Geist-Philosophie: Hegel y Marx en muy pocas palabras

septiembre 18, 2023
Retrato del filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel, por Jakob Schlesinger (1792-1855).
Retrato del filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel, por Jakob Schlesinger (1792-1855).

Pero escapar realmente a Hegel supone apreciar exactamente lo que cuesta separarse de él; esto supone saber hasta qué punto Hegel, insidiosamente quizás, se ha aproximado a nosotros; esto supone saber lo que es todavía hegeliano en aquello que nos permite pensar contra Hegel; y medir hasta qué punto nuestro recurso contra él es quizá todavía una astucia que nos opone y al término de la cual nos espera, inmóvil y en otra parte.

Michel Foucault, El orden del discurso, 1970.

I

Aunque la doctrina de Hegel conoció un notable éxito académico en vida, y dejó una larga descendencia filosófica tras su muerte, la lectura directa de sus obras maduras produciría una fuerte sensación de pequeñez e ignorancia -acompañada de una aguda jaqueca- incluso a un compatriota alemán. Ortega y Gasset decía que Hegel escribía de esa manera algebraica y abstrusa a propósito, y, en efecto, así es. Para él, los altos ideales de la especulación filosófica no habían sido concebidos para ser comprendidos necesariamente por el pueblo llano, sino para dejar constancia conceptual imperecedera, como lo haría un notario, del rumbo intelectual de la humanidad. La «especulación» es justamente ese nivel superior de pensamiento en que toda la historia del mundo se hace transparente al intelecto humano más allá de sus numerosas contradicciones, y tal comprensión no tiene por qué estar al alcance de cualquiera. No es que Hegel fuese especialmente orgulloso (que sin duda lo era), del mismo modo actuaba Nietzsche, que, al contrario de Hegel, fue poco o nada leído en vida y, sin embargo, ahora goza de un auditorio de jóvenes y no tan jóvenes fiel y permanente.

Para entender a Hegel incluso del modo más elemental, hay que partir del estado en que quedó la filosofía después de Kant. Recuérdese que para Kant el conocimiento inmediato de la realidad no es posible conforme al magisterio de Hume, situación a la que el prusiano denominó técnicamente «cosa en sí» o noúmeno. Pero eso no obstaba para que, en el terreno teórico, el noúmeno sea convertido por el entendimiento en fenómeno a partir de los datos caóticos de la sensación, y, en el terreno práctico, donde no existen datos empíricos válidos, el noúmeno funcione entonces como postulado regulativo. En ambos casos, el orden de la realidad no preexiste al hombre, sino que es organizado por este en un acto puro o a priori, que, por puro y universal, sólo puede ser concebido como moral –es decir… ¿Por qué la especie humana iba a ser la única en modificar activamente su entorno, en vez de dejarse modificar por él como ocurre a los animales, si no fuese porque eso es más digno de su condición racional?

Gottlob Fichte, que fue discípulo de Kant, así lo interpretó, y procedió en consecuencia a continuar a Kant rectificándolo en estos dos puntos: primero, el momento originario del idealismo trascendental kantiano es la voluntad moral de acción, y no sólo una posición asépticamente racional que no se sabe para qué iba a darse; y segundo, en tal caso no hay distinción alguna entre razón teórica y razón práctica, y las dos provienen de la misma fuente: tal «acción» en tanto que se quiere universal y necesaria, como es propio de la filosofía o metafísica. 

Pues bien, Hegel está fundamentalmente de acuerdo con Fichte en todo esto, pero va todavía más lejos. Si a esa «acción» la llamamos «libertad», ya que se ha arrancado a sí misma del mecanismo determinista natural, hay que reconocer que la libertad es la que organiza el mundo humano más allá de la sujeción natural. Pero el «reino de la libertad», que representa la esfera humana de la existencia, tiene que ser pensado de acuerdo a dos condiciones: primera, es un reino inteligible, lo que es decir que la libertad se rige por una lógica sistemática; y segunda, ese «reino» no se instaura de una sola vez, sino que integra toda la historia humana. Lo primero se explica por lo que ya hemos visto con Kant y Fichte: razón y libertad -conocimiento y moralidad- deben ser equivalentes, dos nombres o dos caras para un mismo hecho, o, si no, nos situamos más allá de la pretensión universalista de la metafísica y estamos en Nietzsche, para el cual la libertad creadora de mundos no obedece a ninguna lógica y produce, por tanto, fundaciones locales y contingentes. Lo segundo implica que para que la libertad realmente reorganice la realidad primero tiene que meterse físicamente en ella y transformarla después en concepto, lo cual, contra Kant, reclama un proceso temporal al que llamamos Historia Universal. De modo que, para Hegel, el límite impuesto por Kant a la racionalidad con el término de noúmeno es absurdo y falaz, simbolizando tan sólo la negativa personal del filósofo de Könisberg a «enfangarse» filosóficamente con la jungla de los deseos y necesidades humanos. Cuando esos deseos y necesidades empíricos son aceptados como el verdadero motor de la libertad -y no el gélido Imperativo Categórico-, entonces piensa Hegel que una filosofía sistemática que pretenda abarcarlo todo ha de dar cabida al entero drama de la historia, con sus muchos males y contradicciones, pero también con el arte, la religión, las costumbres y el poder.

¿Cómo se mete físicamente la libertad racional en la realidad, absorbiendo gradualmente el noúmeno pensable (lo aún no conceptualizado) a fin de traducirlo en fenómeno inteligible (lo ya conceptualizado)? Hegel responde específicamente en un lugar poco citado de Realphilosophie que mediante el trabajo, pero luego no desarrolla suficientemente la idea –esta será la tarea filosófica de Marx, como luego veremos. Cualquier actividad, elevada o rutinaria, requiere trabajo, lo que es decir aplicación de fuerza sobre la naturaleza para obtener una obra, y esa fuerza se guía por un fin que ponen inicialmente el deseo o la necesidad. A los deseos o necesidades de un hombre o colectividad particulares los denomina Hegel «espíritu subjetivo», y a la obra determinada a que dan lugar «espíritu objetivo». Las obras que forjan los hombres en sociedad condicionan su propia conducta posterior y el significado normativo que se le otorga, funcionando como una configuración (Bildung: figura) del espíritu: la sucesión de las figuras del espíritu es la historia de la humanidad, y el conjunto sintético de todas ellas expresa el «espíritu absoluto». Las razones que asisten a semejante sucesión, que es la de la historia real (prehistoria-antigüedad-medioevo-modernidad, etc.), no pueden ser aprehendidas mediante la lógica clásica ni mediante la lógica trascendental kantiana, puesto que corresponden a una materia mucho más densa y fluida como lo es la del devenir humano. De manera que Hegel concibe un instrumento lógico nuevo, al que denomina «dialéctica», según el cual una etapa histórica da paso a la siguiente conforme a un proceso de tesis, antítesis y síntesis. No es este un mecanismo maquinal y vacío, sino apoyado en lo que Hegel llama la «experiencia de la conciencia», o sea: tenemos una tesis (por ejemplo, la organización estamental medieval: una figura completa del espíritu), y en su interior van surgiendo gradualmente contradicciones (por ejemplo, el ascenso comercial de la burguesía, que desborda la estratificación), hasta que el modelo colapsa y se viene abajo, que es la antítesis (en nuestro caso, el Renacimiento). Entonces es cuando interviene la razón, que convierte aquellas negaciones en aprendizaje positivo de la historia, quedándose con lo que tienen de verdadero y suprimiendo lo que tienen de conflictivo: este es el momento lógico de la síntesis (la Modernidad, ahora). Como se ve, la filosofía sólo entra en escena al final de una época, por eso dice Hegel que es como la lechuza de Minerva, que sólo emprende el vuelo al atardecer. 

Con lo dicho se deshace un tanto el mito de un Hegel puramente deductivo e idealista -ese fue, más bien, su amigo de juventud Schelling-, pero esto aún no es todo.

El espíritu subjetivo no puede encarnar la libertad, porque si un individuo del tipo que sea decidiese libremente la figura de la realidad que le acomoda, entonces entraría necesariamente en guerra sin cuartel con las figuras propuestas respectivamente por los demás individuos. Pero tampoco el espíritu absoluto es dueño de la aplicación íntegra de la libertad, aunque lo parezca, porque nadie puede colocarse en la posición del que ha culminado todas las experiencias racionales posibles y acabado con ello con la Historia –aunque esto es lo que aduce el tirano o el líder religioso. Por consiguiente, sólo en el espíritu objetivo es posible el ejercicio de la libertad sin dar lugar al terror, y el espíritu objetivo, que es particular y transitorio, se expresa en cada época en múltiples aspectos, pero eminentemente a través del Derecho. El orden jurídico es la manifestación racional de la organización política de un periodo histórico, y todo el proceso dialéctico debe vehicularse y terminar en la forma de una ley. Así, en este punto se bifurcan dos versiones de Hegel: aquella que hace del estado burgués moderno la cumbre suprema de la historia universal y la expresión consumada de la libertad humana, la derecha hegeliana; y otra que piensa que actuar sobre el espíritu objetivo consiste en aplicar una y otra vez una libertad parcial, pero racional, que es siempre crítica de la política vigente, la izquierda hegeliana. En esta segunda se encuentra destacadamente Karl Marx.

II

Se ha aludido innumerables veces al momento en que Marx, en el postfacio a la segunda edición alemana de El Capital, cerca del final de su vida y obras, sale parcialmente en defensa de Hegel:

Hace casi treinta años-se refiere a la Crítica a la Filosofía del Derecho de Hegel, de 1843- sometí a crítica el aspecto mistificador de la dialéctica hegeliana, en tiempos en que todavía estaba de moda. Pero precisamente cuando trabajaba en la preparación del primer tomo de El Capital, los irascibles, los presuntuosos y mediocres epígonos que llevan hoy la voz cantante en la Alemania culta dieron en tratar a Hegel como el bueno de Moses Mendelssohn trataba a Spinoza en tiempos de Lessing: como a un «perro muerto». Me declaré abiertamente, pues, discípulo de aquel gran pensador y llegué inclusive a coquetear aquí y allá, en el capítulo acerca de la teoría del valor, con el modo de expresión que le es peculiar. La mistificación que sufre la dialéctica en manos de Hegel, en modo alguno obsta para que haya sido él quien, por vez primera, expusiera de manera amplia y consciente las formas generales del movimiento de aquella. En él la dialéctica está puesta del revés. Es necesario darle la vuelta, para descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística.

Sin embargo, la continuación de este pasaje es considerablemente menos citada; es a saber:

En su forma mistificada, la dialéctica estuvo en boga en Alemania porque parecía glorificar lo existente. En su figura racional, es escándalo y abominación para la burguesía y sus portavoces doctrinarios, porque en la intelección positiva de lo existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de su necesaria ruina; porque nada le hace retroceder y es, por esencia, crítica y revolucionaria.

Desde la aparición de la obra de Louis Althusser en los años sesenta del pasado siglo, ha resultado habitual segregar, pese a las palabras anteriormente vistas del propio interesado, la filosofía de Marx del pensamiento de Hegel, en orden a entender que Marx hubo de deshacerse radicalmente de Hegel para desarrollar un sistema científico propio -es decir, lo que Hegel hubiera, en cualquier caso, deseado.

Aquí voy a exponer breve e informalmente la postura contraria, que es, de las que me enseñaron, la que más me convenció: Marx como continuador de Hegel en el marco común de una Geist-Philosophie o Filosofía de la Historia. Y es que, en efecto, la escisión mediante la cual el sujeto se abre al objeto o la conciencia al mundo, Hegel la denominó «exteriorización», y vimos que llegó a apuntar que el hombre, puesto que no es un ángel intangible, se exterioriza mediante el trabajo, modelando así la naturaleza y a sí mismo. El joven periodista Karl Marx profundiza en esta idea a la vista de las condiciones productivas de su tiempo, considerablemente transformadas respecto al pasado gracias a la implantación masiva de la industria, y decide revisarla a fondo. Como ya había percibido el socialismo anterior a él, la «exteriorización» propia del nuevo sistema productivo genera una específica división del trabajo que, lejos de ser la síntesis de toda la experiencia humana anterior, constituye su más grave antítesis. Nunca un periodo histórico ha sido tan desigual e injusto en el reparto de las cargas de trabajo, no sólo en la cantidad, sino también en su naturaleza. El siervo de la gleba o el herrero de la Edad Media arrimaban el hombro a fondo para su señor como estaba mandado, pero al fin y al cabo conservaban parte de su producción y tenían al menos un contacto directo y experto de la misma. Ahora, piensa Marx a la sazón, una cada vez más ingente masa de población trabaja en las fábricas sin conservar nada propio ni sentirlo como obra suya, hasta el punto de que su misma fuerza y su mismo tiempo los alquila coaccionado ¿En qué se diferencia esto de una esclavitud disimulada por la cobertura el libre mercado? Más que «exteriorización» de la libertad racional en la historia, este estado de cosas le parece a Marx un «extrañamiento» de la misma, que se convierte, en la más numerosa clase social de la época -que por ello recibe ese nombre-, el proletariado, en «alienación» (de alien, «otro», «extraño»: tornase otro y extraño de sí mismo y no poder ya reconocerse).

De manera que hay que replantear las raíces del modelo filosófico hegeliano, sin tocar demasiado el núcleo de su esquema general científico, que resulta superior para Marx al de todo socialismo sentimental de su tiempo. El espíritu de Hegel no es cierto que se realice en la historia en figuras gradualmente más comprehensivas y libres, sino que, al contrario, lo hace progresivamente más recortado y condicionado por algo externo a sí mismo que Marx llama la «materialidad» inevitable de la salida de sí de la conciencia. Dicho más llanamente: el hombre sólo puede racionalizar el mundo dependiendo de las condiciones físicas, objetivas -naturales y sociales-, de dicho mundo, que le imponen, sin que nadie tenga la culpa de ello, una forma determinada de organizar su modo de producción. Así que es la materialidad del mundo natural e histórico la que modela la concepción que nos hacemos de él, no al revés como quería Hegel, y este cambio de enfoque es para Marx la inversión del hegelianismo en el sentido de que pone los pies de su sistema filosófico donde antes estaba la cabeza y viceversa, sin alterar por ello en nada la Dialéctica misma.

Pero la consecuencia no es solamente teórica. Como Hegel creía que el proceso de la historia va siempre a mejor, moral y racionalmente hablando -lo uno va con lo otro, también para Marx-, la filosofía no debía hacer acto de presencia más que para poner orden inteligible al término de una crisis generalizada. O esto es lo que afirmaba la conocida como «derecha hegeliana», añadiendo el colofón de que tales crisis irreversibles del espíritu habían acabado ya para siempre con la instauración del estado liberal prusiano. Para alcanzar el espíritu absoluto, la filosofía tan sólo había necesitado interpretar periódicamente el mundo a fin de conseguir la reconciliación del hombre consigo mismo y con la tierra. Tan fácil como falso, replica Marx; en resumen: manifiestamente ideológico. La ideología en términos marxianos es la situación en que el espíritu objetivo se engaña a sí mismo tomándose por definitivo en vez de histórico, o sea, por consumación total de una razón que, en realidad, sigue creciendo de acuerdo con su experiencia del mundo. En tanto miembro de la «izquierda hegeliana», Marx entiende que precisamente el espíritu objetivo es el objeto único de la crítica racional, y los interesados en ejercer tal crítica son a la sazón los proletarios organizados internacionalmente –puesto que «nación», como «religión», «derecho» o «estado», son aspectos superestructurales, ideológicos, de la alienación.

El proletariado debe ejercer la crítica porque su punto de vista configurador no ha sido todavía objetivado en el espíritu del tiempo, permaneciendo oculto y tergiversado, lo cual hace imposible la reconciliación final. Ante ese hecho inaceptable (pero del que, insisto, nadie concreto es responsable) pueden hacerse dos cosas distintas: o bien esperar a que las contradicciones inherentes a las relaciones de producción del capitalismo burgués hagan estallar tarde o temprano el sistema, o bien acelerar el proceso mediante una intervención de carácter ético-racional, es decir, lo que conocemos como la Revolución. Y aquí está la entraña esencialmente práctica del marxismo: la filosofía hasta ahora ha interpretado el mundo, es hora de que se emplee al fin en transformarlo. Hegel había escrito ambiguamente que «todo lo real es racional y todo lo racional es real»: Marx lo traduce virtualmente por «todo lo real es, en el fondo, racional, y por ello, todo lo racional debe pasar a ser real». Como filosofía práctica, no ha habido proyecto más potente en el pensamiento occidental: nada ya volverá a ser lo mismo en el terreno político. El objetivo pretendido es lograr una sociedad sin clases donde termine la historia, pues la libertad absoluta de Hegel no funciona desde el principio, sino que tiene lugar al final del proceso del Hombre.

2 Comments Leave a Reply

  1. El texto breve más inteligente que he leído sobre la conservación de la dialéctica de Hegel, mediante la operación de su «inversión», poniéndola sobre sus pies.

  2. Estoy totalmente de acuerdo con UD. Sin embargo detrás de toda la historia queda la»eterna pregunta» ¿quién creó la nada?
    El papel de Sartre queda en pie.

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