Que el año 2020 será recordado como uno de los más trascendentales de las últimas décadas, parece ya una verdad evidente a todos los humanos. Y semejante viaje alrededor del sol no podía tener un epílogo mejor, que la constatación empírica de que el viejo axioma hegeliano, repetido por Marx, no tenía una validez universal. La farsa, como por un capricho de los dioses, precedió a la tragedia, o al menos, eso parece haber ocurrido.
Los eventos, ya ampliamente conocidos, se desarrollaron el 6 de enero, como un regalo de los Reyes Magos a una nación bastante golpeada por un duro año de pandemia. Una protesta de trumpistas ante el Capitolio (Trevelyan, 2021), tras ser incitada por el presidente a entrar, siguió, como resultaría lógico para cualquier gran concentración de humanos, el impulso de “asaltar” el Capitolio en un despliegue terrible de ¿novedad? Y mientras los senadores huían despavoridos ante la turba, escoltados por el Servicio Secreto, los asaltantes, luego de enfrentar a la seguridad del edificio procedieron a posar para una sesión de fotos en los pasillos, a sentarse en el hemiciclo del senado y robarse, en una famosa postal del día, un atril del senado. Después de este increíble despliegue de violencia y caos, los asistentes procedieron a evacuar el edificio disciplinadamente entre los cordones rojos que dan acceso al foro.
Como siempre, el evento fue notable, pero la repercusión fue peor. Los medios se llenaron de noticias y reportes sobre el intento de golpe de estado. El caos se había apoderado de la capital estadounidense. No fue como el año pasado, pero algo diferente había ocurrido esta vez. Los senadores y representantes, auténticos estandartes del poder político norteamericano, había pasado apuros.
Este evento, que ha marcado este enero, como la muerte de Solejmani marcó al precedente, ha desatado una tormenta política que se preveía desde el año pasado, pero que la forma específica permanecía en la bruma especulativa de los pronósticos. Al final, no pasó nada, a pesar de la tardía respuesta de la guardia nacional, o la incitación previa de Donald Trump a “parar el robo” (de las elecciones). Hubo cuatro muertes, lamentables como todo deceso, pero difícilmente el producto de la barbarie desatada, sino más bien un signo de todo choque multitudinario y desordenado. Pero el golpe, el aclamado golpe, no pasó.
Y aquí es donde este intento teatral de sedición, con chamanes y memes, toma un cariz realmente trascendental. De manera casi cómica fue etiquetado como intento de golpe de estado, a causa del llamado populista de Trump incitando a sus seguidores a defender su causa. La etiqueta permanece aún en el vocabulario anti trumpista, como si de veras el ocupar un edificio fuera tomar el poder, y aún más en Estados Unidos. La heroica escena de V for Vendetta parece haberse concretado por actores de segunda (como el chamán Angeli) y el discurso público se ha llenado de serias reprimendas al “golpe”. De repente, el servicio secreto, que ultimó a algunos asaltantes, estaba defendiendo el poder. Aunque la verdad es que estaban defendiendo las piedras y el cajón de caramelos del senado. El poder del Estado Norteamericano, como el de cualquier estado, y mucho más un estado poderoso, no puede ser capturado cual juego de PC plantando una bandera.
La retórica del golpe, adoptada inmediatamente por los opositores a Trump, pero promovida principalmente por los Demócratas, apuntó a sacar provecho, como el mismísimo presidente ha hecho durante todo su mandato, de la profunda ignorancia política de la población norteamericana. El orgullo imperial está herido, la sede de la majestad de los Estados Unidos fue asaltada por la plebe, y eso es lo que parece realmente imperdonable en el discurso público. El senado es la sede para aprobar sanciones y guerras o para apuñalar a Cesar, pero eso de rebeliones populares no es digno de semejante lugar.
A pesar de este impulso triunfante demócrata, este evento, EL EVENTO en lo que va de 2021, deja más dudas que certezas. Las prohibiciones de las cuentas de Trump en redes sociales, hecho sin ningún precedente, así como la persecución mediática a los seguidores radicalizados de este, así como a los fieles creyentes en Qanon han ocurrido de manera tempestiva. A menos de quince días de terminar el mandato de Trump, sus rivales políticos proceden a tomar medidas contra la promoción de conspiraciones y noticias falsas que tanto ha favorecido al saliente presidente. A quince días…
La violencia en el capitolio y la reacción de la policía despertó, como es lógico, una airada reacción en toda lo sociedad también. Fue evidente en algunos casos la complicidad de la policía del lugar con los protestantes. Sin mencionar la onerosa comparación con la respuesta policial a las protestas del año pasado, que han sido aclamadas con justeza por muchos como un signo del doble estándar con el que operan las fuerzas represivas del estado norteamericano.
Sin embargo, esta comedia de equivocaciones, a la manera shakesperiana, ha confundido los actores nuevamente, como los lleva confundiendo hace años en la política norteamericana, en particular, y global. Muchos de los reclamos de los trumpistas son ridículos, fundamentados en la ridícula conspiración cazadora de pedófilos: Qanon. Muchos de sus portavoces o miembros son supremacistas blancos o neonazis abiertamente. Las banderas nostálgicas de las diásporas conservadoras en Estados Unidos estaban presentes en el evento, pero realmente ahí no se agota el problema que representa la acción y la reacción en estos momentos. El discurso político de ambas partes ha asimilado sin dudar reclamos auténticamente válidos. No todo es demencial en el trumpismo, ni siquiera en qanon. La identificación de las élites neoliberales como responsables auténticas de muchos de los problemas es una tesis perfectamente aceptada por los círculos más críticos de la globalización actual, y su apropiación en el discurso qanonista no le quita validez.
Y a esta confusión se suma a la perenne pregunta, ¿Quién es la izquierda y la derecha? Está más que claro después de estos últimos años que la división entre izquierda y derecha, heredada de la revolución francesa, o ha perdido solidez y referencia, o exige análisis adecuados a las circunstancias nacionales, porque parecen desorientar más que informar.
La censura y la movilización del aparato estatal contra los seguidores de Trump han quedado como un movimiento de restauración de la democracia. El discurso demócrata y en parte republicano parece representar la voz de buena parte de la población que realmente cree en un legitima restauración. Al desterrar al aun presidente de las redes sociales como Twitter, Facebook y las corporaciones tecnológicas entraron a jugar un papel, este sí, auténticamente golpista, que ha perturbado a no pocos en el mundo, incluyendo a Angela Merkel (Wacket, 2021), que no se distingue por ser simpatizante de Trump. Así como durante el proceso electoral la retórica de los MAGA y los MAGA azules copó las redes sociales, ahora no solo se pone en evidencia que los progresistas demócratas están tan desconectados de la realidad geopolítica como los trumpistas.
Y a esta confusión se suma a la perenne pregunta, ¿Quién es la izquierda y la derecha? Está más que claro después de estos últimos años que la división entre izquierda y derecha, heredada de la revolución francesa, o ha perdido solidez y referencia, o exige análisis adecuados a las circunstancias nacionales, porque parecen desorientar más que informar. En el discurso político norteamericano, en el sentido estricto y clásico del término, no hay una izquierda política. Sin embargo, sí existen polos políticos preocupados por el bienestar popular o de los sectores desfavorecidos y orientados a enmendar injusticias típicas del sistema norteamericano. ¿Pero estamos hablando de los Demócratas? Acaso no están en el bloque del triunfante presidente los ex presidentes Bush, Clinton y Obama, auténticos emperadores barbáricos que sembraron el terror en no pocos países. ¿Acaso les preocupan a los legisladores demócratas como vive un empobrecido ciudadano de los Apalaches?
El último acto de auténtica rebeldía ante el establishment fue en diciembre, cuando en una acción inédita, el presidente Trump y los senadores Sanders, así como el ala más progresista del Partido Demócrata presionaron para conseguir el bono de 2000 dólares para los ciudadanos estadounidenses, y perdieron… ganó la postura defendida por la mayoría de esos que intentaron dar lástima el 6 de enero, incluido el republicano Mitch McConell, tristemente célebre por su voto decisivo en contra del bono (Edmonson, 2020).
Entonces, ¿es Trump y todo su séquito el representante de la izquierda? A simple vista no, pero está claro que parte de su base votante lo defiende porque, a pesar de su retórica maccartista y su conducta prepotente, su política está obligada a actos populistas, encarnados en su defensa del America First, que al menos en apariencia resulta menos distópica que el afable pero engañoso discurso neoliberal demócrata. No obstante, su base incluye a todos aquellos que representan un peligro inmediato a sectores progresistas y atrae, por su irreverencia y radicalismo, a elementos extremadamente ultraderechistas, incluso para los estándares típicos de la política norteamericana.
¿Acaso Trump es un nuevo Hitler? A pesar de lo común de la comparación (por ridículo que parezca) y de la evidente implicación del supremacismo blanco en el apoyo a Trump, es imposible hacer este juicio. La estrepitosa caída de su gobierno, su tardía censura y el ser despojado de su poder son elementos que se suman a uno más que evidente, Donald Trump tiene 75 años. Ni ha sido, ni será quien presida un régimen auténticamente totalitario específicamente basado en teorías demenciales como Hitler (aunque lo haya intentado). Sin embargo, la posición de Trump en diciembre, así como su censura unánime por los grandes actores políticos y económicos en la sociedad norteamericana le deja como legado a la política de su país un movimiento, todavía amorfo y falto de coherencia interna, pero con un enemigo relativamente claro, y con una base gigantesca.
Si la situación económica y política de los estados Unidos empeora durante el dominio demócrata, el legado de Trump no se verá dañado. Será, por el contrario, un arma incalculable para los órganos del poder, como lo fuera el NSDAP en la Alemania de Weimar, cada vez que un movimiento obrero o izquierdista quiera emerger. Estados Unidos entra a la tercera década del siglo con un movimiento tan amenazante como lo fuera el nazismo pendiendo sobre su cabeza cual espada de Damocles. Y la respuesta de la sociedad es, como no puede ser de otra manera, inmediatista. La situación sí parece ser, en este ambiente de creciente enfrentamiento, visiblemente parecida a la de la República de Weimar, como señala el analista Walden Bello (2021).
Mientras la extraña sensación de desamparo parece arrasar con el espíritu de la nación norteamericana, aún queda pendiente la vindicación demócrata ante estos eventos, que pueden extenderse más allá de la toma de posesión de Biden el 20 de enero. Sin embargo, esto no será la restauración de una democracia que está corroída por todos los actores implicados. Si acaso, el bando vencedor sumará agravios, no lo suficientemente mortales, al bando contrario, y la receta del desastre, preparada con dedicación, estará lista. Tras 400000 muertos a causa de la Covid parece absurdo pensar que la tragedia aún está por pasar, pero lo dicho, esta vez se invirtieron los roles y la farsa es el preludio.
Referencias
Bello, W. (2021). America has entered the Weimar Era. Foreign Policy in Focus. Link
Edmonson, C. (2020). McConnell Blocks Vote on $2000 checks despite G.O.P pressure The New York Times. Link
Trevelyan, L. (2021). US Congress in turmoil as violent Trump supporters breach building. BBC News. Link
Wacket, M. (2021). Germany has reservations about Trump Twitter ban, Merkel spokesman says. Reuters. Link
Foto por Joshua Sukoff