Uno de los descubrimientos fundamentales realizados por la investigación filosófica (y vivencial) que sobre el problema de la existencia humana efectuara Søren Kierkegaard fue el carácter paradójico de la existencia misma.
Existir consiste en enfrentarse a posibilidades, pero al no poder elegir entre ellas (pues resulta imposible construir un criterio racional de elección, y todas las posibilidades, bien vistas, tiene un mismo “peso” ontológico), la existencia se sitúa al borde mismo de la inexistencia.
No se puede elegir no existir, pues se existe de facto, pero tampoco se puede realizar este existir. Y aparece aquí el sentimiento concomitante de la angustia. Del mismo modo que Abraham tiene que elegir entre obedecer o no a Dios respecto al mandato de matar a su hijo, así se encuentra el hombre respecto al problema de su existencia, y del mismo modo que Abraham, sólo podrá relacionarse con el “misterio” de la vida, con su carácter incomprensible -por paradójico- mediante un acto irracional (de fe en este caso).
Kierkegaard descubrió una fisura por donde el misterio penetra en el seguro y compacto mundo racional que el hombre se construye, intencionalmente “habitable”. Y la Academia es uno de estos mundos habitables desde el logos. Mundo intramuros, mas cuando el “profesor” quiere ser además “hombre” (y hacerlo extramuros es fácil), comienza por descubrir fisuras en estos muros aparentemente tan sólidos, y termina por descubrir que tales Murallas son de humo (es decir, estructuras mentales).
Sólo entonces es un hombre pleno, y sólo entonces puede enseñar (si no doctrinas, al menos humanidad).