Diatriba contra el Surrealismo y Salvador Dalí
Dali's Mustache - Photo by Philippe Halsman

Diatriba contra el Surrealismo

La gente ahora emplea el término surrealista de un modo magníficamente libre, sobre todo para referirse a cosas, actos o declaraciones verbales que parecen demasiado tontas, ridículas o chocantes para ser verdad
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El orgullo de quienes no pueden edificar es destruir.

Alejandro Dumas (padre)

La gente ahora emplea el término surrealista de un modo magníficamente libre, sobre todo para referirse a cosas, actos o declaraciones verbales que parecen demasiado tontas, ridículas o chocantes para ser verdad.

Y tienen completa razón, en mi opinión, porque en general la existencia diaria de todos nosotros es una tarea demasiado seria para estar al alcance del surrealismo, seguramente el movimiento intelectual más estúpido e irresponsable de todos los tiempos. De hecho, es que afirmo que no hay lugar para la expresión surreal de nada, ni en el arte ni fuera del arte. Desde el momento en que un paraguas sobre la camilla de un quirófano es un caso de surrealismo, un lamparón en mi calzoncillo también es surrealismo porque todo y nada es surrealismo, siempre y cuando sea lo suficientemente extraño o molesto como para “epatar al burgués”.

No hay poética surreal, ni programa, ni proyecto, cualquier gesto estético es surrealista si lo mides tan sólo por su efecto, que no es más que el de dar a conocer el nombre del estafador que lo ha realizado. Por eso Salvador Dalí fue el autor que mejor comprendió de qué iba el quilombo. Bastaba con unas pinturitas y unas decoraciones más bien figurativas, para que no alejen a nadie, que contengan además sorpresas visuales enteramente kitsch, a fin de que sean fáciles de recordar, y por último con un uso potente del color, como en una revista ilustrada, para que un montón de gente de la sociedad de masas y hasta Hitchcock crean que eres un genio y puedas hacer realidad tu sueño de ser un maldito pesetero, un franquista por conveniencia y así practicar hasta el fondo y de verdad siempre que tengas ocasión la amoralidad surrealista.

Ayer leí la conferencia de André Breton en Bruselas titulada ¿Qué es surrealismo?, de 1934. Ese fue el año en que Martín Heidegger abandonó el nazismo, y sin embargo es él el que carga con el sambenito, mientras que aquel texto de ese cretino colosal que fue Breton traza algunas de las líneas más oligofrénicas y más fascistas de la historia de la humanidad, dicho sea sin incurrir en exageración alguna.

Hay que ser desmedidamente imbécil y con un nulo sentido de la oportunidad para defender la irracionalidad tras el ascenso del fascismo en Europa.

Como parece que por entonces a estos señoritingos, una docena a lo más, se les pedía tomar partido en la tormenta política que amenazaba al mundo, Breton decidió apuntarse a última hora a las filas del marxismo, todavía un rollito cool en la época (nada se sabía de los crímenes de Stalin) y que encima, para gusto del animalillo este, tiene el término “Revolución” en las mimbres de su discurso. Hasta aquí, la pose habitual en aquellos años entre la élite estetizante, Picasso incluido.

Pero luego el pobre escritorzuelo, como no sabe ni lo que dice, reivindica lo siguiente: “sólo cabía, a nuestro entender, una Revolución que cubriera todos los ámbitos, que fuera improbablemente radical, extremadamente represiva, absolutamente impracticable y que no dejara nunca de negarse trágicamente en cuanto de deseable y absurdo implicara”. Es decir, que el surrealismo no sólo es la estética de moda, además quiere ser una filosofía, en concreto la filosofía que exige el apocalipsis. Para ello apela a Freud, al Dadaísmo, tal vez a la Fenomenología (no la menciona), y en general a cualquier doctrina que halague al lector con el reclamo de que sólo existe su conciencia subjetiva -dice que se propone “hacer que la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo pierda vigencia y valor”-, de que en ella cabe todo un mundo fascinante -“sólo lo maravilloso es bello”, escribe en el Manifiesto-, y de que además esa cueva de Alí Babá es completamente irracional. Hay que ser desmedidamente imbécil y con un nulo sentido de la oportunidad para defender la irracionalidad tras el ascenso del fascismo en Europa. Pero si a ello además le agregas dinamitar la moralidad e incitar al egotismo individual en esos difíciles tiempos lo tuyo es de cárcel o de psiquiátrico, y tampoco ahora exagero; léase, si no, el siguiente párrafo:

“Más allá de lo discutible que me parezca la idea de responsabilidad, siento curiosidad por saber cómo se juzgarán los primeros actos delictivos de corte notoriamente surrealista. Cuando los métodos surrealistas pasen del papel al acto, una moral nueva tendrá que ocupar el lugar de la moral al uso, de esa moral causante de todos nuestros males”.

No tengo palabras para calificar semejante pijería intelectual intolerable. Porque eso que Bretón se propone llevar a cabo, desafiando a la humanidad entera —el pollopera dice que “(…) el surrealismo pretendía ante todo provocar, en lo intelectual y moral, una crisis de conciencia del tipo más general y más grave posible”—, lo van hacer él y siete amigos suyos de la catadura de Dalí a base de escritura automática, relatos de sueños y tres bobaditas más del estilo Juegos Reunidos Geyper. Como decía a menudo una alumna mía alta y con gafas, “¿es que estamos tontos o es que estamos tontos?”. El surrealismo, con ese ejército, y esas armas, asegura que va a provocar un terremoto en la historia tal que se va a oír hasta en Marte. Ni siquiera los grandes románticos del s. XIX les pueden hacer sombra; Breton es mejor poeta, pero sobre todo mucho más malvado que, por ejemplo, el gentil Keats: “los días del romanticismo erróneamente calificados de heroicos tan sólo merecen, honestamente, la calificación de días de vagidos de un ser que ahora comienza a dar a conocer sus deseos a través de nosotros, y que si se reconoce que todo pensamiento anterior a él representaba, en el sentido “clásico”, el bien, ahora este romanticismo desea, sin lugar a la menor duda, el mal en su totalidad” (esta última cláusula subnormal Andreito la subraya en cursiva, para que no se le escape a nadie la enorme magnitud de su estolidez).

Entre tanto, el zorro de Dalí andaba haciendo lo que en realidad es lo único que se puede hacer: explotar lucrativamente el escándalo social hacia la pornografía. Lo bueno del puritanismo es que da mucho dinero a los avispados como Hefner o Larry Flint. Pero eso es todo, no hay más surrealismo que esa pornografía, un cierto exhibicionismo, la arbitrariedad total, irritar al burgués (que son todos menos ellos) y ya. Bretón proclamaba en sus dos Manifiestos que el surrealismo nos iba a llevar “hacia los ámbitos de lo inmortal” -estímulo claramente religioso-, o hacia “el reverso de lo real” -tanto jugo orientaloide le sacó a esto Cortázar-, puesto que “surrealismo” suponía postular y exprimir la “omnipotencia del deseo” -se entendía el suyo, el mío o el de Adolf Hitler, es lo mismo, da igual, que cada uno haga lo que le venga en gana, que para eso llevamos todos un artista reprimido dentro…

El propio Dalí, otro filósofo de mierda y de la mierda, enuncia en La mujer invisible que el método paranoico-crítico consiste en “sistematizar la confusión y desacreditar así, por completo, el mundo de la realidad”. Apuesto lo que sea a que Dalí tenía en gran consideración la claridad absoluta y la substantividad ontológica de su cuenta bancaria, con eso no se andaría con paranoias críticas… En fin, ya digo, el surrealismo es el movimiento intelectual más estúpido, pero antes que eso y de modo mucho más destacado el más irresponsable jamás concebido. Lo curioso es que nada de estos disparates bretonianos tienen la menor relación con el marxismo, al que él denomina “materialismo dialéctico” sin tener la menor idea de lo que está hablando (difama a Hegel, por cierto, pero luego insiste mucho en que el surrealismo es un intento de transformar la vida desde el pensamiento… Esteeee… Oye, André… una cosita… ¿alguien al volante ahí dentro?). Y termina su charla con estas solemnes palabras:

“No cabe ninguna duda de que una actividad como la nuestra, por sus mismas características, no puede llevarse a cabo dentro de los límites de las actuales organizaciones revolucionarias: habría de interrumpirse tan pronto pusiera un pie dentro de la organización. Pero si se reconoce que nuestra actividad ha servido para separar definitivamente la creación intelectual de las ilusiones con que la sociedad burguesa la envolvía, hasta nuestra llegada, sólo veo motivos para proseguir con nuestra actividad”.

Ah, bueno, eso sí que ya nos tranquiliza más. De manera que él y sus cuatro amigos van a poner todo patas arriba, revolucionariamente, ¡ostontoreamente!, pero a su bola y sin pegar ni recibir ni medio tiro ni “cometer actos delictivos de corte netamente surrealista”, sino únicamente a fuerza de escritura automática y vomitona onírica. No es, pues, necesario echarse a temblar todavía. Dylan Thomas, en su Manifiesto poético, rechazaba el método surrealista, argumentando que si bien es interesante la idea de aprovechar la materia prima del inconsciente, el poeta no es poeta si no acierta a darle una forma intencionada y disciplinada (como hiciera genialmente Lorca en Poeta en Nueva York). En caso contrario, podríamos terminar por acoger entre los brazos del arte los balbuceos de un bebé, los alaridos de un torturado, los cromos raritos del impostor de Dalí o la obra literaria del mismísimo André Breton. Y, vaya, yo creo que hasta la más cataclísmica de las revoluciones ha de tener algún límite infranqueable…

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