El hallazgo de la ciencia como un método efectivo de investigación de la naturaleza, ha resultado en una propaganda elocuente que oculta su verdadero carácter específico. La propia actividad científica, aun cuando se muestra como un campo aparentemente en vías de exploración y con resultados concretos, mantiene sobre sí algunas miradas de incertidumbre. La particularidad antes señalada, transita por los senderos de aquellas concepciones que ofrecen argumentos acerca de la institucionalización de lo científico y lo técnico. Esta institucionalización, implica la manera en que, de forma simbólica, lingüística y práctica, la ciencia atiende a “su capacidad de orientar la acción, y la tradición cultural en su conjunto, como una cara de la creciente racionalidad de la acción social”[1], o sea, su manifestación como ideología.
La implementación de la ciencia y la técnica depende de una serie de estrategias mediante las cuales, se establecen modelos tanto conductuales como racionales. Esta situación viene dada por el proceso de construcción de nuevas estructuras que expresan el desplazamiento de viejos cánones y la instauración de figuras más acordes a intereses y necesidades sistémicas.
La presentación de estas dos esferas sociales como un recurso político furtivo, da al traste con la magnitud de la metamorfosis tecnológica y el marcado ritmo del proceso productivo, lo cual posibilita disimular la presencia de relaciones de subordinación. Esta reflexión es manejada por Habermas en el establecimiento de su teoría crítica respecto al estudio que hace Marcuse en su lectura de la obra weberiana. En su intento de explicar los nuevos caracteres del capitalismo, Max Weber introduce el concepto de racionalidad como un objeto estándar que se expande a todas las aristas sociales. La consideración de Marcuse estriba en que este objeto penetra tanto en el ámbito de lo social, que termina dictando relaciones de organización y de toma de decisiones. El punto de vista que encierra esta idea deja abierta la puerta a una nueva variante de las formas clásicas de dominación. Esta convicción explica el movimiento en que las fuerzas productivas han evolucionado sus propias leyes objetivas, al punto que el desarrollo de la actividad científica y técnica se encuentra en la base de la estructura que sostiene las relaciones de producción.
Llegado a este punto, el empleo de accesorios y artefactos tecnológicos revela otro de los procesos desde el que se manifiestan las implicaciones de lo político asentado desde lo cultural. Con la proposición de un supuesto perfeccionamiento de la vida humana, el uso de lo tecnológico actúa como una cortina de humo a la dependencia y a la limitada autonomía que genera. Es así como, con vista a elevar los niveles de bienestar y productividad, la colectividad termina por aceptar como legítimo este modelo invisible de dominio, convirtiendo este fenómeno en uno de los condicionantes de las sociedades postmodernas.
Lo que llena de madurez esta nueva visión, es que, al entender de Habermas, solo la interpretación de Marcuse se desmarca de las anteriores concepciones gracias a las rutas que emplea para explicar el papel de la racionalidad científica en el capitalismo contemporáneo:
“(…) la ciencia, en virtud de su propio método y sus conceptos, ha proyectado y fomentado un universo en el que la dominación de la naturaleza queda vinculada con la dominación de los hombres, lazo que amenaza con extenderse como un destino fatal sobre ese universo en su totalidad”.[2]
Por tanto, la ciencia se alza como una fuerza real en virtud de la que gira el aparato social y por ende la dirección del progreso.
Pero lo que recalca Habermas, como la pretensión final de Marcuse, termina por ser una hipótesis inconclusa en una constelación mayor. Habermas, manteniendo la tesis que explica la doble función del progreso técnico científico (como fuerza productiva e ideología), propone un marco de referencia distinto sobre el que alzar su fundamentación.
Los sistemas sociales del capitalismo y la acción racional de sus subsistemas remiten a un proceso de constante institucionalización tanto de los apartados concernientes a formas de producción como de las cuestiones cívicas. Esta experiencia funciona como premisa para que la acción instrumental o racionalidad estratégica se muestre como condicionante de cada una de las instancias sociales: “la organización del trabajo y del tráfico económico, la red de transportes, de noticias y de comunicación, las instituciones del derecho privado. Surge así la infraestructura de una sociedad bajo la coacción a la modernización”.[3] De ahí que las nuevas estructuras, al tiempo que sirven como epicentro de crítica a la legitimidad de las tradiciones precedentes, recalibran las relaciones de poder para las nuevas circunstancias.
Según alerta Habermas, la puesta en marcha de estas operaciones tiene como corolario que el progreso de la sociedad este pautado por el perfeccionamiento científico y técnico, lo cual impulsa el asentamiento y consolidación de lo que la comunidad académica reconoce como tecnocracia. El fundamento básico de esta forma de dominación se establece sobre la base de una difracción de la esencia del objeto político. La ciencia y la técnica se presentan como ídolos culturalmente aceptados, que incluyen categorías y prácticas de subordinación basadas en la autocosificación del individuo. En muchos casos este disfraz, es el que lleva a grandes compañías y empresas al trazado de estrategias según las cuales hacen valer de modo permanente, esta forma privilegiada de enajenación: “(…) las sociedades industriales avanzadas parecen aproximarse a un tipo de control del comportamiento dirigido más bien por estímulos externos que por normas”.[4]
Con la institucionalización de la ciencia y la técnica, el ámbito de la política le proporciona una nueva experiencia a la realidad social. La irrupción de este proceso provee al mundo político, de un recurso que, sin grandes esfuerzos, neutraliza el análisis crítico y mantiene la esencia de sus propósitos. Gracias a este brío, la ciencia, como un producto históricamente construido, ofrece de forma intangible en cada época, los criterios suficientes para lograr legitimar los sentimientos de dominación a nivel colectivo desde la satisfacción de necesidades. De este modo, la zona de conflictos que Habermas refiere depende de un movimiento que estimule el reconocimiento y la crítica de las nuevas disposiciones sobre las que versan la actividad científica y técnica como ideología.
Notas
[1] Habermas, Jürgen: Ciencia y técnica como ideología, Traducido por Manuel Jiménez Redondo En: Ciencia y técnica como ideología. Editorial Tecnos, Madrid, 1986, pág.54
[2] Ídem.pág.60.
[3] Ídem.pág.78.
[4] Ídem.pág.91.