María Águeda Moreno Moreno, Universidad de Jaén
Son muchos los que entienden el diccionario como una prueba objetiva de conocimientos, hasta llegar al punto de dudar de la realidad si la obra no arroja resultados a la búsqueda deseada: “No está en el diccionario, no existe”.
Está también quien cree que las cosas son como dice el diccionario, por lo que es necesario, para “cambiar el mundo”, cambiar el diccionario, es más, si cabe, “eliminar” esas formas lingüísticas de entre sus columnas.
Al cabo, detrás de todo ello lo que nos encontramos es una teoría filosófica sobre el lenguaje y su capacidad performativa, descrita por Jonh Langshaw Austin, en su obra Cómo hacer cosas con palabras (1962), y una profunda dificultad al entender la objetividad lexicográfica.
¿Diccionarios objetivos? ¿Dicen la “verdad”?
La confianza en los datos que arroja el diccionario descansa en la pretendida objetividad que se les otorga como depositarios de la cultura. De ahí que los objetos descritos (las cosas, las acciones, las calificaciones, las sensaciones, etc., nuestro mundo, en definitiva) parecen en sus descripciones objetivas (objetos descritos objetivamente), si bien estas definiciones y sus interpretaciones no son ajenas al individuo. No son ajenas ni al redactor ni al lector de diccionarios. Son, por tanto, objetos descritos subjetivamente.
Tanto el lexicógrafo como el usuario de diccionarios actúan como sujetos cognitivos (es decir, sujetos pensantes). El autor del diccionario analiza y estructura los “objetos descriptivos” o palabras. Y su modo de análisis y la propia estructura ya es un modelo de clasificación subjetiva. Así que los diccionarios no son objetivos. No pueden serlo, pues la acción de definir es sub-subjeto, esto es, “hechas por un sujeto”, por tanto, subjetivas.
Está además atada a la episteme (en los términos en los que Foucault entendió este concepto). Es decir, la objetividad lexicográfica ofrece definiciones en clave de una verdad determinada: la impuesta desde el poder político de la época. Solo de este modo el diccionario “dice la verdad”. Y esto es así, podríamos decir, desde que el mundo es mundo.
Desde que el mundo es “mundo”
Desde el proyecto histórico de la creación del mundo, del cual surgió un orden y un discurso ontológico, se logró transformar ideológicamente nuestras ideas occidentales en un “catolicismo científico”. El modelo bíblico sirvió de explicación científica adoptada y desarrollada en los diccionarios hasta casi nuestros días: el mundo ha sido creado por un ser superior.
Es así que las creencias religiosas transcienden a un plano de inmanencia y ontología, impregnan nuestra cultura y conforman nuestra ideología y tradición. La creación del mundo se presenta como un carácter inherente al propio mundo, inseparable de su esencia. Así estas ideas adquieren validez como discurso político, como discurso de “verdad” y se silencia (se desplazan) al mismo tiempo otras opciones discursivas sobre el origen de nuestro planeta y de nosotros mismos.
Sorprende que el diccionario no se haga eco de posturas ontológicas naturalistas, las cuales, con el desarrollo de las ciencias positivas del XIX, como la física y la biología, disponen que es la naturaleza el principio único de todo aquello que es real. El discurso lexicográfico “autorizado” (discurso en clave de verdad) de la RAE ha mantenido durante cuatro largos siglos (siglos XVII, XVIII, XIX y XX) descripciones ligadas a esta concepción mítica y religiosa sobre la creación y el origen del mundo y de la especie humana.
La historia de la definición de mundo
Desde el primer diccionario de la Academia (1726-1739) podemos detectar las huellas de esta ideología cristiana. El mundo se define como “el agregado y conjunto de todas las criaturas racionales e irracionales, sensibles e insensibles, que componen el universo”.
La palabra criatura ya delata el sentido religioso de la definición, pues se explica como “todo lo que tiene ser y no es Dios”. Aquí no acaban las huellas ideológicas: se añade que mundo viene de “la palabra latina mundus, que significa limpio, por la belleza y perfección con que Dios, Autor Universal, le crio de la nada, y por el orden y disposición de todas sus partes, así materiales como formales”.
El mundo se asocia con la cualidad positiva de la limpieza, propia de Dios, cuyas obras son bellas y perfectas. El ejemplo seleccionado para la definición, tomado de la Política Indiana de don Juan de Solórzano, no escapa a esta idea: “La palabra mundo (dicho así por el orden y aseo con que Dios le compuso) tomada en general comprende Cielo, tierra y mar, y todas las criaturas que en estas partes fueron criadas y colocadas”.
En el diccionario académico de 1869 se reformuló profundamente la entrada. Y el mundo fue concebido como la “suma y compendio de todas las cosas creadas”. Se perdía así la metáfora de “mundo limpio”, (que ligaba al sentido de limpio, igual a puro, contrario a pecado).
Sin embargo, el mundo seguía viéndose un objeto de creación y así llega, sorprendentemente, y a pesar de los nuevos conocimientos científicos, hasta la definición de la edición de 2001, ya más simplificada: “conjunto de todas las cosas creadas”, pero con la misma carga ideológica de origen mítico.
Del mundo creado al mundo existente
La obra académica actual ha revisado la definición. Hoy mundo es el “conjunto de todo lo existente” (DLE, 2014). Nos encontramos ante una dicotomía entre crear y existir, entre el mito y el logos. Y es que la palabra crear evoca a la mayoría de lectores occidentales al dios de la religión católica, cuya existencia creadora se asume como natural y universal. Se trata del rastro de una ideología etnocéntrica, basada en la primacía de la cultura europea, católica, frente a las demás.
La dicotomía «naturaleza/cultura» muestra al diccionario, en relación al tratamiento lexicográfico que le da a esta palabra, como un claro artefacto cultural, por lo que, en realidad, no nos dirá nunca ¿qué es el mundo?, sino ¿cómo interpretamos el mundo?
Y la interpretación no lleva a discursos entendidos en clave de verdad, sino a discursos homogéneamente relacionados con el pensamiento cultural y tradicional de Occidente, de claras tendencias universalistas. Así hemos pasado de comprender el mundo creado por Dios a conferirle la individualidad de la existencia (“existe por él mismo”), casi siguiendo las bases del concepto aristotélico de substancia.
No hay nada más humano, sin embargo, que realizar este tipo de interpretaciones dinámicas en la cultura. Al fin y al cabo, no vemos el mundo que es, sino el creado por nuestro cerebro.
Este artículo se realizó con la colaboración de Alicia Pelegrina Gutiérrez, becaria “Ícaro” del Grupo de Investigación “Seminario de Lexicografía Hispánica”, incorporada desde el “Plan Operativo de Apoyo a la Transferencia del Conocimiento, Empleabilidad y Emprendimiento 2021” de la Universidad de Jaén.
María Águeda Moreno Moreno, Investigadora principal Grupo de investigación Seminario de Lexicografía Hispánica, Universidad de Jaén
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.