The Lovers, Rene Magritte, 1928
The Lovers, Rene Magritte, 1928

La culpa de la culpa

La culpa no es, en mi opinión, nada del otro mundo. Y mucho menos algo atávico, ancestral que nos perseguirá hasta el fin de los tiempos. La culpa, o el arrepentimiento, o la vergüenza, no es más que la prueba puntual y recurrente de que uno no es un completo desalmado
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¡La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos que consentimos en ser inferiores!

Julio César, Shakespeare

Toda la intelectualidad librepensadora lleva desde hace siglos (yo diría que exactamente desde la subversiva aportación de Baruch Spinoza) devanándose los sesos por aniquilar el sentimiento de culpa de nuestras almitas, como si no hubiese motivos para tener remordimientos, como si el pasado pudiera o debiera olvidarse, o como si ciertos individuos no merecieran cadena perpetua de mala conciencia.

Se dice, cansinamente, que la culpa es judeocristiana, cuando hay múltiples testimonios de ella en la antigüedad, como es obvio (pongamos el ejemplo fácil: Edipo Rey, y eso que en Edipo ni siquiera hubo intención o dolo de hýbris…) Se nos ha dicho, también, que la culpa es inducida por el Super-Yo, cuando éste, caso de existir semejante quimera, es tan parte necesaria de nuestra psique como el resto de nosotros, lo cual deberíamos agradecer. O se nos dice que es una pasión reactiva, negativa, cuando resulta un potentísimo motor de acción (y omisión).

El truco parece estar en que los críticos de la culpa se sitúan en el mismo plano metafísico en que se retuerce el pecado religioso, y así nos dan gato por liebre haciéndonos creer que, no sé, el protagonista de la serie Mi nombre es Earl debería leer a Erich Fromm (cuando en realidad lo único que le ha ocurrido es que por fin se ha convertido en alguien adulto y responsable).

Lo más divertido de todo esto, al menos visto desde fuera, es que un buen montón de autores ilustres han tratado de convencernos de que la culpa no existe, que no es más que una pasión triste propia de resentidos o gente que no aprendió a vivir, y sin embargo, en un uso realmente acrobático de la paradoja, para llegar a ese punto han ido delatando, uno por uno y sucesivamente, a los más diversos culpables de la propia culpa, que es o una contradicción performativa o una colosal tomadura de pelo. 

Con que se llega a la conclusión -ya digo: únicamente cómica desde fuera- de que es necesario sacar a escena, como en la rueda de reconocimiento de una comisaría, a una serie de “culpables de la de culpa” para luego terminar por decir que ésta no es más que una emoción falsa. Dan ganas, pues, de aplicar a fondo y sistemáticamente a todo este tan traído y llevado asunto la célebre navaja de Ockham.

Presuntamente, y partiendo de la premisa poco contrastada de que el sentimiento de culpa es judeocristiano (Balder el bravo, en la mitología nórdica, también llegó a sentirse sumamente arrepentido por los muchos guerreros que había matado en batalla), toda culpa procede de alguna suerte de pecado original, pero resulta que el pecado original es el menos original de todos los pecados. Se ha proclamado, y usado y abusado, del pecado original no sólo en la religión, en todas las religiones (¿qué nos hizo despeñarnos desde el Nirvana?), sino después en la filosofía, la psicología, la antropología e incluso la sociología, hasta hoy. Para hacerse una idea, va a continuación una somera lista de los errores supuestamente cometidos en tiempos inmemoriales por el ser humano pero que, vaya por donde, han determinado enteramente el devenir de la especie:

  • La caja de Pandora. Este es tan estupendo como conveniente, porque, como el mito del Génesis, implica a una mujer, y además acaba con toda esperanza a corto y medio plazo.
  • La confianza en los sentidos para Parménides. Por el solo hecho de vivir como si no fuésemos ciegos, sordos, mudos, sin paladar o con una piel de acero ya estamos destinados a habitar en la confusión permanente, a no ser que un carro volador nos saque de este mundo en pos de una diosa. 
  • La pérdida de las alas del alma en Platón. Más vuelo. En este caso, al menos, la caída se debe a un accidente, y no a una fechoría, pero de todos modos Platón en el último libro de República sí establecerá premios y castigos tras la muerte para las pobres almas -Mito de Er = metempsicosis.
  • Adán y Eva, ya se sabe, en el Paraíso. Culpa por comer un higo, no una manzana, como se tradujo en la Vulgata. Tal desobediencia trae la muerte, la enfermedad, el trabajo y la Historia.
  • La Torre de Babel. Episodio bíblico por el que llegamos al conocimiento de que Yahvé abomina de una posible unidad de todos los hombres. Sin embargo, Dios no impidió el Apolo XI.
  • La alianza de la Biblia con la filosofía griega. Para Martín Lutero, fuente de las maldades y abusos de la Iglesia Católica. No obstante, Lutero creía en un pecado original imborrable, no en vano era un monje agustino, y Agustín de Hipona afirmaba en Confesiones recordar sus pecados en la cuna (precedente remoto de los delirios de Freud acerca de que los infantes son “perversos polimorfos”).
  • El contrato originario injusto basado en la propiedad en Jean-Jacques Rousseau (ya estaba en Tomás Moro). Esta es, sin duda, la versión del pecado original propiamente moderna y más exitosa. Imposible calibrar la influencia de esta absurda ficción, que cautivó a tantas almas bellas.
  • La acumulación originaria en El Capital de Marx -buenísima, por cierto, la observación de recientemente fallecido Gorbachov: Si a la gente no le gusta el marxismo, debería culpar al Museo Británico. Esta es la segunda versión moderna y secularizada del pecado original, del momento en que lo estropeamos todo, todavía más exitosa que la de Rousseau -y menos mítica que el resto.
  • El asesinato del padre en Tótem y Tabú de Sigmund Freud. Aquí todo queda en casa…
  • La traición al espíritu de la tragedia antigua por Sócrates y Eurípides, según Nietzsche, o la victoria de la moral de los esclavos -cristianos, o en vías de- en tiempos de los romanos, a elegir.
  • El olvido del ser, para Heidegger. Algo de lo que el filósofo se olvidó, a su vez, después.
  • Traumas y heridas varias en la génesis de la psyché en Lacan y compañía. “Trauma” en griego, como se sabe, tan sólo significa herida o fractura, pero estos nigromantes de la mente sacarán mucho más partido de su uso simbólico y oscurantista -aparte del elevado precio de las sesiones de diván.
  • La represión sexual en Wilhelm Reich. Algo parecido en Herbert Marcuse. Eran tiempos jipis.
  • La forja de la individualidad, para los comunitaristas; la modernidad nació enferma…
  • La creación del Estado, para los libertarios. Ídem: la modernidad nació con ese estigma…
  • El Patriarcado, según el feminismo. Aquí sigue, pero se ignora su origen y su razón de ser.

Y un largo etcétera menos relevante. Como se puede ver, con arreglo a este repertorio parece que hubo siempre ahí algo que se torció en un momento dado, cosa de nada en apariencia, ya ves, un higo sin importancia (Adán comiendo el higo de Eva…), pero cuyas consecuencias constituyen la suma entera de nuestros males, esos que precisamente el filósofo, el científico, el gurú o el Maestro de Verdad -es todo lo mismo desde esta perspectiva mixtificadora- en cuestión viene a denunciar para después mejor subsanar.

Pero es una idea bien extraña, si se mira bien. Decir que el Hombre se ha forjado sus propias cadenas es como decir que la araña teje su tela no para atrapar insectos, sino para atraparse a sí misma. Y, además, lo que una vez ocurrió, esa especie de tropezón al inicio de la andadura, siempre puede volver a tener lugar en el futuro (más aún: con toda seguridad volverá a ocurrir, ya que de alguna manera que puntualmente describe el mito correspondiente constituye nuestra tendencia principal, nuestra tentación más irresistible…) Sin embargo, no hay que caer en las exageraciones de Deleuze haciéndose pasar por Nietzsche. La culpa mitológica, esa que se inventan los sabios y los sacerdotes para que dependamos de ellos -el Psicoanálisis es clara prueba de ello-, es deuda, sí, pero no impagable ni infinita. Si fuera impagable, el sujeto podría olvidarse tranquilamente de ella, ya que no tiene remedio. Si uno tiene una mancha indeleble, pues la ignora y mira hacia otro lado. Se sufre, pero se sobrelleva.

No: la deuda de la culpa imaginaria debe poder pagarse a plazos, la mancha tiene que poder borrarse pero no sin ayuda, y cuanto más escalas en la pirámide de la expiación más derecho vas adquiriendo a exigir el tributo de la culpa ajena del que te sirves para poder ir abonando el tuyo. Así, el cuento de la culpa o del pecado o de la deuda originaria tiene la misma estructura que la de una estafa piramidal ya desde los tiempos del pitagorismo, eso parece innegable, pero de ahí no tiene por qué derivarse un desplazamiento brusco al extremo contrario, de tal manera que si impugnas el cuento de la secta quedas más limpio de culpa que un bebe o un cervatillo.

Pensar así, aunque parezca libertino y audaz, en realidad no es más que terminar por dar tu asentimiento a la lógica del consumismo y de la indolencia capitalistas, puesto que la inversión consiste ahora en aducir que si las culpabilidades míticas antes enumeradas tienen mucho de trampa, entonces lo mejor va a ser caer de cabeza en todas las tentaciones, arrepentirse únicamente -como decía cínicamente Lord Byron- de los pecados que aún no hayas podido cometer.

Pero lo que quedaba chulo y cool en Lord Byron ya no es tan interesante y romántico en Homer Simpson. Cometer la falta de dejarse llevar por el placer culpable de comerse un bombón de marca en una habitación de hotel al anochecer con fondo de skyline parece muy tentador en un anuncio publicitario, pero nadie dudará de que como pecado deja mucho que desear. A las invitaciones a los goces prohibidos que promociona el estilo económico capitalista les sucede lo mismo que a los cantos de sirena de los demonios en el libro de C.S. Lewis: que pierdes tiempo, dinero, categoría y si te descuidas el alma misma a cambio de nada en absoluto[1].

Para colmo, con la desaparición de la religión de Dios en favor de la religión del dólar, en realidad tampoco se pierde la culpa, sino que se incrementa exponencialmente. Se dice, por ejemplo, que la pobreza, el hambre, la guerra, las pestes y hasta el último de los jinetes del apocalipsis que se hayan sumado recientemente son males estructurales de las actuales sociedades, y por tanto que todos contribuimos a alimentarlos indirectamente con nuestra actitud despreocupada y egoísta. Sin duda la consideración estructural es un gran hallazgo científico del pensamiento occidental, pero, por otra parte, algo que, si lo miras bien, sabe sin discurso cualquier tipo de la calle (quizá no un hindú de la casta ínfima, si la aculturación es poderosa, pero sí un taxista de Madrid). Es un grave error de manual elemental ignorarla, pero tampoco se puede ser reduccionista. A mi parecer, el enfoque estructural expresa una fuerte tendencia, pero no una obligación mecánica. Desde luego, la estructura social es un mecanismo, pero aquello sobre lo que opera no. Prueba de ello son los incesantes esfuerzos y desvelos que el mecanismo tiene que realizar para continuar condicionando a sus estructurados. Que la libertad, nouménica o no, existe, lo demuestra no tanto la Ley Moral de Kant como la eterna insistencia del poder por reprimirla (o, me da igual, producirla o determinarla, al modo de Foucault). De manera que el planteamiento estructural no debe hacernos olvidar que el canalla que fabrica los balones en China con mano de obra infantil es un canalla con todas las letras, por mucho que el sistema capitalista mismo le empuje poderosamente a ello. Todo un mundo de relaciones conspiraba para que ese pajarraco se aprovechase, de acuerdo, pero hubo un instante en que tomó la peor decisión, y pudo -¡debió!- decir que no (y simpatizo con García Calvo y Foucault cuando escriben o insinúan que nadie es lo suficientemente tarado, obtuso, lerdo, o está lo suficientemente engañado o manipulado como para no saber sentir, y por tanto no saber decir y hacer, como mínimo, que “no”).

Pensar, por tanto, que la gente corriente tenemos alguna parte de responsabilidad en las atrocidades del fabricante de balones, como una suerte de emanación plotiniana de la culpa universal, me parece una interesante variante del Síndrome de Estocolmo ideológico.

Sobre todo porque, en el siguiente grado de la emanación, nuestros hijos también tendrían responsabilidad por jugar con él, y eso ya roza la demencia. No -otra vez “no”-: hay muchos codiciosos repelentes respaldados por el sistema, pero ni este ni aquel ni sus hijos estamos entre ellos. Y no porque no podamos, sino porque no queremos.

Si participásemos (sigo con lenguaje de Plotino) aun mínimamente de la culpa por la explotación infantil, justo sería que percibiésemos también una porción económica de su beneficio. Ser un malnacido redomado requiere toda una paideia sutil e ininterrumpida que no hemos recibido, aunque nos apropiemos de las migajas de bienestar que el sistema deja caer. ¿Que íbamos a hacer, quitarle el balón a nuestros hijos y luego irnos a vivir a una cueva, como en la Contracultura? Nada de eso. Mejor quedarnos y, si es el caso, denunciar tanto a la estructura como al individuo, que caigan ambos. Pero lo que es a mí, ningún análisis objetivo del funcionamiento de la mercancía al estilo marxista me convencerá de que soy responsable en la misma o parecida medida que el dueño de la fábrica en Indonesia.

Mejor quedarnos y, si es el caso, denunciar tanto a la estructura como al individuo, que caigan ambos. Pero lo que es a mí, ningún análisis objetivo del funcionamiento de la mercancía al estilo marxista me convencerá de que soy responsable en la misma o parecida medida que el dueño de la fábrica en Indonesia.

Además, los mierdosos que merecen el cadalso y sin embargo tienen los mandos de cotarro son una insignificante minoría frente a una ingente muchedumbre de gente decente, o así lo pienso yo. Esa gente trabaja para el sistema, sí, pero la mayoría en el sostenimiento de sus niveles esenciales, que son los que mantienen todavía la continuación de la vida en los entresijos de la estructura. La Sal de la Tierra, como los llama la Biblia: no les acusemos de contribuir a esterilizarla (ese, claro, no es el sentido del símil). A ver si vamos a hacerles sentir tan mal que vayan a olvidarse de desengrasar la guillotina cuando las cosas se pongan mucho más feas.

Sociedad e individuo se bi-implican recíprocamente, sin que ninguno de ambos términos -“tipos ideales”, en términos de Weber- pueda ser separado del otro. Y ambos se alimentan mutuamente en un movimiento sin fin que se sedimenta en el lenguaje de cada tiempo y campo social. La libertad individual existe, eso es evidente, porque sin ella no existiría esa tremenda ansia de poder que de hecho existe con el fin de sojuzgarla o seducirla.

De otra manera: nadie querría tener poder sobre autómatas, para eso pones una granja de animales domésticos, que tiene mucho menos coste en desgaste moral y en esfuerzo maquiavélico. Hay poder porque hay libertad ajena sobre la que ejercerlo, así de claro. Y al revés: hay libertad socialmente entendida como potencia de refrendar o contestar al poder, no libertad en el sentido absurdo aquel de capacidad absoluta de elección interna (esa extraña libertad que un estoico podría ejercer incluso encerrado en la cárcel). Por cierto: la inmensa mayoría de la población mundial parece preferir con mucho la sumisión, o por lo menos la conformidad, incluso en la más arrastrada de las circunstancias. Tú dale a la gente una pizza, sexo y un móvil de última generación, sin ir más lejos, y luego podrás hacer con ellos lo que quieras….

Por cierto: la inmensa mayoría de la población mundial parece preferir con mucho la sumisión, o por lo menos la conformidad, incluso en la más arrastrada de las circunstancias. Tú dale a la gente una pizza, sexo y un móvil de última generación, sin ir más lejos, y luego podrás hacer con ellos lo que quieras….

La culpa, en fin, no es, en mi opinión, nada del otro mundo. Y mucho menos algo atávico, ancestral, pero sin embargo tan pregnante que nos perseguirá hasta el fin de los tiempos. La palabra pecado en castellano es la traducción del peccatum latino, pero la Biblia fue escrita en arameo y en arameo peccatum refiere a “hâtta” o “chattaah”, que literalmente se traduce por algo así como “errar el tiro” o “fallar el blanco”, algo de lo que uno se lamenta después con razón porque querría haberlo hecho mejor, quisiera haber acertado en el blanco. 

La culpa, o el arrepentimiento, o la vergüenza, no es más que la prueba puntual aunque recurrente de que uno no es un completo desalmado, como el dueño de la fábrica de balones. Querer librarse de esa valiosa señal interna, como pretendieron Spinoza, Nietzsche o Freud es desear tener carta blanca para actuar toda la vida como un cerdo, so capa de superioridad intelectual. Puede sonar anticuado, puede que yo sea más simple que el mecanismo de un botijo y que no haya profundizado en Lacan, pero como escribió G.K. Chesterton:

“Nuestros padres no hablaban de psicología; hablaban de un conocimiento de la Naturaleza Humana. Pero ellos la tenían y nosotros no. Sabían por instinto todo aquello que nosotros hemos ignorado con la ayuda de la información. Porque son precisamente los primeros hechos de la naturaleza humana los que ahora ignora la humanidad.[2]


Notas

[1] El libro es Cartas del diablo a su sobrino, una maravilla sin paliativos y un ramillete de observaciones psicológicas perfectas que todos deberíamos leer. El pasaje, alargándome un poco, es el siguiente (el que habla es un demonio senior aleccionando a un demonio junior en el marco de una relación de empresa): “Todas estas actividades sanas y extrovertidas que queremos evitarle pueden impedírsele sin darle nada a cambio, de tal forma que pueda acabar diciendo, como dijo un paciente mío al llegar aquí abajo “ahora veo que he dejado pasar la mayor parte de mi vida sin hacer ni lo que debía ni lo que me apetecía”. Los cristianos describen al Enemigo como aquél “sin quien nada es fuerte”. Y la nada es muy fuerte: lo suficiente como para privarle a un hombre de sus mejores años, y no cometiendo dulces pecados, sino en una mortecina vacilación de la mente sobre no sabe qué ni por qué, en la satisfacción de curiosidades tan débiles que el hombre es sólo medio-consciente de ellas, en tamborilear con los dedos y pegar taconazos, en silbar melodías que no le gustan, o en el largo y oscuro laberinto de unos ensueños que ni siquiera tienen lujuria o ambición para darles sabor, pero que, una vez iniciados por una asociación de ideas puramente casual, no pueden evitarse, pues la criatura está demasiado débil y aturdida como para librarse de ellos” (Carta XII). Resumido, la misión del infierno es, según el perspicaz Escrutopo de Lewis, la misma que la del marketing: “conseguir el alma del hombre y no darle nada a cambio” (Carta IX, Editorial Rialp).

[2] En Anécdotas del Nuevo Londres y el más Nuevo todavía York, 1931.

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