filósofo más grande de la historia de España (eso dicen muchos, echando tierra sobre el sepulcro de Francisco Suarez, por ejemplo) para exigir la primicia y la primacía sobre la tremenda opera prima del eremita de Todtnauberg, que es como si yo dijera que una vez que me dio por gatear de espaldas cuando era bebé anticipe todo el moonwalking de Michael Jackson. En otro lugar, y en una maniobra semejante por su osadía y arrogancia, se lanza a la piscina afirmando que nada menos que Goethe falsificó irremediablemente su existencia al mudarse a la corte de Weimar –en Buscando un Goethe desde dentro.
Sería patético, sino fuera también gracioso. Porque lo mejor fue cuando por fin tuvo su deseado bis a bis con el adusto y altisonante Martín Heidegger, y que paso a relatar abreviadamente.
La luminaria ibérica, ya mayor, decide acudir a unas conferencias en Darmstadt, Alemania, organizadas por unos arquitectos de allí en el año 1951. ¿Qué se le ha perdido a estas alturas de su vida por esas tierras teutonas? Bueno, él se supone que supo y sabe el idioma germano de su estancia juvenil en Marburgo, y además Heidegger va a hablar allí la mañana de un día del cual a él le asignan precisamente la tarde. No sólo admira a Heidegger, hecho que declara abiertamente en su turno de palabra: lo cierto es que ha dedicado las últimas décadas de su docencia pública, como he dicho, a traducir Sein und Zeit al castizo modernista de sus escritos y alocuciones -de modo brillante, todo hay que decirlo[3]. Esta es la ocasión, tal vez, de hacerle alguna aguda y brillante apostilla, siempre entre colegas y con mediterráneo salero[4]. Se trata de un encuentro en la cumbre, donde el alemán ya estaba instalado hace tiempo y el español espera ser bien recibido, quizá como un igual. Sin embargo, lo que escucha esa mañana (él aduce que llegó tarde, y que al colocarse a la espalda del bávaro le oía mal) le desconcierta, y comienza a sentirse un convidado de piedra (pero él alega que no le advirtieron de que el congreso versaba sobre arquitectura, de lo que extrae un juicio histórico sobre la Alemania de posguerra). Total, que cuando le toca hablar, Ortega lee una página, se detiene para disculparse por no haberlo podido preparar más, continua con lo que califica como una improvisación pero que no es más que lo que Arnold Gelhen, rector de Friburgo en sustitución de Heidegger, escribía sobre la relación entre antropología y técnica en periodo nazi, y finalmente se resarce días después anotando su impresión sobre todo el evento para la posteridad. Heidegger, a todo esto, se prestó a hacerse unas fotos y escribió unos párrafos de compromiso acerca de la hidalga apostura e ingenio del caballero español, ya fallecido Ortega[5], y que no están nada mal.
Don José fue un gran maestro, lean a Ortega y aprenderán muchísimo del modo más placentero posible, pero ¡¡ay, España de nuestros sempiternos dolores, si es que ni tus “minorías selectas”…!!
Notas
[1] Y, bueno, hay que decir que muchas veces lo fue, ciertamente, como cuando hizo buenas migas con Gary Cooper: https://www.elmundo.es/cultura/2016/08/28/57c17842e5fdea7a028b45ca.html
[2] Sobre su vida y pensamiento políticos, muy bueno el siguiente texto, en el doble sentido de ser estar bien informado y de mostrar benevolencia para con el personaje: https://elcierredigital.com/cultura-y-ocio/742345047/65-aniversario-muerte-ortega-gasset.html; sobre su filosofía, muy apretadamente: https://www.filosofiaenlacalle.com/post/textos-b%C3%A1sicos-de-filosof%C3%ADa-ii-qu%C3%A9-es-filosof%C3%ADa-jos%C3%A9-ortega-y-gasset
[3] A veces ese casticismo llegaba a extremos tan extravagantes como geniales, como cuando deja caer no recuerdo dónde que la eternidad no consiste en el tiempo azacaneándose tras las cosas, sino las cosas azacaneándose en torno al tiempo, como hacen los toros en las plazas cuando son tentados por los toreros hábiles. Un olé a ese peaso de imagen.
[4] Salero que no siempre empleaba con sus discípulos. Se cuenta que en una ocasión estaba charlando con ellos, incluida María Zambrano, cuando a ella le dio un arrebato místico, tal vez lírico, y comenzó a hablar, inspirada por la presencia del maestro, de ultratumba, trascendencias y cosas así. Ortega, siempre tan galante, la cortó el discurso de cuajo con un tajante -escribo de memoria- «fíjese, señora, que anda usted dándose un paseo por el séptimo cielo mientras que todos los demás seguimos aquí, escuchándola perplejos». Ella, por lo visto, rompió a llorar y abandonó la sala.
[5] En Encuentros con Ortega y Gasset, Martín Heidegger termina así, de modo extrañamente bello, personal y melancólico para tratarse de quien se trata: “La tarde de ese mismo día nos proporcionó a mí y a todos los presentes, la impresión más recia y duradera de la magna personalidad de Ortega y Gasset. Habló de un tema que ni estaba previsto ni había sido formulado y que puede, sin embargo, cifrarse en el título «El hombre español y la muerte». Cierto que lo que nos dijo le era familiar desde hacía largo tiempo, pero el cómo lo dijo nos reveló cuánto más avanzado estaba que sus oyentes en un campo que ahora ha tenido que traspasar. Cuando pienso en Ortega vuelve a mis ojos su figura tal como la vi aquella tarde, hablando, callando, en sus ademanes, en su hidalguía, su soledad, su ingenuidad, su tristeza, su múltiple saber y su cautivante ironía”.