Foto por Naitian(Tony) Wang
Yordanka, Rosa, Miguel y yo buscábamos salir de La Habana y encontramos refugio en Pueblo Griffo —ya no recuerdo si Nuevo o Viejo—, un reparto de lo que ha sido para Miguel y para mí, sin duda alguna, la provincia más hostil que hemos visitado, Cienfuegos.
Su malecón, desde la distancia, parece una maqueta perfecta, de esas que los padres confeccionaban para el 100 de nuestro expediente escolar en «El Mundo en que Vivimos». Caminando junto a la bahía, perdidos en la sólida estructura que es el muro de su Paseo Marítimo, la ciudad nos deslumbraba, todo el brillo de la moda centrosureña pegaba nocaut a nuestras retinas.
—Aquí la gente es puro brillo, le decía a Rosa mientras intentaba encender un cigarro con el resplandor de una blusa reventada en tachuelas de colores. Rosa, que nació, ama, y se enorgullece de ser cienfueguera, pero más de vivir en La Habana, afirmaba que los únicos habaneros que sentían que su ciudad les era hostil, éramos Miguel y yo.
De Pueblo Griffo solo conocíamos la posible leyenda de ser una zona más olvidada de lo que Rosa nos decía que era. Un «pueblo pila, un reparto pluma», el edificio que nunca se caerá aún cuando no queden coches tirados por enclenques caballos que nos lleve hasta el parque Villuendas, un parque que creo, aún por aquellos años, tenía empotrado en su centro el busto del benefactor y héroe equivocado. El centro de ciudad, el arco de triunfo de la República, la Asamblea Provincial, el muelle real y las mejores piñas coladas que me he tomado por 10 pesos en moneda nacional. El estadio donde se juega uno de los mejores fútbol de la Isla.
Del edificio, al apartamento, del apartamento, a un cuarto donde aún, más de 20 años después, colgaba de la misma pared el mismo ventilador que refrescaba a la Rosa bebé en las escasas horas de luz eléctrica del Período Especial punto 1.
¿Por qué nos era hostil? La gente nos miraba con desprecio o eso percibíamos Miguel y yo. Íbamos a comprar cigarros sueltos a varias casas del barrio y nos miraban de arriba a abajo y con las puertas abiertas y la mercancía —todo tipo de mercancía— a nuestra vista, cajas y cajas de Criollos, nos decían que no, no vendemos cigarros. ¿Resultado? Teníamos que ir a comprarle a un viejo mugroso que nadie, ni en sus últimas opciones, supimos después, le compraba. Tuvimos que caminar casi un kilómetro para paliar nuestro vicio.
¿Por qué hostil? Nos preguntaban de dónde y decíamos «de La Habana». Perdón: decíamos «del Vedado» y ellos nos respondían que todo habanero afirmaba ser del Vedado. Quizás fue la época del año, nuestra irreverencia perezosa y noctámbula o nuestro arquetipo de conquistadores de bares, discotecas y empaladores del brillo.
Salimos de Cienfuegos un día a las 4 de la mañana. La estación de trenes era un concretera desplazada de sus funciones, uno de esos sitios donde sabes que para lo único que puede servir, es para eso, una concretera.
Pudimos comprar los tickets la noche anterior. El tren lechero, le decían, con destino a Santa Clara, salía a las 5. El viaje duraba una hora. Hacia frío y para no congelarnos en los asientos de la concretera –Rosa y Yordanka dormían agarradas a las mochilas encima de las sillas—, salimos en busca de café.
«En la esquina, mi ambia» nos respondió un travesti con unas tetas increíblemente grandes y bien puestas que se arreglaba el cinto del short que escondía bajo el vestido, también de tachuelas de colores.
Esa esquina, donde nos tomamos 5 pesos de café cada uno, era al parecer el Priorato de los travestis de aquella ciudad. Al llegar nos miraron raro. Pude ver que uno de ellos se tocaba un bolsillo de su pitusa, otro se relamía mirando a Miguel, otro sacaba un cigarro mientras se tocaba los huevos, luego me exigió encenderlo, por mí mismo.
—¡Hay niños, no! Estamos jodiendo con ustedes, que se ve que no son de aquí. ¿De dónde son? Preguntó un moro teñido de rubia.
«Miguel, no vayas a decir que del Vedado, que estamos fritos», pensé.
—Eh, de La Habana —dijo Miguel.
—¿De qué parte de La Habana, mi tocororo macho?
Casi se me cae la tasa de las manos a causa de la risa, tuve que aguantarla. El café me salpicó en la cara, aún estaba caliente.
—Me llamo Miguel —le dijo mi socio después de pedirle a su interrogador, presidiariamente, un cigarro de los suyos—. Y somos de San Miguel del Padrón, de la Corea. Lo que estamos regresando pal’ gao. Ya terminamos de cumplir.
«¿De cumplir?», pensé. ¿Qué carajo quiso decir Miguel con cumplir?
—Ustedes no parecen haber salido del tanque —dijo un tróculo mulata sentado en un taburete a la vez que se pintaba las uñas.
«¿Pero tú te volviste loco?», intenté decirle algo al Miguel, pero ya se había metido en el personaje.
—De Boniato, en Santiago de Cuba.
Un pelirrojo —sí, un pelirrojo travesti— con una cicatriz en la frente, se paró de la acera de inmediato, se le quedó mirando por varios segundos a Miguel y hasta que Miguel no aspiró de su cigarro, el travesti no le preguntó:
—Bola e’ churre, el carcelero cojo, ¿sigue allí?
Yo metí la mano en uno de los bolsillos de mi pantalón y estrujé mi caja de cigarros.
—Dime, chama —el travesti pelirrojo se le acercó tanto que parecía le iba a dar un boca a boca. Miguel dio un paso atrás, los demás travestis se pararon y nos rodearon en una herradura hormonal. Yo me pasé la mano por la frente todavía con la caja de cigarros en la mano. Un travesti se subió el vestido y dejó ver una horda de pelos con una espada sin empuñadura. ¡Cojone, el nudo Gordiano!, pensé. En eso se apareció Rosa en la esquina y nos gritó que el tren ya iba a salir.