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Joker: Folie à Deux. Sobre la mediaticidad de la locura

Una película que revela la condición cristalina de la verdad, la putrefacción del mundo detrás del muro ideológico. Como película del universo DC, es un fracaso; como crónica de lo real, es un éxito.
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Nunca he entendido cómo se puede pasar orgánicamente de una acción dramática a un musical. Por regla general, las exigencias de la vida se inclinan más hacia la reflexión trágica que hacia el divertimento de la música. Acaso, y solo acaso, tendría sentido si drama y música fueran procesos mentales. Ahí, en el reino absolutamente libre de la mente, el concierto de lo real se ciñe a los antojos del inconsciente: el dolor se canta y la alegría se llora. En suma, un musical, como producto fílmico, solo puede describir la locura.

Afirmaba Erich Fromm que los locos son los verdaderos cuerdos, pues superan los convencionalismos y represiones de la sociedad para vivir una vida auténtica. La risa, como complemento de la locura, también implica libertad. Un chiste, que por su naturaleza freudiana implica evasión de censura, se convierte, en manos del loco, en una herramienta política.

Joker: Folie à Deux, del director Todd Phillips, es una de las películas más polémicas del año. Representa, justamente, el universo de la locura, la risa y la evasión. Por otra parte, también representa las aspiraciones de un público que pone en el Joker las esperanzas de encarnar un significante abstracto de heroicidad. Dicho significante busca ser llenado con cualquier conspiranoia que, como la risa, constituye un mecanismo de evasión de censura y de fuga respecto al orden existente.

El Joker, como figura antagónica del universo DC, representa la evasión de censura y, en suma, la superación del contrato social. Mientras que Batman es orden, cumplimiento de la ley, el Joker es la libertad absoluta y el universo caótico que se despliega ante tal. Joker es principio del placer, es la vida en el cuerpo, impulso y satisfacción en relación directa. Batman es restricción, es orden, es principio de realidad, es la negación y el retraso del impulso. Batman remite a la ley, es el contrato social hecho carne; el Joker es su ruptura, o quizás la evocación de un pasado en donde nunca existió.

Por ello, el meme “no lo entenderías”, que muestra a un Joaquín Phoenix demacrado y sardónico, representa un significante vacío de rebeldía que cualquier joven puede llenar con su visión sesgada y paranoica del mundo. Negar la posibilidad del Joker es suprimir ese pequeño Parnaso en donde otro mundo, otro orden, sin importar su estupidez, se hace posible. Traicionar al Joker es, por tanto, el fracaso de la trama: porque a nadie importa su envés. El soporte material de nuestro Guasón, el loco doliente de Arthur Fleck, importa tan poco como el ejército de zombis de fentanilo. Porque, ¡Dios lo quiera!, ¿quién va al cine a preocuparse por la realidad?

Expongamos la trama dramática y revelemos cómo se produce este embuste al espectador. Arthur es un preso más. La película no comienza con el Joker en su frenesí anárquico, sino con un paciente concreto, un loco que carga sus excrementos como un peso kármico de vidas pasadas. Si la primera película fue el orgasmo, el frenesí homicida, la promesa cumplida de descarga, la segunda es el tedium vitae que sigue a todo orgasmo, es el momento de la autocrítica y el asco, es la autoexposición y el martirio de las consecuencias del éxtasis.

Según su psicóloga, Arthur vive un trauma de la infancia que ha provocado una fragmentación de su personalidad, por lo que erige un Guasón como escudo. Desde este punto de vista, y una primacía de lo externo, el Guasón le precede, es el verdadero ejecutor de la acción dramática, el loco Arthur es solo un relleno entre escenas. Pero el tempo del filme es este tempo dramático y autorreflexivo, no de acción.

Las ilusiones de un Guasón devastador mueren al revelar, entre otras cosas, que la película que le precede no es tal, sino que forma parte de la trama, y nunca existió en la realidad. Existió un Arthur Fleck real, que cometió esos crímenes, pero lo que conocemos como Joker I es la representación fílmica del tema. Con la inclusión de este metarelato, el director revela su traición: la construcción del héroe, del “no lo entenderías”, nunca existió. Existe, como siempre, solo el loco real, un loco que carga con el peso de una leyenda que le supera.

Pero la genialidad del metarelato genera una consecuencia fundamental. La división Joker-Arthur, y las consecuencias que ello implica, se reproducen tanto dentro del filme como fuera: las personas quieren ver al Joker, el agente revolucionario abstracto a ser llenado de contenido, él es lo mediático, porque en él puede el público salir de sí para soñar el cambio; Arthur, que es el sujeto real, aquel que, a diferencia del público, sí carga con las consecuencias de la transgresión, carece de importancia. Resulta, ¡vaya casualidad!, que el mundo acontece de manera que cada transgresión tiene su consecuencia, de ahí que la exigencia moral de la empatía y compasión no sean cosas que el público vaya buscando al cine: ¿para qué?, el propio existir es el arrepentimiento, no hay que pagar para revivir un trauma en el cine.

Como la primera parte es una película dentro del filme, funciona como tal, e hipertrofia el momento sublime de la catarsis en detrimento de las consecuencias. Pero Arthur es el antihéroe real del matricidio, es la ruptura del pacto social. La mente del loco se siente sola, no hay espacio para cantar. Harleen «Lee» Quinzel (Lady Gaga) representa el garante de una vivencia intersubjetiva. Lee no se siente sola por primera vez cuando observa el asesinato del presentador por parte del Joker. Encontrar al otro rompe la barrera solipsista de la locura, permite que el universo alternativo al contrato social sea externalizable y realizable. La música es el espacio de catarsis que externaliza en dicha la posibilidad abstracta de realización de un proyecto. Pero es, por otra parte, el deseo de trascendencia que brota al conocer la posibilidad de ejecución por sus crímenes.

Pero las canciones no son reales. De hecho, una agudización de los episodios de locura implica cantar más. Cantar es aquí una catarsis telepática. Lee es parte de él, la asume como antena de proyección de la locura. Lee también es real, es ambas cosas, fantasma y realidad. Lee es el vínculo, es la “semi-locura”, el puente entre los desvaríos de un loco y una posibilidad real de edificación de un proyecto. “Hagamos una montaña de una colina”, nos dice Harleen, y con ello promete un futuro sin consecuencias a la locura.

El proceso judicial, con todo el circo que conlleva, presupone para Arthur la posibilidad de curación. Ese es el objetivo de su abogada: exponer el trauma, evocar la piedad del jurado demostrando que un episodio de locura, que un desliz es posible si se renueva el contrato. Pero Arthur quiere trascender, por eso complace a Lee y se convierte en su propio abogado. El proceso judicial ya no busca redimir a un loco, se convierte en el manifiesto político de nuestro héroe, abstracto rompedor de cadenas. Pero el mundo heroico del primer filme no existe, el Joker de Folie à Deux es patético, es la justificación de una transgresión, sin lentejuelas ni fanfarrias, que rápidamente es devorado por un orden monolítico cuyo epítome es una corte de justicia.

El Joker, la risa sardónica del “no lo entenderías”, se rinde ante el peso de la realidad: confiesa Arthur que su segunda personalidad no existe, que solo es un niño abusado que un día decidió explotar. Con la confesión —y he aquí lo brillante del guion—, lo abandona tanto el público del jurado como el del cine. “¡Maldito seas, Todd Phillips!, yo vine al cine a garantizar mi catarsis, a descargar en el frenesí anárquico del Guasón todas mis pulsiones contenidas, toda mi indignación hacia una sociedad que controla mis impulsos”. Pero Arthur no es el Guasón, es un loco de mierda a quien nadie importa. Es el soporte material de una justicia vacía de significado, que el espectador exige sea sacrificado en pos de su catarsis.

“Ese maquillaje de payaso no te hace mejor que nosotros, Arthur”, le espeta el celador. Todos vivimos la farsa del contrato, todos encontramos episodios de descarga menor: evadir impuestos, patear a un perro, ser infieles. Arthur no es mejor que ellos. Si se piensa que a la sociedad le vale un bledo el asesinato de seis personas, entonces no entendió cómo funciona realmente. Solo en el remanso de la primera película, ficción dentro de la ficción, puede el Joker salir impune de su peregrina rebeldía. Pero el segundo filme es un realismo sucio, un reflejo fiel de la realidad: es ese Nueva York, centro de un imperio en descomposición, en donde las transgresiones de un Snowden y un Assange no son permitidas.

Réquiem por el loco, por ese hombre real e irredento, que no tiene espacio en la fábrica de fantasías de Hollywood. Con Joker: Folie à Deux, el director traiciona a su público y a su industria. Revela la condición cristalina de la verdad: la putrefacción del mundo detrás del muro ideológico. Como película del universo DC, es un fracaso; como crónica de lo real, es un éxito. La muerte del héroe es el signo de nuestros tiempos. Estados Unidos, que nunca ha pedido perdón, entra en una fase autorreflexiva pero a la vez tiránica: no hay redención para el loco, la ruptura del contrato es la muerte. El Joker, el héroe abstracto, la promesa de ruptura, solo es posible en la ficción mientras funcione con las leyes del sistema que busca derrocar. Después del momento orgásmico, solo quedará un loco que, cargando un cubo de heces, no vale lo suficiente como para conocer su drama en el cine.

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