Ilustración: Ivana Calamita.
Ilustración: Ivana Calamita.

¿Por qué leer a Italo Calvino?

En el centenario del nacimiento del escritor italiano Italo Calvino (1923-1985), la revisión de algunas de sus principales obras confirman una producción multifacética y sorprendente. En esta, una de las trayectorias intelectuales más relevantes del siglo XX, es posible confirmar, siempre, la confluencia del Calvino lector y escritor pero también del editor.
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¿Quién ha dicho que este autor tenga un acento inconfundible? Al contrario, se sabe que es un autor que cambia mucho de un libro a otro. Precisamente en estos cambios se reconoce que es él. Pero aquí parece que no tiene nada que ver con todo lo demás que ha escrito, al menos por lo que se recuerda.

Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero

En una entrevista que tuvo lugar en Palermo, en setiembre de 1984 –exactamente un año antes de su muerte-, Italo Calvino afirmaba: «Yo soy, sobre todo, un escritor de cuentos más que un novelista, de allí que una lectura que ciertamente me ha influido desde la adolescencia misma, hayan sido los cuentos de Edgar Allan Poe. Si hoy tuviera que afirmar quién fue el autor que de modo más decisivo influyó en mí y no solo del ámbito americano sino en sentido absoluto, diría que es Poe, porque es un escritor que, en el límite del cuento, sabe hacer de todo (…) Por eso es que se pueden trazar líneas que vinculan a Poe, por ejemplo, con Borges, o con Kafka: se pueden trazar líneas que no concluyen nunca» (Mi ciudad es Nueva York, en Calvino, 2012, traducción del autor).

Una vez más, también en estos últimos tiempos, los años finales de la vida del gran escritor italiano, lo que Calvino lee, escribe y edita vuelve a encontrar un solapamiento que, ya sin sorprender, se vuelve indispensable asumir para comprender más cabalmente la proyección intelectual –y también la especificidad única- de su figura.

En efecto, el año anterior a la entrevista citada, Calvino compendia y prologa, en dos volúmenes aunque esta vez publicados por Mondadori –Einaudi se encontraba atravesando una crisis- los Cuentos fantásticos del siglo XIX. Su Introducción es, tal vez, el último -y seguramente en buena medida por eso- el más cabal testimonio consagratorio de la tesis que ha guiado este recorrido calviniano. Allí, el escritor explicita no solo el porqué de vérselas con el género, sino que además postula las razones editoriales que dan sustento a esta antología que lleva su inocultable impronta.

En lo que podría considerarse un anticipo de Por qué leer a los clásicos (publicado póstumamente), Calvino justifica en primer término su lugar de lector al definir qué tiene de “clásico” su objeto de estudio:

“El cuento fantástico es una de las producciones más características de la narrativa del siglo XIX y una de las más significativas para nosotros, en el sentido de que nos dice más cosas sobre lo más íntimo del individuo y sobre los símbolos colectivos. Para nuestra sensibilidad actual, el elemento sobrenatural, en el centro de la trama, aparece siempre cargado de sentido, como una rebelión del inconsciente, de lo reprimido, de lo olvidado y de lo alejado por nuestra atención racional. En esto se muestra la modernidad de lo fantástico y en la razón de su mismo éxito en nuestra época” (Calvino, 2006, p. 141).

Luego, esta Introducción deja en buena medida al descubierto, mucho del Calvino escritor o, al menos, de una de las que fue siempre su preocupación constante a la hora de pensar la escritura: la de la relación entre esta y la realidad y, más específicamente, el lugar desde donde se (él) escribe: “Donde el cuento fantástico nace es en el propio campo de especulación filosófica entre los siglos XVIII y XIX: su contenido es la relación entre la realidad del mundo que habitamos y conocemos a través de la percepción y la realidad del mundo del pensamiento que habita en nosotros y nos gobierna. El problema de la realidad de lo que se ve […] es la esencia de la literatura fantástica, cuyos mejores efectos consisten en la oscilación de planos de realidad irreconciliables” (Idem, 142).

Y finalmente, Calvino deja lugar al antólogo, es decir, al editor obsesionado por construir criterios, por explicitar las razones desde las cuales pretende postular un “orden”, un modo de articular del modo más coherente posible, un determinado recorte de una realidad que se presenta como infinita, inabarcable: “Toda antología debe imponerse límites y reglas”, afirma. De allí en más, lo que se sucede son un conjunto de las “razones editoriales” y, desde luego, sus justificaciones en la tarea acometida: “ofrecer un solo texto de cada autor” e “incluir solo cuentos completos”, aunque rápidamente postule, cumpliendo con toda normativa, una única excepción. A su vez, dentro del corpus que aquellas reglas delimitan, el autor de El barón rampante buscó que todos sus componentes a) proyecten en un primer plano “imágenes visuales”, ya que “el verdadero material del cuento fantástico del siglo XIX es la realidad de lo que se ve”, y b) lo sobrenatural permanece invisible, “se siente” más de lo que “se ve”.

Pero el editor no es alguien que solo “manipula” contenido; es también alguien que “moldea” formas. Como por ejemplo, la decisión de que el proyecto se corporice en dos volúmenes tiene también sus razones de peso: la cronológica y la estilística. Así, pues, el primero de los tomos incluye cuentos que son expresiones de “lo fantástico visionario” y, el segundo, textos, posteriores a sus antecesores, que dan cuenta de “lo fantástico cotidiano”. La frase final de la Introducción vuelve a unir al Calvino lector, al Calvino escritor y al Calvino editor, solo escindibles, como ya sabemos, a efectos del análisis: “Esta antología no pretende ser exhaustiva. Lo que he querido ofrecer es una visión de conjunto que se centre en algunos ejemplos y, sobre todo, un libro para ser leído de corrido” (Idem, p. 151).

Consciente del significado de toda operación editorial, Calvino pretendió ser coherente con su propia definición de colección: “La fascinación de una colección reside en lo que revela y en lo que oculta del impulso secreto que la motivado” (Colección de arena, Calvino, 1987).

Y sin embargo, la novela

Con todo, en el tramo final de su vida –que él no sospechaba tal- Calvino publicó sus dos últimas novelas, las que al igual que las anteriores, serían cada una de ellas expresión de otras muchas y variadas exploraciones en las que se encontraba vitalmente el autor. Si bien a simple vista resulta difícil postular las líneas de continuidad entre unas y otras, sí es posible sin embargo, identificar constantes y variables, tal como los editores intentan hacerlo en el trazado de las colecciones que pergeñan.

En 1983 publica su última novela: Palomar. En buena medida síntesis de sus ideas y estrategias para asir la realidad mediante elucubraciones fantásticas así como de su obsesión por los puntos de observación desde donde lograrlo, este texto es, sin dudas, la obra de ficción más filosófica de Calvino. Como ya había ocurrido con Las ciudades invisibles, el texto se haya sostenido por una retícula que no por imperceptible en una primera lectura, no deja de dar corporeidad y coherencia a lo que, también a simple vista, parece no presentarse como una trama. Aquella retícula conceptual se sustenta en tres secciones, las que responden, tal como el propio escritor lo advierte, a propósitos y mecanismos narrativos diferentes: en la primera, que se “corresponde a una experiencia visual”, “el texto tiende a configurarse como una descripción”; en la segunda, en la que están presentes “elementos antropológicos, culturales“, “el texto tiende desarrollarse en relato” y, finalmente, la tercera “refiere experiencias de tipo más especulativas” pasando al “ámbito de la meditación”.

Postulado por el propio autor como su texto más autobiográfico, Palomar vuelve a ser un personaje en buena medida incorpóreo –como lo había sido el Qfwfq de las Cosmicómicas-, del que poco o nada se sabe. Aunque con el correr de las páginas mucho se irá sabiendo de aquello por lo que Calvino está preocupado: los modos en los que sucesivamente se las va viendo con la realidad y estable un vínculo con ella: “Hombre nervioso que vive en un mundo frenético y congestionado, el señor Palomar tiende a reducir sus propias relaciones con el mundo exterior y para defenderse de la neurastenia general trata en lo posible de controlar sus sensaciones” (Calvino, 1983, p. 12). Luego de transitar por las diferentes etapas que no son otra cosa que una sucesión de modos que pone el protagonista pone en funcionamiento para vincularse con el mundo y comprender su sentido de estar en él, la marcha hacia el final es uno que se vuelve progresivamente introspectivo y dramáticamente metafísico y existencial. Hacia esa altura sí, el señor Palomar parece llegar a encontrar el modo más equilibrado –y sobre todo simple y despojado- de plantear no solo su relación con el mundo sino el de su ser en él. “El caso del señor Palomar es en realidad más sencillo, por cuanto su capacidad de influir en algo o en alguien siempre ha sido insignificante: el mundo muy bien puede prescindir de él, y él puede considerarse muerto con toda tranquilidad, sin cambiar siquiera sus costumbres. El problema está en el cambio no de lo que hace, sino de lo que es, y más precisamente de lo que él es en relación con el mundo. Antes entendía por mundo el mundo más él; ahora se trata de él más el mundo menos él” (Idem, p. 122).

Como el propio Calvino habría de decir más tarde al analizar retrospectivamente su última novela, Palomar “…es una especie de diario sobre problemas de conocimiento mínimos, vías para establecer relaciones con el mundo, gratificaciones y frustraciones en el uso del silencio y la palabra” (Calvino, 1992, p. 89). Un silencio y una palabra que solo se instala con la muerte…  

Si una noche de invierno un lector

Pocos años antes de lanzar Palomar, Calvino sorprende –y se sorprende dada su rápida y espectacular repercusión tanto dentro como fuera de Italia- con la publicación de Si una noche de invierno un viajero. Y sorpresa es, efectivamente, el sentimiento que, al igual que lo que produce el espejo con las imágenes, lo que se multiplica en el deliberado intento de confundir al Lector y a la Lectora, los protagonistas del libro que además vivirán una trama dentro de la trama. Pero también a los lectores. Porque de un juego de lecturas o, más bien, del juego de la lectura, se trata esta novela.

Asistiendo a tan solo el comienzo de la historia de esta historia, el Calvino escritor -siempre irónico-, pero también el Calvino lector, también semiólogo, nos advierte de entrada -a lectores-protagonistas pero también a los infinitos lectores- que estamos “a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero” (Calvino, 1993, p. 11). Sin embargo, un problema de compaginación del volumen trunca la continuidad de la lectura del libro y a partir de conocerse en el momento en que se encuentran haciendo el reclamo en la librería, Lector y Lectora dan también inicio a una nueva novela dentro de la novela. De allí en más, la trama va desembocando en una catarata de desconciertos lectores que no son, en el fondo, más que una parábola de la multiplicidad infinita que abre a los lectores el mundo del libro y, fundamentalmente, el de la lectura. En esta verdadera meta-ficción que es Si una noche de invierno…, Calvino lleva incluso su ironía habitual a un punto extremo –para esa altura había dejado de integrar el elenco estable de la editorial Einaudi- al hacerle decir a Ludmilla, la Lectora: “Hay una línea fronteriza: a un lado están los que hacen los libros, al otro los que los leen. Yo quiero seguir siendo una de los que leen, por eso tengo cuidado siempre de mantenerme al lado de acá de esa línea. SI no, el placer desinteresado de leer se acaba, o se transforma en otra cosa, que no es lo que yo quiero. Es una línea fronteriza aproximada, que tiende a borrarse: el mundo de los que tienen que ver profesionalmente con los libros está cada vez más poblado y tiende a confundirse con el mundo de los lectores. (…). Sé que si cruzo esa frontera, aunque sea ocasionalmente, por casualidad, corro el riesgo de confundirme con esa marea que avanza;  por eso me niego a poner los pies en una editorial, ni siquiera unos minutos” (p. 108). Tal como lo afirma su amigo y crítico Gian Carlo Ferretti: “Calvino viene así delineando un general proceso de expansión progresiva y continua de la experiencia de la lectura, sustancialmente especular y coherente con su personal estrategia, con su capacidad de presentarse siempre nuevo pero nunca diferente, y de establecer una relación siempre productiva con el lector y con su expectativa, que con el tiempo, cambia” (Ferretti, 1997, pp. 32-33, traducción del autor).  

Si acaso una noche de invierno –o cualquier otra- un Lector, una Lectora o el lector que sea, quisiera postular un libro de Calvino como la expresión más paradigmática de la amalgama de las tres dimensiones que en estos ensayos se han explorado como indisolublemente presentes en su derrotero intelectual –el Calvino lector, el escritor y el editor-, no hay dudas de que será Si una noche de invierno un viajero.

Un escritor para todos los milenios

Luego de la muerte de Calvino, ocurrida en Siena el 19 de setiembre de 1985, su viuda encuentra en el escritorio de trabajo de su marido y entre otros textos que iría publicando póstumamente, dos que por motivos diferentes pero confluyentes en el eje en torno al cual han ido girando estas reflexiones.

Por un lado, Esther Calvino dio con un sobre conteniendo cinco de las seis conferencias que tenía pensado pronunciar en la cátedra de las “Charles Eliot Norton Poetry Lectures” de la Universidad de Harvard y que Calvino nunca llegaría a dictaras, ya que murió apenas una semana antes de emprender el viaje a los Estados Unidos. Esos textos, a los que su autor no le asignó ningún título en italiano, sí llevaban el que tuvo que asignarles en inglés y que resultó el definitivo cuando se publicaron en su edición española de 1989: Seis propuestas para el próximo milenio.

Anticipando algunas transformaciones que recién se harían evidentes bien entrada la década de los noventa del siglo pasado –como las que habrían de operarse en el mundo del libro en el marco de la era posindustrial- el escritor italiano se impuso en cada una de estas poetry –el término no resulta azaroso en la medida en que se trata de toda forma de comunicación poética con tema libre- el objetivo de demostrar que “hay cosas que solo la literatura, con sus medios específicos, puede dar”. Y las cinco –la sexta estaba planificada pero no llegó a desarrollarla- operaban, justamente, sobre algunos “valores, cualidades o especificidades de la literatura que me son particularmente caros, tratando de situarlos en la perspectiva del nuevo milenio” (Calvino, 1992). Sus temas son la levedad, la rapidez, la exactitud, la visibilidad y la multiplicidad.

Por el otro, en 1991 ve la luz una compilación de ensayos sobre los clásicos, un ejercicio en el que funde la crítica literaria con la operación editorial y que el escritor ya había llevado adelante en dos oportunidades anteriores, aunque nunca habían alcanzado una conformación definitiva. En este caso, el volumen conocido como Por qué leer los clásicos, los ensayos en torno a los autores favoritos de Calvino viene precedido por lo que el autor llama “algunas definiciones” en torno a qué debe entenderse por clásico y que data de 1981. Hay en ese texto –hoy ampliamente difundido como pieza en sí misma- catorce proposiciones que fueron deliberadamente hilvanadas, haciendo dificultosa su postulación aisladamente.

Más allá de la existencia de intentos anteriores, la publicación póstuma de este libro no resulta sorprendente si se repara en el hecho de que en la categoría de “clásicos” se solapan el Calvino lector con el Calvino editor. Porque, en definitiva: ¿qué es un editor sino un lector que pretende postularse como un lector profesional?

Ahora bien, llegados a este punto, ¿dónde quedó el “Calvino escritor”, la tercera de las patas del trípode aquí objeto de indagación?

Sin lugar a dudas el lector podrá encontrar sus libros en ese mismo sitial que Calvino concibió para la segunda de sus definiciones de un clásico, es decir, constituyendo una “riqueza para quien los ha leído y amado” pero también logrando “que constituyan una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos” (Calvino, 1991, p. 8).

Bibliografía

Benussi, Cristina (1998). Introduzione a Calvino. Bari. Edizioni Laterza.

Calvino, Italo (1985). Palomar. Buenos Aires. Alianza Tres.

Calvino, Italo (1987). Colección de arena. Madrid. 1987.

Calvino, Italo (1989). Seis propuestas para el próximo milenio. Buenos Aires. Siruela

Calvino, Italo (1993). Si una noche de invierno un viajero. Madrid. Siruela.

Calvino, Italo (1994). Ermitaño en París. Páginas autobiográficas. Madrid. Siruela

Calvino, Italo (1994). Los libros de los otros. Correspondencia (1947-1981). Barcelona. Tusquets.

Calvino, Italo (2006). Mundo escrito y mundo no escrito. Madrid. Siruela.

Calvino, Italo (2012). Sono nato in America. Interviste 1951-1985. Milano. Mondadori.

Ferretti, Gian Carlo (1997). Le avventure del lettore. Calvino, Ludmilla e gli altri. Lecce. Piero Manni.

Perrella, Silvio (2010). Calvino. Bari. Editori Laterza.

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