Foto por elCarito
Es de sangre la mar extranjera.
Nadie ama ni perdona, sino nuestro país
(José Martí, 1894)
Del carajo, tuve una muy buena oportunidad. La mejor. Una ocasión coyuntural.
Salí elegido entre mil quinientas ochenta y siete personas, vía Twitter (no sé cómo pasó, en qué lugar se enamoró de mí, porque no tengo cuenta en Twitter) para hablar con el Presidente de la República. Si me hubiera tocado Fidel Castro “en vida” -y nótese que digo “en vida”- quizás me hubiera echado hacia atrás, y ni Twitter ni un cojón. Hablar directamente con el Comandante no hubiese sido fácil para mí, lo admito con todo el fervor revolucionario y la convicción profunda que no me caracteriza.
Cuando llegó la notificación no lo pude creer. Le dí un beso a mi novia, que es roja a morirse, y avisé a todos mis amigos. Primero a los disidentes. Hago un paréntesis aquí para decir que algunos se “apuntaron” para hablar con él, y también digo que noté cierta envidia de la mala por parte de algunos de ellos.
Avisé también a los neutrales, que son lo que regularmente viajan y son parte de negocios no estatales y tienen novias viejas, quiero decir, del Viejo Continente.
Más tarde notifiqué a los comunistas. Esos tres solo gruñeron y abogaron por que fuera sólido en mis argumentos. El Presidente me había dado la posibilidad que ni siquiera ellos habían conseguido.
Correcto. A mí también me resultó un poco raro.
Entonces, me dieron una lista que apunté en mi teléfono celular con sus agradecimientos. Me pidieron que le confirmara al gobernante que ellos estaban incondicionalmente a favor de todas las medidas llevadas a cabo bajo su mandato. El mandato del pueblo.
Mis amigos disidentes se grabaron todos juntos en una olvidada calle de lo último del Cotorro, donde continúan reuniéndose de manera clandestina. Cada uno de ellos profesó sus ideas en un tiempo record de diez segundos per cápita:
«Elecciones libres. Partidos políticos. Decreto 349. Ley Mordaza. Secuestros. Los regulados. Etecsa. Dictadura. Lo innegociable de la libertad. El verdadero bloqueo. El singaíto de Donald Trumpo es un singaíto. La infladera de datos nacionales. La ausencia de Criollos. Café. Jabón. Puré de tomate. Papel sanitario. Planchao. ¡Basta ya!!! Nuestros médicos secuestrados. #Nosomoscontinuidadniunmojón»
Me hicieron llegar el video. Me tengo prohibido verlos.
Los neutrales no me dejaron dicho nada. Ellos consideraban que todo estaba bien mientras los dejaran viajar y resolver la pacotilla.
Llegó el gran día. Me bajé del carro que me recogió en casa y puse los pies en el Consejo de Estado. Un Coronel me saludó con marcialidad y me pidió identificación, poniendo una leve sonrisa en su boca. Cuando llegué a la oficina octogonal, el Presidente estaba sentado en una butaca de mimbre fumándose un Criollo «¿El presidente fuma?» Lo supe por el olor. Ese olor que no tiene, me atrevo a decir, ningún otro cigarro en el mundo.
El Ministro de Economía lo reconocí al momento, no deja de salir en la televisión; comía su dieta mediterránea de las tres. «Hola, ¿qué tal?», me saludó como si me conociera de toda la vida. Yo asentí con la cabeza. Tras una puerta de cristal observé al Vice Ministro de Cultura practicando puñetazos con un saco de boxeo, ¿quién no conoce al samurái? Mirando la ventana estaba Leori Zenchás – ¡que gordo más rastrero! – gritándole a alguien de al lado de allá del móvil que bloqueara el blog Los mancebos del caguairán, coincidentemente, el de mis amigos comunistas. Acto seguido realizó otra llamada y empezó a darle el berro a otro de sus funcionarios por permitir una peña de mis amigos disidentes. Logré escuchar varios de sus nombres falsos.
El Presidente alzó la vista, escachó su cigarro contra el cenicero de cristal de bohemia y les pidió a todos que salieran. El Vice Ministro fue el último en atravesar la oficina. Se quitaba sus guantes cuando pasó justo delante de mí. No olía a sudor, sino a un rancio aroma alcohólico, a roble seco. Cuando estuvimos los dos solos, se paró de su asiento, caminó hacia mí y me abrazó. «Aquí está», dijo y me dio un sobre lacrado con el sello presidencial.
«¿Qué es esto presidente?»
«Me puedes llamar Leguím, estamos solos».
«¿Qué es esto… Leguím?»
«Tu caso ha sido estudiado. Cuando llegó a mis manos lo primero que pensé es: perdimos una batalla, pero no la guerra, eso nunca».
«Perdone… señor Leguím, pero no le entiendo».
«¿Quieres algo…agua, té, café, Coca Cola?»
Caramba, pensé: hace días que no fumo. Realmente lo que quisiera es un cigarro… «Criollo», dije.
El Presidente sacó una caja de uno de los bolsillos de su pantalón y me la dio. La abrí. Intenté sacar un cigarro y del nerviosismo se me cayeron tres al suelo.
«Seré breve, tengo una agenda apretada». El Presidente hablaba bajo y su voz era pausada, pero ronca. Miró su reloj, que es bien bonito y continuó:
«Ahora mismo deberías estar de camino a cumplir tu sanción por, digamos, relacionarte con elementos contrarrevolucionarios, conspiración, traición a la patria o cualquiera otro de los delitos conexos en una prisión, la más lejos de La Habana, si fuese posible».
Sacando la cuenta de la cantidad de años que todos esos delitos implicaban (unos 30), encendí mi cigarro y todo mi cuerpo se vino abajo por un segundo, pero me había preparado para ese encuentro. La noche anterior había tomado un diazepam, ido al baño tres veces en la madrugada y en la mañana dos, luego me había tomado una pastilla antidiarreica y un buche de sales de rehidratación. Un baño de agua fría y me puse un culero desechable de mi abuela.
«Pero hemos… he –aclaró- hecho una salvedad contigo, y espero que tengas eso en cuenta. Tú no eres un ciudadano común como cualquier otro, al igual que yo. Sé todo lo que piensas, el país que dices querer, tu familia, la enfermedad de tu madre, el sobrino que está por venir, lo que escribes, lo que dijiste y publicaste de ciertas instituciones del Estado, la cantidad de veces a la semana que tienes relaciones íntimas con tu novia, la estima que me tiene tu novia y quiénes son tus amigos».
«Otra vez mis amigos», pensé.
«Si nosotros, o sea, la Fiscalía, el Ministerio del Interior, te procesamos ahora mismo en juicio sumario, yo sé que tus amigos, los otros, pueden intentar revolver esto con sus campañitas de difamación y todas las manifestaciones pacíficas que les han enseñado, pero nosotros sabemos cómo desacreditarlos. Tú sabes que nosotros sabemos». El Presi… Leguím, encendió un cigarro.
Fumaba despacio mientras sentía todo el peso de sus palabras en mis pulmones. Tuve ganas de sentarme.
«No te voy a preguntar cómo sucedió, cómo te nos fuiste de las manos. Los culpables de eso, tus jefes, porque siempre habrá culpables, ahora son víctimas de sí mismos. Solo te voy a preguntar una cosa: ¿Si tú sabías que no podías, por qué lo hiciste, por qué te arriesgaste, sabiendo que tenías todas las de perder a la larga o a la corta?»
Le dí una última calada a mi cigarro y lo escaché contra el cenicero de cristal de bohemia que tenía Leguím en su buró. En una aparente distracción suya, dejé una memoria usb escondida detrás del cenicero. «Que sea lo que dios quiera, de aquí ya no me saca nadie» pensé resignado y le respondí: «Lo que sucede, Leguím, es que hace rato aprendí a vivir sin miedo, y porque tengo veinticinco años y no poseo otra vida que me pueda compensar lo que no he podido, o lo que no me han dejado hacer en esta».
«Bien, muchacho. La defensa es permitida. Te diré lo que haremos contigo. Porque tú serás también parte de nuestro “Pensar como país”». Me miró fijo. «Ahora, cuando salga usted por esa puerta, entregue el sobre que le di al personal que está allá afuera y él se hará cargo de todo».
Yo estaba seriamente confundido y no entendía nada. Pensé que había sido llamado por una suerte de providencia y el Presidente quería escuchar personalmente el país que yo y todos mis amigos, disidentes, comunistas y neutrales queríamos ayudar a construir, pero la maldita circunstancia de mi uniforme y mis grados por todas partes eran, obviamente, más fuertes y más grandes que todo eso. Era como llevar la responsabilidad y la voz del país de “los de arriba” en unas palomitas mal pintadas en los hombros y un pedazo de tela, sin embargo, las cosas no suceden así, al menos en este país. Yo era la consecuencia de una nada cotidiana sumisa y adulterada al mismo tiempo, el alcohol de madera que se bebe pensando que es chispaetren. Ya no me importaba preguntarle por qué yo.
«Si no voy a ser acusado, como creo que usted dice, ¿qué pasará conmigo?»
«Tienes solo una opción: Entrarás a formar parte desde ya de una tropa élite que estaremos enviando mañana mismo hacia la Cachemira India como parte de uno de los tratados de colaboración en defensa que firmé hace poco con Narendra Modi».
Casi entré en shock. Perdí la saliva y el oxígeno.
«Si no te sientes libre aquí, aprendiste a vivir sin miedo como dices, y no tienes el país que sueñas, entonces te mandamos a uno que ni existe», dijo el Presidente escachando su cigarro en el cenicero de bohemia y abrió la puerta de su despacho.