El surgimiento de la democracia, tuvo como condición necesaria la existencia de la isonomía o igualdad ante la ley. Haber suprimido tal disposición significó lisa y llanamente masacrar la esencia democrática o negarla. En la continuidad institucional de una noción de la democracia, vaciada de contenido, fugada en su espíritu y amputada en su eje primordial, se desarrolló una dinámica de poderes dividido que desde hace siglos se instituyeron en tres. La armonía de la vinculación de los mismos y por tanto lo que ofrece a la sociedad, se diluye en lo real, en lo imaginario y en lo simbólico. Tales estructuras o dispositivos, anquilosados y obsoletos, fungen como referencias sacras o totémicas ante una sociedad que desanuda sus lazos sociales, se desintegra en el tejido mismo y sucumbe en su noción de subjetividad ante la robotización de la individualidad que se propone, inercialmente, erradicar los puntos comunes y con ello, negar la posibilidad de pensarnos en cómo reunir los segmentos en los que, en el imperio del desconcierto, nos encontramos balcanizados.
Desde el horizonte teórico, con su correspondencia en la praxis de la otrocracia en general que hemos propuesto en diferentes instancias, proponemos en lo específico, la conformación de un poder isonómico que en una primera instancia, opere dentro de los poderes instituidos, antes de ser generado como un nuevo poder.
De esta manera su funcionalidad común y cotidiana encontrará mayor versatilidad en la dinámica ordinaria, para una vez consolidado, el poder isonómico, en su mayoría plena, encuentre vigor para constituirse como el poder armonizador o cuarto poder extraordinario.
Recobrar la reciprocidad, el circuito de ida y vuelta entre gobernante y gobernado, es el espíritu que debemos rescatar del olvido milenario de la isonomía como elemento indiscernible de lo democrático.
Para poder graficarlo en forma contundente y manifiesta, reflejaremos la concreción del poder isonómico dentro del poder legislativo, a los efectos mencionados, fortalecer el vínculo, la relación, en este caso, entre representantes y representados.
¿Qué pasa cuando el parlamento sanciona una ley? El poder legislativo no fue concebido para construir un ida y vuelta, un circuito de comunicación virtuoso, consensual con el pueblo (o la idea de) que representa, con la ciudadanía que construye, deconstruye, cuando no lamentablemente, destruye en su tejido y lazo social del que todos somos parte. A diferencia de los poderes ejecutivo y judicial, el primero por su inmediatez y pragmatismo que lo define en los asuntos más urgentes en la toma de decisiones que genera la “gobernanza” o el gobierno y el segundo por sus instancias, casi infinitas incluso, de apelación o de reclamo, el poder legislativo es de todas las instituciones públicas, en donde se debe trabajar más fuertemente para conceptualizar, la dinámica del vínculo entre el representante y el representado.
Esta dinámica es imprescindible que sea entendida, es decir planteada, desde la perspectiva del representado y no del representante, dado que a fin de cuentas, siempre las construcciones dispositivas o reglamentarias desde el poder se constituyen desde la posición del que posee y no del que da.
El soberano, difuminado en el gran significante extenso, flotante o amo de “pueblo” pierde su legítima representatividad, cuando el legislador, desde su banca en el ejercicio de sus funciones legisla por un período (que por lo general son todos los que el legislador se proponga, dado que a diferencia del poder ejecutivo en donde a nivel general está más extendida la imposibilidad de reelecciones infinitas, no existen límites de mandatos consecutivos) y el resultado de este legislar, se observa y se hace observar, desde la “producción” de cantidades de leyes nuevas o modificaciones de las existentes.
En el obrar del legislador, no existe en la concepción de su función, lo que pudo significar para la sociedad en su conjunto y los sectores primordialmente involucrados en la sanción, reglamentación y aplicación de tal o cual ley.
Al no existir una vinculación “dialéctica”, un circuito de comunicación, el lazo de representación queda débilmente maniatado a los vaivenes de las circunstancias electorales.
El representado debe esperar el próximo turno electoral para manifestar, en el mejor de los casos, el obrar de sus legisladores o de los partidos o expresiones políticas que lo aglutinan. La complejidad que representa, la “evaluación a los evaluadores o representantes”, solamente en los tiempos electorales, genera, como si fuese poco, un socavamiento mayor, no sólo al poder legislativo, sino a todo el edificio democrático y al ecosistema de la política.
Las sociedades actuales construyen sus nociones de lo colectivo, de lo común, mediante una formulación aritmética, en donde cada uno de los individuos al formar parte de algo, pretenden para sí, la adquisición de un bien o valor por su participación, la lógica del resultante por el intercambio es hace tiempo un principio insoslayable en nuestras comunidades desde la modernidad hasta esta parte. Es decir por más que no estemos de acuerdo con la dinámica no podemos dejar de desconocer de sus implicancias hegemónicas y de la imposibilidad de salir, fugar o filtrar de esta estructura introyectada dentro de la conciencia de la subjetividad del hombre de los tiempos actuales.
La igualdad, sólo debe ser entendida en términos de reciprocidad. Intercambio legal y legítimo, entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados.
El ciudadano está esperando el resultado del obrar político. Necesita cosificar tal accionar para comprenderlo bajo un número específico que luego le permita la posibilidad de hacerlo pensamiento, palabra y expresividad. Necesita además de la cantidad de leyes que un determinado parlamento aprobó en el ejercicio anual, ir hacia sus representantes y comentarles cómo les resultó en la práctica diaria, la nueva ley o la norma modificada. Para esto mismo la institución poder legislativo, debe crear una comisión o área determinada, que tenga como fin convocar, al menos una vez por mes a ciudadanos independientes, colegios de profesionales, trabajadores sindicalizado, estudiantes y los colectivos que fuesen que estuvieren implicados directamente en la ley a ser analizada en tal oportunidad. La norma observada, no debe tener más de cinco años de sancionada, de forma tal, que sea prácticamente el mismo parlamento (es decir su integración) el que escuche directamente de los ciudadanos sobre los que legisló, el resultante de lo actuado, en voz directa de la ciudadanía, convocada a tal efecto.
Esto que en términos vulgares, es decir “comerciales” desde nuestra posición de homus consumus nos representa en lo cotidiano de dar a cambio de recibir, en la cosificación generalizada, totémica y hegemónica, es la carencia, la falta en la que la política desnuda sus debilidades incontrastables, una suerte de transparencia fantasmagórica que deja ver su falta de espíritu y de alma.
La igualdad, sólo debe ser entendida en términos de reciprocidad. Intercambio legal y legítimo, entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados.
La piedra basal y originaria de lo democrático, es sin duda, histórica y conceptualmente un poder isonómico que debemos reconstituir y emplear como el hilo de Ariadna que nos llevará a la salida del laberinto en el que desde hace siglos nos encontramos.