Hombre frente a una realidad ilusoria

Despertando del sueño de una vida ilusoria

Duden de todo, incluso de lo que se presente como evidentemente certero y necesario, y ejerzan su existencia de la única y mejor forma posible, a saber, pensando ...
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Despertando del sueño de una vida ilusoria

 «¿Alguna vez has tenido un sueño, Neo, del que estabas tan seguro de que era real?

¿Qué pasaría si no pudieras despertar de ese sueño?

¿Cómo sabrías la diferencia entre el mundo de los sueños y el mundo real?«

Morpheus- The Matrix (1999)

Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un aspecto de la vida actual que parece extremadamente novedoso por sus avances agigantados en el mundo de la tecnología, pero cuyo planteo persiste desde Platón hasta nuestros días, a saber, la realidad virtual inmiscuida hasta el tuétano en nuestra cotidianidad y la posibilidad de que llegue el día en que no podamos distinguir entre «lo real» y «lo virtual». Para ello tomaremos a uno de los autores que sentó las bases de la filosofía moderna para legarnos un análisis más profundo sobre la naturaleza del conocimiento humano, la realidad y la percepción, a saber, René Descartes (1596-1650). Su obra, en particular el Discurso del Método (1637) y las Meditaciones Metafísicas (1641), ha inspirado numerosas reflexiones y debates incluso en contextos contemporáneos atravesados por avances tecnológicos sin precedentes.

Bien sabemos que en su Tratado del Método, Descartes ofrece un mecanismo para alcanzar la verdad indubitable a través de la duda sistemática (o metódica): «voy a dudar de todos y de todo». Allí nace el famoso dictum «Pienso, luego existo», que tanto hemos oído a lo largo de nuestra vida, pero que raramente nos preguntamos por su crucial significado y sus implicancias en las formas de ser y conocer. Está claro que con esa premisa, Descartes resume su postura epistemológica: la existencia de la mente pensante es la única certeza que no puede ser cuestionada, convirtiéndose así en un punto de partida radical, generalmente conocido como el «cogito», que sienta las bases para su exploración de la realidad y la naturaleza del conocimiento.

Por su parte, en las Meditaciones Metafísicas, Descartes también profundizó en la búsqueda de una base sólida para el conocimiento, enfrentando la famosa hipótesis del «genio maligno» que engaña permanentemente a nuestra mente haciéndonos creer que ciertas cosas son reales o verdaderas cuanto tal vez no lo sean. Esta hipótesis plantea la posibilidad de que todo lo que percibimos, incluso nuestras experiencias más fundamentales, son simplemente ilusiones creadas por un ente malicioso. Sin embargo, queridos lectores, es preciso señalar que para Descartes esta figura no es más que un actor en su procedimiento: argumenta que incluso si fuera engañado por este supuesto genio maligno, el hecho de que esté siendo engañado presupone naturalmente la existencia de algo que está siendo engañado, es decir, la mente misma. Dicho esto, volvemos al corolario principal: la existencia de nuestro pensamiento no puede ser puesto en duda jamás.

Como habrán podido apreciar, estas nociones de ilusión y engaño encuentra paralelismos notables en la gran obra cinematográfica «Matrix», estrenada en 1999, dirigida por las actuales hermanas Wachowski (en ese entonces, hermanos) y representada por el grandioso y buenudo Keanu Reeves (Neo, el héroe y mesías de la saga), Carrie-Anne Moss (Trinity, la heroína y compañera del protagonista), Laurence Fishburne (Morfeo, el mentor y amigo del héroe) y el gran Hugo Weaving (Agente Smith, el más malote de los virus cibernéticos). En dicha obra cinematográfica, la realidad percibida por los seres humanos es una simulación de realidad aumentada generada por máquinas mediante inteligencia artificial, mientras que sus cuerpos se encuentran en estado de latencia en cápsulas, conectados a un generador que cumple dos funciones: alimentar los cuerpos en coma y transmitir a sus mentes eso que ellos creen que es «la vida real». Al igual que en la hipótesis del genio maligno de Descartes, los personajes viven en una realidad virtual, ilusoria, completamente inconscientes de la verdadera naturaleza de su existencia. Evidentemente, la película desafía las nociones de realidad, conocimiento y percepción de manera similar a cómo lo efectúa nuestro amigo francés del siglo XVII.

Otro aspecto crucial de la obra de René (que no es el de Calle 13), es su distinción entre el sueño y la vigilia. En sus Meditaciones plantea puntualmente la posibilidad de que nuestras experiencias en la vigilia sean tan ilusorias como nuestros mismos sueños. Esta distinción preponderantemente borrosa entre el sueño y estar despiertos, cuestiona la fiabilidad de la percepción sensorial como fundamento para el conocimiento en Descartes. O acaso no me van a decir, amigos míos, que jamás tuvieron un sueño que pareció tan real que dolió incluso cuando abrieron sus ojos. Pues bien, en Matrix esta distinción se desdibuja aún más, puesto que los personajes experimentan una realidad virtual que es tan convincente que es prácticamente indistinguible de la realidad física fáctica. La película desafía incluso la noción misma de lo que constituye la realidad objetiva, planteando preguntas profundas sobre la naturaleza de la percepción y la experiencia humana.

Visto este pequeño paralelismo entre los conceptos de Descartes y la película precitada, es preciso señalar que en el contexto actual, atravesado por avances tecnológicos como la exploración de la simulación y la inteligencia artificial aplicado a casi todos los quehaceres posibles, se añadirá otra capa de complejidad a nuestras reflexiones filosóficas. Pensadores como Nick Bostrom, bautizado por el New Yorker como «el filósofo del fin del mundo», ha planteado la posibilidad de que vivamos en una simulación computarizada creada por una civilización avanzada: esta idea, bastante conocida como la «hipótesis de la simulación» resuena con las preocupaciones de Descartes sobre la ilusión y el engaño en la percepción humana. La creación de la inteligencia artificial también plantea preguntas sobre la naturaleza de la conciencia y la mente, retomando debates que vienen resonando a lo largo de la historia de la filosofía hace milenios.

Ante lo precedentemente anunciado, es momento de preguntarnos: ¿La realidad virtual es realidad, efectivamente? Muchos dirán que no, que si bien las personas pasamos varias horas al día conectados a las redes sociales, disfrutando o mostrando cosas que otros o nosotros hacemos, la facticidad de la realidad tiene más que ver con el mundo de los sentidos en contacto con esa «res extensa» de la que nos hablaba René Descartes, a saber, la «naturaleza», el mundo de las cosas tangibles. Pero ahí surge un problema, puesto que aquellos que experimentan a diario el uso de las redes o de dispositivos de realidad virtual aumentada declaran «sentir» cosas mientras se encuentran en dicha interacción. Aún más, y concretamente, los chicos que sufren ciber-acoso no parecen encontrar distinciones entre el dolor que les produce un comentario, una foto de ataque o un chiste de mal gusto y el dolor de una cachetada hecha y derecha del «mundo material» (con o sin anillos, da igual para el ejemplo).

Es evidente que vivimos en tiempos de conexión total con «esa otra» realidad, a la cual ya no podemos categorizar de «ficcional» o separada del plano de nuestra existencia fáctica. Si está bien o mal, lo analizaremos en otra oportunidad, pero todos sabemos que es cierto que hay seres humanos que han decidido vivir su vida como un avatar de una vidriera virtual: cuelgan sus fotos de absolutamente todo lo que están haciendo con la mejor de sus sonrisas; notifican al mundo entero de sus comidas, viajes, travesías, incluso sienten la imperiosa necesidad de mostrarse haciendo ejercicio ya sea en un gimnasio o al aire libre buscando desesperadamente la aprobación virtual traducida en likes o comentarios favorables de alabanzas triviales y banales. ¿Es mejor un abrazo? ¿Conviene más un diálogo decente cara a cara en un café? ¿Es más real el vínculo interpersonal atravesado por la dedicación, el cariño y la empatía? Fácilmente, ustedes, amigos lectores, me dirán «sí!, claro que sí». Pues bien, no se estaría notando: recuerden que cuando surgió internet masivo para el consumo hogareño, todos pensábamos que podía servir como un medio para evadirnos de un mundo atosigador. Hoy es el mundo, con sus vientos, sus lluvias, sus olores y sabores, sus paisajes y, lo más importante, su gente real, nuestra gente, el lugar indicado para poder eludirnos de la ilusión virtual que al parecer se ha convertido en un vicio hedonista intelectual, sino existencial.

En conclusión, sigamos los pasos del gran René, quien desde el siglo diecisiete nos da uno de los mejores consejos de la historia de la humanidad: duden de todo, incluso de lo que se presente como evidentemente certero y necesario, y ejerzan su existencia de la única y mejor forma posible, a saber, pensando, ejerciendo el pensamiento, puesto que es el camino indicado para transcurrir en una vida finita, tristemente corta, que reclama a gritos tener sentido alguno en un mundo que nos quiere convencer de todo lo contrario. ¿Por qué será?

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